Un amigo de mi padre le trajo de regalo El péndulo de Foucault de Umberto Eco el año 90 o 91. Con mi hermano lo leímos de un viaje. Nos mató. Era un volumen extraño. Parecía una burla al satanismo (que era descrito como una forma final y europea del new age, quizás como un último fantasma del mayo del 68), pero también una confesión personal de un narrador demolido, alguien que escribía en los años 80 de la imposibilidad de una revolución a la que él mismo había suscrito. Eso hacía del libro una parodia, un artefacto posmoderno, pero también una novela triste, llena de detalles terribles sobre las relaciones afectivas de su generación.

Eso estaba más allá de los trucos de Eco, que era uno de los sinónimos de posmodernidad por esos años, de los cruces entre alta y baja cultura, del trauma de la tradición que se desdibuja por el arribo de lo nuevo. Así, Eco escribía una novela italiana y europea, haciendo que todo el backstage de la escritura de El nombre de la rosa, todas las clases de estética medieval que había dictado, toda su obsesión con lo pop, todas las citas saqueadas al Dumas que Huidobro también usó en Cagliostro, se convirtiesen en un chiste feroz sobre la naturaleza cruel del conocimiento y la banalidad del poder. Por supuesto, Eco llegaba allí (a la novela y a la confesión biográfica que implicaba) como una superestrella de la academia que usaba los escombros de ese mundo intelectual, representados en cínicos sentimentales como Jacobo Belbo (ese peculiar héroe que respondía a toda fe ciega con la expresión de desprecio "Ma gavte la nata"), quien era el corazón del relato, quizás escrito desde la vacilación, desde el juicio del presente a los actos en los que se ve inmiscuida la propia memoria.

Eco murió el viernes. Tenía 84 años. Nunca pensé que fuese tan viejo. Posiblemente va a ser su obra crítica la que lo sobreviva, pero son sus merodeos por la ficción lo que me parece más interesante de sus libros. Quizás porque, como con Sontag (en La enfermedad y sus metáforas) o Barthes (en Barthes por Barthes) son esas vueltas de tuerca, esos giros insospechados, lo que más me interesa ahora de él. De hecho, cuando supe la noticia, me acordé de El péndulo… de inmediato, pero no pude recordar donde quedó esa copia, aquella pesada edición de tapa blanda que alguna vez publicó Lumen. Pero el Eco que yo recordaba no era el mismo del resto del mundo: en la universidad era el mesías de la semiótica y afuera de ella, durante el último cuarto de siglo, pareció volverse cada vez más un novelista profesional, una estrella lejana del firmamento de la literatura occidental, alguien repudiado por Juan José Saer en algún ensayo, por ejemplo.

Hace un par de años, en París, con mi esposa fuimos a ver el péndulo de Foucault que citaba el libro, que está en el Conservatoire National des Arts et Métiers. El péndulo cuelga del techo y se balancea en una suerte de amague de movimiento infinito. Eco lo había descrito bien: al contemplarlo el péndulo parecía estar quieto y el mundo parecía girar alrededor suyo; era una constante en un universo de actos caóticos. Ahí, mientras yo percibía mi propio movimiento (porque yo era el que me movía, el péndulo estaba detenido en el aire) pensé en lo que significaba para Eco, en el sentido que tenía en la novela y cómo sus héroes trataban de descifrarlo para descifrarse a sí mismos sin tomarse demasiado en serio, todos lectores sobrevivientes de los libros que amaban y odiaban, todos abandonados por cualquier épica, todos como Belbo o como Eco, demasiado viejos para hacer la revolución, demasiado jóvenes para añorar cualquier clase de fascismo. La pregunta que encarnaba el péndulo era quizás por lo que recordaré a Eco: cómo sobrevivir al tiempo, cómo seguir siendo los mismos, cuáles son los puntos fijos en un universo que no termina de girar nunca.