Festival
Desde entrados los años 2000, el parafernálico certamen viene dando la sensación de estar viejo, leso y cada vez más desfasado, como si apenas fuera una mueca, una imitación desesperada de sí mismo, de sus tiempos mejores.
Cada tanto sueño con la concha acústica. Esa que durante décadas estuvo sobre el escenario de la Quinta Vergara. Fue construida en 1963 para proteger a los artistas del Festival de Viña (no se sabe bien de qué) y, sobre todo, para proyectar de buena forma los sonidos hacia el palco, la platea y la galería, cerro incluido. Digo cerro incluido porque, como muchos recordarán, hasta que en 2001 junto a la mencionada concha fueran desmanteladas las viejas graderías, los últimos asientos colindaban sin reja ni nada con el cerro mismo, por donde accedía una importante delegación de colados, entre ellos varios menores que vivían en las inmediaciones y que, tras sortear el feble control policial que había en los años 80 (feble sólo ahí, claro) llegaban a los ensayos, y los más intrépidos al mismísimo show nocturno, con Vodanovic gangoseando la noche viñamarina.
Como yo vivía en un pasaje aledaño a la Quinta Vergara, pasé buena parte de mi infancia yendo y viniendo a ella; de ahí la recurrencia de la concha acústica en mis sueños, supongo.
Durante el año era la gran cosa ir a ver el escenario abandonado y jugar bajo la concha, gritar y oír el eco rebotando en el cerro mientras se soñaba con colarse el próximo febrero, cuando estuviera, una vez más, todo pasando en esas ruinas. Pero de repente, ya llegado el siglo XXI y la parafernalia técnico-televisiva, la concha quedó obsoleta, y el 2001 su salida fue aceptada por el ciudadano de a pie como algo tan natural y saludable como recientemente lo fue, por decir algo, la salida de Mariana Aylwin de lo que queda de la DC (con la diferencia de que la concha no pudo ser emplazada en otro lado, como se pretendió, dado el desgaste del fierraje, mientras que la ex ministra seguro caerá parada en algún lugar –a la derecha de su pasado–).
En esos años, fines de los 80 y en plenos 90, el Festival de Viña era, muchísimo más que hoy, todo un acontecimiento en la Ciudad Jardín. Porque lo era para el país y, aunque sospecho que menos de lo que se pensaba, para buena parte del continente. Si el festival en sus orígenes no era sino un evento más dentro de la gran feria que organizaba el municipio, a punta de chispa se terminó descolgando, y durante décadas fue un hito internacional que vio nacer y despegar a varias estrellas. Pero desde entrados los años 2000, el parafernálico certamen viene dando la sensación de estar viejo, leso y cada vez más desfasado, como si apenas fuera una mueca, una imitación desesperada de sí mismo, de sus tiempos mejores, como ese mítico año 1981 en que pasaron por la Quinta Julio Iglesias, Camilo Sesto, Ray Conniff, Miguel Bosé y KC & the Sunshine Band, entre otros.
Como yo vivía en un pasaje aledaño a la Quinta Vergara, pasé buena parte de mi infancia yendo y viniendo a ella; de ahí la recurrencia de la concha acústica en mis sueños, supongo.
Hoy el festival no sólo no va a la vanguardia de nada, sino que se sitúa en una ostentosa retaguardia, repitiendo viejas glorias (a las que homenajea con regalos de bingo colegial, como a Bosé este lunes) o derechamente trayendo invitados pasados de moda, como ahora Jamiroquai o Europe, y mechando las noches con invitados ultrainstantáneos y efímeros, como los gusto-a-nada de CNCO, réplica número 28 de los New Kids on the Block (aunque igual está bueno el reguetón lento).
Ya que estamos, podrían haber hecho convenio con los anfitriones de Elon Musk e invitarlo a la Quinta a contar el cuento. Y que nadie se extrañe si el próximo año en vez de convencer a Felipe Avello, resucitan a Hugo Varela para hacer reír al cada vez más blandengue monstruo o si traen a Gianluca Grignani, King África o Poison.
Entrada la adolescencia, pude al fin acceder legalmente al festival. La primera vez fui a ver a Sandy & Papo, bisabuelos del reguetón y uno de cuyos integrantes murió trágicamente en auto poco después. La segunda fue para ver a los entonces quemantes el Flaco y el Indio, que venían directamente de la calle Valparaíso, no de la tele. Y la tercera vez ni siquiera llegué a ver a Creedence Clearwater Revival porque un amigo no pudo pasar la puerta de la Quinta: un perro policial más sagaz que el profesor Smith olió altiro una colilla de pito que tenía olvidada en la billetera (haber sabido y me la fumaba antes, me confesó después) y le aplicaron todo el rigor de la ley, esposándolo, haciéndolo pasar la noche en el mítico calabozo de la Primera Comisaría de Viña y pasándolo al día siguiente a la justicia, que lo condenó a firma quincenal por un año en Viña y a un penoso chequeo sicológico. Si esa severidad perdurase y comenzara por casa, el general director de Carabineros y sus sabuesos estarían hoy cobrando el seguro de cesantía y no despreocupados bailando al huracanado son de Luis Fonsi o Gente de Zona.
A todo esto, en mi último sueño con la concha acústica esta aparecía abandonada en un portaaviones junto a la gran estructura de Matilde Pérez que durante décadas coronó el Apumanque. Hubiera sido un sueño precioso y sublime si por unos parlantes invisibles no se hubiesen escuchado los descontrolados y decididamente inconexos chillidos de Rafael Araneda amplificados infernalmente por la concha en cuestión.
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