Cuando se supo, hace unos años, que Lucrecia Martel trabajaba en la adaptación de Zama —la extraordinaria novela de Antonio Di Benedetto publicada en 1956—, no fueron pocos los que pensaron que esa iba a ser una historia imposible. ¿Cómo se filma lo que no se puede filmar? ¿Cómo se filma una novela tan profundamente literaria? ¿Cómo se convierte en lenguaje cinematográfico ese lenguaje que se inventó Di Benedetto, esa sintaxis torcida y privada con la que nos cuenta la historia de un hombre que espera?
¿Cómo se filma lo que no se puede filmar?
Es cierto: parecía un ejercicio irrealizable. Pero también esos mismos escépticos sabían que nadie mejor que Lucrecia Martel (1966) —hoy, sin duda, la cineasta más importante de Latinoamérica— para aventurarse en esta empresa imposible: adaptar al cine la historia de Diego de Zama, un funcionario de la corona española en una América salvaje y precaria, a fines del siglo XVIII, quien espera que lo trasladen de ese lugar —que se ha convertido, en muchos sentidos, en una pesadilla— hacia un puesto mejor: su familia está lejos, las autoridades lo menosprecian y en el porvenir no se ve nada bueno, aunque él quiera creer otra cosa.
Ese mundo inquietante que construye Di Benedetto —y que escribe en un castellano inédito, entre giros contemporáneos y coloniales—, ella, Lucrecia Martel, lo lleva a la pantalla y convierte toda esa extrañeza sintáctica —y esa atmósfera de la espera, que nos recuerda a las obras de Samuel Beckett— en una extrañeza visual y sonora que sólo una mujer con el talento desbordado de ella podía hacer.
¿Cómo se filma lo que no se puede filmar? ¿Cómo se filma la espera?
De alguna forma, Lucrecia Martel ya había respondido estas preguntas con sus tres películas anteriores: La ciénaga (2001), La niña santa (2004) y La mujer sin cabeza (2008), en las que había desplegado toda una estética que apostaba por una cierta ambigüedad en el relato y por estructuras que rompían, constantemente, con las ideas más convencionales acerca de cómo se filma —y cómo se cuenta— una historia: el silencio, el cuchicheo, los murmullos parecían llevar adelante siempre sus narraciones, en las que el fuera de campo se convirtió en un léxico privado e inusual.
Y Zama, justamente, transita por ese camino, pero esta vez aquella estética se radicaliza y entonces la película se convierte en una experiencia sensorial, en una experiencia vital, y que ahora, después de muchos meses de espera, se acaba de estrenar, por fin, en nuestro país. Será gracias a Red de Salas de Cine de Chile, que la está exhibiendo en sus ocho salas (desde Valparaíso a Puerto Varas). Nunca antes se había estrenado comercialmente una película de Lucrecia Martel en salas chilenas. Ahora por fin se acaba esa deuda.
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Zama, la novela, llegó a las manos de Lucrecia Martel en 2005, pero sólo unos años después la leyó. Y lo que le produjo esa lectura fue euforia.
Luego, entonces, comenzaría el proyecto de adaptación, que tuvo su estreno mundial el año pasado en el Festival de Venecia y desde entonces no ha dejado de rodar por el mundo. Hace unas semanas, de hecho, la prestigiosa Film Society of Lincoln Center, en Nueva York, realizó una retrospectiva de su obra, y por estos días Martel participa en el IndieLisboa, el festival de cine independiente portugués. En medio de estos viajes se dio un tiempo para responder nuestras preguntas.
"La literatura genera una sucesión de sonidos e imágenes, primero el de las palabras, luego el de las cosas y sus lugares. Ese sonido y esas imágenes están muy cerca del cine. Del mismo modo que los sueños están cerca del cine."
—En muchos sentidos, Zama parecía una novela imposible de adaptar. Sin embargo, usted lo consiguió. ¿Siente que el adaptar una obra tan literaria le hizo mirar de otra manera el lenguaje específicamente cinematográfico?
—También yo he sido víctima de todo lo que se ha dicho de la relación entre la literatura y el cine. Sólo de una mala novela puede hacerse una película. Hay que adaptar el lenguaje de la escritura al lenguaje del cine. En fin, podríamos juntos hacer una lista de todas las máximas sobre esta materia. Pero nunca he escuchado nada respecto a la especificidad del trabajo del lector, y qué es lo que sucede en el proceso de lectura. Porque, ¿qué es leer? Algo muy poco estudiado, me parece. La escritura se ha estudiado mucho, pero el lector ha quedado más en las tinieblas. Quizás sea una suerte. Mi experiencia como lectora es la siguiente: uno recorre las letras de molde a un cierto ritmo, el que nos impone nuestra habilidad y la pericia del escritor. ¿Ese ritmo qué es? Porque a veces la escritura nos somete a una urgencia, a un acelerar, a un detenerse, a un volver hacia atrás. Volver hacia atrás es un privilegio de la lectura de libros.
—Claro…
—Luego, las letras resuenan en nosotros, van formando palabras, y las cosas que las palabras evocan, los ambientes y sonidos. Porque nadie que lee tren imagina un dibujo de líneas en un infinito gris, sin olor ni sonido. ¿Imagina una serie de atributos suspendidos en un miasma? ¿Suena un tren cuando lo leemos? ¿Como qué tren? ¿Como uno que escuchamos ayer, cómo uno que vimos hace tiempo en una película, como nosotros haciendo el ruido del tren con la boca a un sobrino? ¿O como un tren jamás visto por la humanidad? Esto es lo que yo no sabía: la literatura genera una sucesión de sonidos e imágenes, primero el de las palabras, luego el de las cosas y sus lugares. Este sonido inaudito, que sólo el lector posee en sí y con mucha dificultad podrá explicar, un sonido que no se transmite por el aire sino que resuena vivamente en la mente del lector, este sonido y estas imágenes están muy cerca del cine. Del mismo modo que los sueños están cerca del cine.
—En la película, justamente, el sonido es un elemento primordial. Enrarece la atmósfera, nos interpela… ¿Recuerda en qué momento se dio cuenta de la importancia de este?
—Hace poco, presentando La niña santa, recordé un hecho de la infancia, que está muy en el corazón de esa película, y que de alguna manera contesta su pregunta. Se lo cuento. Tenía yo 10 u 11 años. Estaba en casa de mi abuela materna jugando en una habitación. La puerta de la habitación estaba a mis espaldas. De pronto, del fondo opuesto, es decir desde una pared sin ventanas, escuché un sonido inmenso que venía hacia mí directamente, a mi cara. Un uuuuuuuuuuuhuhuhhuhuhuhuh gigantesco que de inmediato atribuí al diablo. Era algo diabólico. Paralizada, comencé a llamar a gritos a mi abuela. Como suele suceder con el miedo, los gritos salían apenas, sin aire. Mi abuela no venía en mi ayuda y algo me hizo sospechar. No era el diablo, era Dios, y estaba enojado conmigo. Finalmente, el sonido cesó. Y me levanté a buscar a mi abuela. Al pasar junto a un calefón, el sonido volvió a escucharse, pero breve: venía de ahí.
—Venía del calefón…
—Claro. Qué nos enseña este episodio: el sonido no tiene una capacidad de referencia tan fuerte como la imagen. Un mismo sonido puede ser el diablo, Dios o un calefón. Ese es el poder que tiene el sonido por encima de la imagen. Puede evocar cosas muy distintas con una potencia monstruosa. Es ambiguo. La ambigüedad es nuestro terror más grande. Por eso nos hemos desquiciado, porque queremos que las cosas sean claras, hombre o mujer, derecha o izquierda, negro o blanco. Ese tiempo se estaba terminando, ahora no sé.
—A propósito del sonido: Zama parece ser una de esas películas que nos exigen verlas en la pantalla grande. Y eso, en algún sentido, la hace ir contra la idea que impera hoy de ver películas en cualquier pantalla. De hecho, Cannes acaba de dejar fuera de competencia a Netflix porque les exige que estrenen en salas. ¿Qué piensa de todo esto? ¿Qué pierde el cine al no exhibirse en una sala?
—No pierde el cine, pierde el espectador estar con otros espectadores. Es un placer muy antiguo juntarse con otros. Va a volver. Hay que rediseñar los cines. Esa decisión del Festival de Cannes me parece inconsistente. No hay que oponerse a una plataforma porque también una plataforma puede dar oportunidades a la narrativa audiovisual, depende de sus criterios de catálogo, no a una forma narrativa hegemónica, y en ese sentido no veo a Cannes tan lejos de Netflix, últimamente.
—En Zama radicaliza algunas opciones estéticas que había planteado en sus películas anteriores. ¿La siente muy distinta a sus otros filmes?
—Todavía no sabría decirle, porque uno cambia muy lentamente, por eso es tan importante el tiempo. Lo que sí recuerdo, es que cuando terminé La mujer sin cabeza sentí que algo había terminado. Hace poco en Los Ángeles escuché a dos personas hablando de la "Trilogía de Salta" como una cosa muy clara para ellos. Tuve que aclarar que yo no puedo organizar ni un cumpleaños, menos podría haber organizado una trilogía. En Zama no hice nada particularmente distinto que en las anteriores, quizás cortar en el eje, no sé, todavía no puedo saberlo.
—Entre sus primeros cortometrajes y Zama han pasado más de 20 años. ¿Cuál cree que ha sido el mayor cambio que usted ha experimentado como cineasta?
—Bueno, diría yo que con el tiempo la desobediencia ha pasado de ser un esfuerzo a no ser nada. Desobedecer lo que creemos que no hay que obedecer obliga a discusiones, a dar razones de lo que no se tiene más que tenues intuiciones, tratar de hacer entender lo que al principio es difícil de explicar para nosotros mismos. Ahora me comporto como una vieja loca, que de vez en cuando tiene razón.
—Cuando uno mira en perspectiva su obra, da la impresión de que ha hecho las películas que ha querido hacer. ¿Es muy difícil conseguir esa libertad?
—Mire, voy a contestar sólo en mi nombre. No soy tan libre, ya quisiera yo. Tengo ideas limitadas por estar yo sobrada de todo. Sobrada de agua corriente, de comida, de ropa, de perspectivas de futuro, de conocer lugares lejanos que ni siquiera quería conocer, de tiempo sin estar sujeta a nadie. Tengo cosas por las que no he trabajado, sino simplemente nací del lado de la abundancia. He desobedecido, como le decía, pero hubiera querido ofrecer algo más, porque ha sido tan generoso el tiempo conmigo, algo más, no sé.
—Para muchos espectadores, ver sus películas es vivir una experiencia estética reveladora. ¿Usted ha experimentado eso con alguna película últimamente?
— Hace poco vi Mamma Roma de Pasolini. Cuando terminó la película sentí el peso del mundo, como si me hubiera empapado en las lágrimas de todas las madres que pierden hijos en la miseria. Como si hubiera visto la verdadera pobreza. Cada vez que abro una ventana tengo miedo de ver el Vaticano, como Anna Magnani.
—Hace unas semanas se supo que está trabajando en un documental. ¿En qué etapa está?
—Hemos investigado mucho estos últimos años el crimen de Javier Chocobar, un comunero indígena, asesinado en su propia tierra por otros, que además grababan con una cámara. Hemos logrado dar con el monstruo, y es sorprendentemente parecido a cualquier argentino. Ahora lo que falta es el hilo que nos permita contarlo. Estamos trabajando en el guion con María Alché, con quien he compartido muchas escrituras. Los productores de REI están embarcados también. Es una narración microscópica sobre un crimen que, como muchos crímenes de indígenas, es la causa y no la consecuencia de un largo proceso criminal.