No es fácil escribir, ahora. Hablar sería mejor, más natural. Eso se hace en los velorios: hablar del finado en voz baja, con los amigos, en un rincón. Pero no estoy en Santiago, así que escribo. Escribo lo que hablaría, ahora, en voz baja, con mis amigos, si estuviera en la Catedral, velando a Nicanor Parra.
"Se va a morir en cualquier momento", me dijo un compañero de universidad, en 1994, cuando el poeta acababa de cumplir ochenta años y nosotros teníamos dieciocho. Le pregunté si Nicanor estaba enfermo o algo así. "Cuando la gente tiene ochenta años", me respondió, condescendiente, "es altamente probable que se muera en cualquier momento". Estábamos un grupo grande, en la Facultad, haciendo nada, medio volados, alguien dijo que había un evento en el Cine Arte Alameda para celebrar a Parra. Los cuatro o cinco entusiastas de siempre partimos soplados, por supuesto que sin invitaciones, pero logramos colarnos.
Me salto a mediados de 2003, cuando llegué a su casa de Las Cruces, también un poco de colado. Sí, cuando la gente tiene casi noventa años es altamente probable que se muera en cualquier momento, pero a Nicanor le quedaba cuerda para rato. Gracias a una serie de coincidencias, buena parte de ellas más o menos inducidas por Matías Rivas, unas semanas más tarde estaba yo a cargo de la edición de Lear Rey & Mendigo, que por entonces era, en rigor, un proyecto semi abandonado: Nicanor había traducido King Lear en 1990, para el famoso montaje de la Universidad Católica, pero no había querido publicar la traducción, no la consideraba terminada.
Había una versión manuscrita y llena de enmiendas, y otra mecanografiada y también plagada de correcciones. Las cotejé para consolidar un manuscrito, imprimí el resultado en dos ejemplares. Nicanor rayaba el suyo y yo procuraba registrar, en el mío, cada una de sus veleidosas decisiones.
Ver que alguien que admiraba tanto era capaz de pasar una hora entera discutiendo un adjetivo, o probando, en voz alta, la naturalidad de un endecasílabo, era un lujo para mí, una lección inmerecida. Yo era el encargado de "sacarle" el libro, de quitárselo de las manos, de hacerle ver que estaba listo, pero me costaba apurarlo, porque ese proceso era, para mí, oro puro. Y nos reíamos, nos distraíamos también. Siempre fue, conmigo, extraordinariamente generoso.
Lo pasábamos bien, avanzábamos, y sin embargo, cuando caía la noche, a Nicanor le bajaba la inseguridad total. Especulaba con no publicar el libro, se mostraba de verdad preocupado, como si en esa traducción del Rey Lear, se jugara, de una vez y para siempre, su destino literario.
Una tarde me falló el método: Nicanor hizo tantos cambios que fue imposible seguir el ritmo de sus correcciones. Tenía que irme en el último bus, quise llevarme su ejemplar y pasar los cambios en mi casa, pero él me miró con una seriedad intimidante y se negó de plano.
Nicanor aceleró y los demás frenaron y nos salvamos jabonados. Apenas recuperó el aliento, alzó una ceja y sonrió, como si nada. "Casi nos matamos", le dije. Él me miró como respondiéndome: <em>exagerao.</em>
Tuve que volver al día siguiente, claro. Quise dedicarme, ahora sí, a transcribir los cambios, pero él prefería que avanzáramos. Después de almuerzo insistió en llevarme a Cartagena en su escarabajo gris, para sacar fotocopias. Nos atendieron rápido, pero en el camino de vuelta nos atascamos detrás de una camioneta roja, que inexplicablemente iba a diez por hora. Nicanor quiso adelantarla, pero a mitad de la maniobra el imbécil de la camioneta también aceleró y de pronto estábamos de frente a un bus enorme. Por un momento estuve seguro de que moriríamos ahí, en la carretera semi vacía, a las cuatro de la tarde, pero Nicanor pisó el acelerador a fondo y los demás frenaron y nos salvamos jabonados. Apenas recuperó el aliento, alzó una ceja y sonrió, como si nada. "Casi nos matamos", le dije. Él me miró como respondiéndome: exagerao.
No nos matamos y un par de meses más tarde Nicanor dio por buena esa traducción brillante, y durante los años siguientes, ya sin excusas laborales de por medio, volví a verlo muchas veces. Ninguna de esas veces pensé que sería la última.
De eso se habla cuando alguien muere. De eso hablamos con los amigos en voz baja, en un rincón, en el velorio. De la última vez que vimos al finado. Fue el 5 de diciembre del 2014. Yo tenía treinta y nueve y él cien. Cien años y dos meses. Fui con Joana Barossi, una amiga brasileña que soñaba con conocerlo y que llevaba ya un tiempo traduciendo sus poemas. Cuando se la presenté, él apenas la saludó. Durante los primeros diez o veinte minutos Nicanor me hablaba exclusivamente a mí.
Luego puso un par de cuecas apianadas, las comentamos, se levantó para bailotearlas. Recién entonces le habló, con cierta solemnidad, a Joana, que estaba embelesada; le pidió que nos leyera alguna de sus traducciones, ella asintió. Empezó –creo– con la versión en portugués de "Advertencia al lector". Nicanor la miraba como si tuviera ante sus ojos a la mismísima garota de Ipanema.
Almorzamos, pensé que debíamos irnos, era la hora de la siesta. En la mesa de centro había un ejemplar de Parra a la vista, el libro de fotografías de Nicanor armado a partir de los hallazgos de su nieto Cristóbal, aka Tololo. El poeta empezó un inesperado y locuaz relato en que explicaba o contextualizaba, con lujo de detalles, cada una de las fotos. Salí a fumar y cuando volví él seguía hablándole a Joana de las fotos, acompañé a Colombina a comprar unos helados y cuando regresamos estaba en las mismas, me fui al antejardín, hablé como dos horas más con Colombina y Rosita, y teníamos que irnos, pero a Nicanor le quedaba material para mil y una noches.
Ya estaba oscuro cuando nos fuimos. En el momento de la despedida, con la seguridad que le daban esas casi ocho horas de convivencia, Joana le extendió un ejemplar de Obras completas & algo + y le pidió una dedicatoria. Nicanor vaciló un segundo antes de responderle: "Nooooo, mejor la próxima vez, Joana, la próxima vez". Ella, resignada pero igual de feliz, le besó la mano derecha. "Este es el día más importante de mi vida", me dijo luego, en el auto. Yo la miré como respondiéndole, con parriano escepticismo: exagerá.
Cuando la gente tiene más de cien años es altamente probable que se muera en cualquier momento, pero, como varios amigos han dicho, ya estábamos acostumbrados a la presunta inmortalidad de Nicanor. Faltaban tres años enteros, podría haberlo visitado un montón de veces. No lo hice, y ni siquiera estoy con él ahora, en su velorio, en su funeral. No me queda más remedio que despedirlo así, escribiendo, hablando en voz baja, con nadie.