Es siempre causa de asombro que la necesidad de cambios se visibilice a partir de hechos aparentemente nimios, aunque siempre abruptos. Es el caso de no haberle comunicado a Jorge Burgos, ministro del Interior, el viaje presidencial a La Araucanía cuando, además, las problemáticas más álgidas de esa región caen en su esfera de competencia. El debate trajo a la palestra una pregunta crucial: ¿Cómo se toman, al final del día, las decisiones de gobierno?
El episodio no es más que un síntoma de los problemas que enfrenta la gestión política del segundo gobierno de Michelle Bachelet. Las diferencias en su interior, pero también en la Nueva Mayoría, así como la dificultad para procesarlas, estarían hipotecando el apoyo inicial que la ciudadanía le dio a unos cambios que todavía muchos consideran necesarios. Las políticas públicas concentran el debate ideológico y político en una democracia y, para impulsarlas, las mayorías electorales son condición necesaria, más no suficiente, sobre todo porque, en la era de las redes, también hay que lidiar con la abstención. Hay que convencer a los adversarios, pero también a los propios. Hay que dialogar con la ciudadanía, abordando sus miedos y entregando perspectivas de futuro. Como la tarea desborda a una persona, la gestión gubernamental ha ido ganando en complejidad y se apoya en las oficinas presidenciales. La literatura las engloba bajo el término "centro de gobierno", refiriéndose al círculo de instituciones y personas con las cuales se toman las decisiones más importantes. No es necesario que esté siempre formalizado, varía de país en país y depende del mandatario de turno. Aun así, se observa que dicha estructura, que es mejor verla como un entramado de relaciones, es necesaria para gobernar y siempre tiene impactos, aunque éste es más interviniente que causal.
El debate se ha enfocado en el llamado Segundo Piso, pasando por alto que la Segpres cumple por ley la tarea de asegurar la coordinación política y programática del gobierno. Su creación supuso un intento por modernizar e institucionalizar las funciones de coordinación interministerial, de relacionamiento con el Congreso y de coherencia entre el programa y la gestión política cotidiana. El Segundo Piso no la reemplaza e, incluso, en el período de su creación con Ricardo Lagos, se buscó el acomodo. Con los gobiernos de Bachelet ésta ha terminado parlamentarizada, lo que resulta curioso, ya que Nicolás Eyzaguirre, el ministro a cargo, cuenta con un ingrediente esencial para lucirse: la confianza de la mandataria. Pero, más allá de afinidades personales, es la Segpres la que dispone de los recursos y los equipos para cumplir su función de asesoría, no sólo a la presidenta, sino también al ministro del Interior y al resto del gabinete. El diseño institucional original introduce problemas, por cuanto vuelca sobre el titular de Interior expectativas de coordinación política, lo que también incluye la interlocución con la coalición, mientras los recursos para hacerlo descansan en la Segpres. En este contexto, parece razonable preguntarse si no sería conveniente avanzar en un rediseño institucional. La Segpres se podría transformar en una asesoría presidencial, tal como se pensó en un inicio, de manera que se fusionen la asesoría personal de la mandataria y la institucional; o bien transformar el Ministerio del Interior en la Segpres, liberándolo de las funciones de seguridad, al tiempo que se le entregan los recursos necesarios para asumir la tarea de jefe político del gobierno. Ello resolvería, probablemente, las dificultades para funcionar que encuentra el comité político.
Vistas así las cosas, a no ser que se produzca un giro presidencial que reordene el centro de gobierno, no resulta fácil la consecución de unidad de criterios y de conducción de la coalición en un contexto cada vez más demandante en lo social e incierto en lo económico.