Para enterarnos de la vida de Rubem Fonseca (1925) hay que buscar atajos. Entrar por una calle empinada de Juiz de Fora, en el estado de Minas Gerais (conocida entonces como "la Manchester mineira"), dar con una casa moderna y amplia de aires franceses, ingresar por un caminillo hasta el patio trasero y toparnos con un niño flaco, de tez clara, que sentado en el pasto lee unas hojas sueltas del Jornal do Brasil. Él es José Rubem da Fonseca, Zé Rubem, tiene cinco años, es hijo de inmigrantes portugueses, y aprendió a leer hace un año sin que nadie le enseñara. Corren los últimos meses de 1930 y el niño lee, sin entender del todo, que una junta militar le ha entregado el poder a un tal Getúlio Vargas. Dos años más tarde ese niño y su familia se trasladarán a Rio de Janeiro, después de que la próspera tienda de su padre se vaya a la ruina.
Fonseca pertenece a esa ralea de escritores que deciden huir de la vida pública, como Pynchon o McCarthy. Autores que optan por sobreponer a la figura del escritor-espectáculo una voz narrativa que se reconozca y trascienda.
Zé Rubem se convertirá luego en escritor, publicará una cincuentena de libros, ganará muchos premios y ahora, el próximo 11 de mayo, cumplirá 93 años.
Atajos, argucias de la imaginación, porque Fonseca pertenece a esa ralea de escritores que deciden omitirse, huir de la vida pública, dejar que su obra hable por sí sola. Como Thomas Pynchon, como Cormac McCarthy, como Luis Loayza. Autores que optan por sobreponer a la figura del escritor-espectáculo una voz narrativa que se reconozca y trascienda. En el caso de Fonseca, su voz es una modulación directa y coloquial, cargada de ironía y humor negro, con la cual se enfrenta a los aspectos más oscuros de la condición humana.
Fonseca, el escritor, no da entrevistas, "por motivos de una idiosincrasia que ni yo mismo sé explicar", según le respondió alguna vez a la revista Buensalvaje. No se somete a esas largas sesiones de firmas de libros ("prefiero morir a firmar libros") y suele ausentarse de las ceremonias organizadas para premiarlo. En 2003 le otorgaron el Premio Camöes, la más importante distinción en lengua portuguesa, y la que viajó a Lisboa a recibir la condecoración (y el cheque de 100 mil dólares) fue su hija María Beatriz. Jorge Sampaio y Luiz Inácio Lula da Silva, mandatarios de Portugal y Brasil respectivamente, presidieron la ceremonia en la cual el festejado brillaba por su ausencia. Por eso quizás no fue una buena idea inaugurar, en 2012, el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas con quien se podía anticipar su inasistencia. En las sucesivas versiones llegarían a recibir el premio, a La Moneda, Ricardo Piglia, Horacio Castellanos Moya, Margo Glantz, César Aira y Hebe Uhart. En cambio, aquella primera vez todo se limitó a una escueta declaración del entonces ministro de cultura, Luciano Cruz-Coke.
Aunque Fonseca ha hecho excepciones. Viajó a Guadalajara a recibir el Premio Juan Rulfo, por ejemplo. Y sorprendió en su visita a Lima, en 2009, hasta donde llegó por el Honoris Causa de la Universidad Mayor de San Marcos. En un posterior homenaje en el auditorio Vinícius de Moraes de la embajada de Brasil, Fonseca respondió las preguntas del público durante casi media hora. Flaco, pequeño y calvo, con unas orejas como alas grandes y un chaleco negro de cuello alto, Fonseca se paseó por los pasillos de la sala con el micrófono en la mano, bromeó en un portuñol amigable y, entre otras cosas, confesó que pese a la fama que se deriva de sus personajes, solo ha tenido una esposa, madre de sus tres hijos, a la que amó profundamente y de quien enviudó en 1996.
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En Historias cortas, Fonseca vuelve sobre todo tipo de parafilias, crímenes pasionales y por encargo, pero también sorprende con temáticas tan actuales como la pandemia de la obesidad, los delitos informáticos y el creciente envejecimiento de la población.
Todos los premios llegaron cuando Fonseca ya había pasado los 75 años, como si anticiparan que, en realidad, él pertenece a este siglo; aunque publicó su primer libro a los 38 años y, desde entonces, nunca dejó de publicar y contar con el beneplácito de los lectores. Su primera novela, El caso Morel, apareció en 1973 y, dos años después, el volumen de cuentos Feliz Año Nuevo fue prohibido por la dictadura militar de Ernesto Geisel. "Leí muy poco, tal vez unas seis palabras, y eso bastó", dijo el ministro de Justicia para explicar por qué el libro fue retirado de todas las librerías de Brasil. En la novela Agosto, de 1990, Fonseca aborda, en clave de novela negra, el tema de las dictaduras latinoamericanas, en este caso la de Getúlio Vargas, el dictador que llegó al poder cuando él era un niño.
Así, el camino más directo, sin atajos, para llegar a Fonseca es su obra —que en Chile viene publicando desde hace años Tajamar Editores—. Si él no habla o habla poco es porque, como ha señalado, todo lo que tiene que decir está ahí. ¿Y qué es lo que dice Fonseca?
Si utilizamos el ejercicio que plantea Damián Tabarovsky para describir la obra de Osvaldo Lamborghini, podemos preguntarnos qué es lo que si se le quita a Fonseca deja de ser Fonseca. Y la respuesta es más o menos clara: la violencia y la corrupción.
Una violencia urbana, casi siempre con un componente sexual, de viejo cuño machista, y una corrupción generalizada, omnipresente, de la clase política, del empresariado, de la policía, de todos. Fonseca conoció el mundo policial de cerca —de aquello existe registro oficial— porque durante seis años ejerció como comisario del industrial barrio de São Cristovão, en Río de Janeiro. Y es ahí, en esas calles, donde transcurren gran parte de sus historias de políticos disolutos, amantes rencorosos, criminales a sueldo y policías sádicos. El criminalista Mandrake (en 2005 HBO estrenó la serie en torno a su figura), el comisario Alberto Mattos y el abogado Gustavo Flavio son algunos de sus personajes más conocidos, a los que vemos siempre enfrentados a un mundo corrupto en el que sobrevivir sin hundirse se vuelve un esfuerzo épico.
Todos los premios le llegaron a Fonseca cuando ya había pasado los 75 años, como si anticiparan que, en realidad, él pertenece a este siglo. El brasileño es el autor, por excelencia, de la Latinoamérica de hoy.
Sobra relevar entonces la actualidad de su literatura. Fonseca es, por excelencia, el autor de la Latinoamérica de hoy —basta mirar una serie como El Mecanismo (Netflix), por ejemplo, para apreciar su influencia—. Y si bien su opción es el retiro, está muy lejos de ser un escritor bucólico. "Soy un hombre consumido por el presente", ha dicho.
Su actualidad se da también por el dúctil manejo de los recursos narrativos, la hibridación de los géneros y los distintos formatos en los que ha incursionado. Guiones de cómic, de cine y de televisión complementan una obra que sabe articular con el presente sin ser devorada por la futilidad y la histeria inmediatista.
En su último libro, Historias cortas (Tusquets, 2018), vuelve sobre todo tipo de parafilias, crímenes pasionales y por encargo, pero también sorprende con temáticas tan actuales como la pandemia de la obesidad ("Tenía que estar gorda, muy gorda, no podía pesar menos de cien kilos. Era la única manera de vengarme de aquellos a los que les gustaba humillar a los demás"), los delitos informáticos ("Te lo pongo más simple: el spam zombi es un código malicioso como los worms, bots, virus y troyanos que, una vez instalados, permiten que retire –voy a usar la palabra correcta: robe— los datos de acceso a cuentas de email, cuentas bancarias, etcétera…") y el creciente envejecimiento de la población ("Bien, el mundo comienza a pertenecernos, y va a volverse total y completamente nuestro…"). Treinta y ocho relatos breves y punzantes, en los que la voz narrativa de Fonseca afianza su autonomía respecto a la figura del escritor.
De todos modos, según cuentan sus hijos, Fonseca está empeñado en pasar de los 100 años y, mientras tanto, sigue escribiendo a diario, ve series y lee con la misma voracidad de ese niño al que le decían Zé Rubem.