Dicen que lo peor de todo era sentir el frío; que sus manos, rígidas y coloradas, se resquebrajaban cada vez que la temperatura bajaba. Dicen que también fue el hambre que pasaron y el no poder hablar con sus familias en Indonesia, a casi 16 mil kilómetros de distancia. Dicen que fue el miedo a los chilenos, el temor a morir lejos de casa. Dicen, a menudo, que lo que vivieron fue un infierno, una cárcel de la que casi fue imposible escapar.
La primera que llegó a Punta Arenas fue Eva Anggraeni, cuando partía el 2008. Casi exactamente un año después llegaría Laila Nur y, por último, ya en 2010, Yuli Anggraeni, quien tiene el mismo apellido con Eva pero dice no ser pariente de ella. Eva, entonces de 21 años, llevaba un tiempo cuidando niños y ancianos a través de agencias de empleo en Indonesia, que solían enviarla a otros países cercanos con la promesa de un futuro mejor. Antes de terminar en Chile pasó por Taiwán y, poco antes de eso, incluso trabajó en una fábrica de oro de Malasia. Su destino final, cuenta ella, era Singapur. Ahí fue donde pidió trabajar. Pero dice que en la agencia —llamada Lucky Star— le dijeron que ya tenían a su empleador: un empresario singapurense llamado Pishu Lakhwani. Y ella, entonces, se reunió con él.
El infierno, según ella, comenzó así: el hombre le preguntó si quería trabajar en Argentina, cuidando a sus hijas gemelas por 350 dólares singapurenses al mes, unos 130 mil pesos chilenos. Eso, para ella, era un dinero imposible de ganar en su país. Entonces, luego de hablarlo con su mamá, arregló sus papeles y el 27 de enero de 2008 se subió a un avión con él.
—Pensé que estar en América significaba tener una gran oportunidad en la vida… pero no fue así —dice hoy, sentada en un café del centro de Punta Arenas. Casi son las diez de la mañana y desde la ventana se puede ver cómo los árboles son doblegados por el viento. Es un día frío de enero, en una ciudad que no parece conocer el verano. Eva tiene el pelo largo y sus ojos, que son oscuros, suelen endurecerse cuando cuenta su historia.
Ella es una de las tres mujeres indonesias que presentaron una querella criminal por trata de personas con fines de explotación laboral contra Pishu Lakhwani, un reconocido empresario de la zona, y Mónica Nandwani, integrante de una de las familias más ricas del extremo sur de Chile. Las versiones de Eva, Laila y Yuli son idénticas: dicen haber sido contactadas a través de la agencia Lucky Star —en 2008, 2009 y 2010, respectivamente—, para trabajar en "América". También dicen que nunca supieron realmente adónde iban. Una vez en Chile, relatan, sufrieron maltrato laboral y psicológico —dicen haber permanecido encerradas—; pasaron hambre, frío y nunca habrían podido contactar a sus familias, ni tampoco irse. Señalan que del dinero que les prometieron para sus familias nunca supieron nada. Y que, agobiadas por el trato que habrían sufrido, un día de junio de 2011 decidieron escapar. Y denunciar.
Pero antes de que Eva escapara y las otras la siguieran, o antes de que, según la versión de los acusados, abandonaran sus labores, pasarían tres años, cuatro meses y once días.
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Dice que sólo quería dos cosas en la vida: viajar y trabajar para ayudar a su familia. Laila —su edad es incierta; ella asegura que tiene 24 años y que llegó a Chile con 15, pero su carnet dice que ya pasó los 30—, vivió gran parte de su vida en Yakarta, la capital de Indonesia, con su abuela. Su mamá y su hermano pequeño vivían en Java, una ciudad muy lejos de allí. Antes de abandonar el colegio, relata, sabía que iba a tener que trabajar lejos, para que su hermano tuviera mejores oportunidades que ella. Entonces conoció la mencionada agencia de empleo, que le prometió trabajo y el compromiso de enviar el dinero recaudado a su familia.
Las tres dicen que sus familias en Indonesia nunca recibieron el dinero que les prometieron, y que tampoco pudieron hablar con ellas ni con otras personas
Laila es de estatura baja, pelo oscuro. Sus manos, pequeñas como su cuerpo, se mueven frenéticas cada vez que trata de contar la historia. A veces se ríe, a veces llora, a veces las dos cosas al mismo tiempo. Dice que es imposible olvidar ese día de febrero de 2009: los ojos con que la miró Eva cuando entró a esa casa en Punta Arenas, luego del largo viaje junto a Pishu Lakhwani a Chile. Cuando quedaron solas, Eva le dijo: ¡No! ¿Por qué tenías que venir acá?
Laila no demoró mucho en aceptar cuando le ofrecieron viajar lejos. Dice que cuando escuchó "América" pensó en Barack Obama, y se imaginó cómo sería vivir cerca de él. Las tres dicen que pensaron en eso mismo: en el presidente de Estados Unidos. Entonces, hizo los trámites con la agencia para viajar. Hoy insiste en que no entiende por qué su pasaporte dice otra fecha de nacimiento que no es la verdadera. Y, a pesar de que está certificado que entró a Chile con más de dieciocho años, asegura que sólo tenía quince.
Eva, que había llegado un año antes, le contó a Laila lo mismo que le ha contado a su abogado y al Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH): que luego de llegar a Chile fueron sometidas a largas horas de trabajo —Eva en la casa del empresario y Laila en la tienda de artículos importados que Lakhwani tiene en la zona franca—; que comenzaban a las cinco y media de la mañana y terminaban en la noche; que no tenían ropa abrigada porque antes de viajar les dijeron —según la versión de ellas— que sólo debían llevar un par de poleras, unos pantalones y ropa interior; que sus desayunos eran trozos de pan y café, y sus almuerzos las sobras de las comidas de sus jefes. Dicen que sus familias en Indonesia nunca recibieron el dinero que les prometieron, y que tampoco pudieron hablar con ellas ni con otras personas. Y que, de hecho, sus familias pensaron durante años que ellas estaban muertas.
Pero el extraño caso, que remeció a Punta Arenas desde la primera denuncia en 2011, continúa lleno de sombras. Si bien la causa se cerró ese mismo año por falta de pruebas, en 2017 las tres mujeres decidieron volver a intentarlo y entregar nuevos antecedentes. Uno de los más relevantes es el que Laila Nur haya declarado que era menor de edad, aunque su pasaporte diga otra cosa. Pishu Lakhwani y Mónica Nandwani, por su parte, han negado desde el principio la versión de las tres mujeres, y sus abogados dicen estar convencidos de que la motivación de fondo es conseguir una recompensa económica. En la declaración que Pishu Lakhwani hizo en la fiscalía el miércoles 27 de septiembre de 2017, dijo:
En la mañana debían vestir a las niñas y servir el desayuno (…) Luego, se van las niñas al colegio, mientras ella hacía el aseo en mi casa, nosotros nos íbamos (…) Los útiles de aseo y comida estaban libres en mi casa, ellas podían comer cuando querían porque estaban solas, si querían podían salir, pues tenían las llaves de la casa, pero debían estar para recibir a las niñas, quienes llegaban o a las 14:00 horas o a las 18:00 horas. Yo no sé si ellas efectivamente salían de la casa pues yo no estaba, pero tenían libertad de hacerlo. Recalco que la situación de Laila era distinta porque ella se regía por el horario del local.
Las jóvenes, sin embargo, han insistido tanto en la prensa como en sus declaraciones judiciales que fueron esclavizadas: dicen, incluso, que en el tiempo que alcanzaron a estar las tres juntas en la casa de Lakhwani —antes de que Yuli fuera enviada a la casa de Mónica Nandwani— debían dormir en una misma litera y que no tenían clóset para guardar su ropa. Pero el acusado, en su declaración ante la fiscal Rina Blanco —quien llevaba la investigación, y hace un par de semanas fue reemplazada por el fiscal Sebastián González—, aseguró que ellas compartían dos dormitorios, con baño privado y calefacción. También dijo que él les pagó sus sueldos mes a mes, en efectivo, a cada una de ellas. Aunque no hay recibos de esas transacciones, Lakhwani asegura que tiene las liquidaciones de sueldo. Ellas, por su parte, dicen que firmaban cada mes algo que nunca entendieron.
Estaban muy feliz, muy muy feliz, nunca nada, mi señora se preocupaba de que estuvieran cómodas porque cuidaban a mis niñas, incluso a los viajes al Paine, nos acompañaba Eva y Laila, declaró el empresario.
Aunque no está del todo claro por qué el interés de gastar en costosos pasajes para traer a mujeres de Indonesia —un pasaje en avión, sólo ida, cuesta casi dos millones de pesos—, la defensa de Lakhwani asegura que se debe a motivos culturales. Su abogado, el exfiscal militar de Punta Arenas Marcos Ibacache, lo explica así:
—Él es de Singapur, su señora de Malasia y quieren que sus hijos estén en un ambiente similar, que tengan la comida o idioma de su cultura. Por eso contactan a la agencia.
El año pasado, cuando se reabrió el caso, el Instituto Nacional de Derechos Humanos decidió sumarse a la querella, preocupados por las condiciones en que viven los inmigrantes al fin del mundo: sólo el año pasado llegaron a la zona más de tres mil personas. Cristián Figueroa, director del INDH de Punta Arenas, dice:
—Creemos que hay antecedentes suficientes para formalizar y que hay información que permite, según nuestra visión, acreditar una situación vinculada al tráfico ilícito de personas. Sin embargo, depende del Ministerio Público determinar que las pruebas sean fehacientes para formalizar. Eso es lo que nosotros estamos esperando.
Los acusados han negado desde el principio la versión de las tres mujeres, y sus abogados dicen estar convencidos de que la motivación de fondo es conseguir una recompensa económica.
Según el fiscal jefe de Punta Arenas, Fernando Dobson, el caso tiene particularidades que lo hacen especialmente complejo, como que las tres víctimas no dominen bien el español —varias declaraciones han sido con intérpretes— o que esté involucrada una agencia internacional de empleo, por lo que obtener la documentación para respaldar las acusaciones no ha sido fácil.
—La investigación de este tipo de delitos, donde hay que determinar una serie de elementos para formalizar o formular cargos, requiere una cantidad de antecedentes que no tenemos como Ministerio Público —dice el fiscal—. Un antecedente que no se había esgrimido es que una de ellas era menor de edad y que se había adulterado algún documento. Esa documentación la hemos pedido a través de organismos internacionales para poder corroborar esa circunstancia. Corroborándose eso, ya por el hecho de haber sido traída a un empleo siendo menor de edad, es una situación que nos facilitaría la configuración de un ilícito. Pero ahora son meros dichos que no han tenido sustento en otros antecedentes.
En caso de probar que Laila Nur era realmente menor de edad cuando ingresó a Chile, la pena que arriesgaría el acusado va de diez a quince años por el delito de trata de personas. Si son víctimas adultas, la pena podría ser de cinco años y un día. Además, también podrían existir multas monetarias de hasta 100 UTM, algo así como cuatro millones y medio de pesos.
A falta de un juicio, todavía no existe claridad de qué pasó realmente; quién dice la verdad y quién miente. Hasta el momento no existe ningún formalizado. Además, el delito de trata de personas está tipificado sólo desde el 8 de abril de 2011, lo que genera un vacío en el caso, pues las acusaciones son por hechos que van desde 2008 hasta el 11 de junio de 2011. Ese será uno de los primeros aspectos que tendrá que definir el tribunal, en caso de existir un juicio.
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Mónica Nandwani es miembro de una de las familias más reconocidas de Punta Arenas. Fueron ellos quienes construyeron el imponente templo hindú de la ciudad, y tienen negocios , entre otras cosas, en el rubro automotriz y en la zona franca. En abril, de hecho, inaugurarán en pleno centro de Santiago un lujoso palacio hindú, cuyos muebles fueron traídos desde la India. En la historia de las supuestas esclavas indonesias su nombre aparece por Yuli, la tercera en llegar.
Yuli llegó a Punta Arenas el 1 de febrero de 2010, siguiendo la misma ruta que Eva y Laila. La propuesta que le hicieron, dice ella, fue trabajar en un negocio con dos mujeres más.
En caso de probar que una de ellas era menor de edad, la pena que arriesgaría el acusado va de diez a quince años. Si son víctimas adultas, la pena podría ser de cinco años y un día.
—Me dice que acá se trabajaba bien, que uno era feliz. Allá yo tenía a mi mamá, a mi papá y a mis hermanos. Mi idea siempre fue mandar plata, comunicarme con ellos, tener días libres... pero todo era mentira
—dice Yuli, con un español muy difícil de entender. También dice que primero trabajó en el negocio de Pishu Lakhwani unos seis meses, y que luego la llevaron —sin decirle en ningún momento a dónde iba— a la casa de Mónica Nandwani.
Este cambio, Pishu Lakhwani lo explica así en su declaración:
Se generaron problemas entre ellas, por lo que decido que Yuli se fuera retornando a Singapur, sin embargo, Yuli me pide que la ayude a buscar otro lugar en Santiago o en Punta Arenas, pero en Santiago yo no tengo conocidos y por eso le busqué con Nandwani, en un almuerzo familiar. Ahí pregunté quién necesitaba una nana y Mónica me dijo que necesitaba, ahí le pregunté a Yuli y me dijo que sí, que no quería regresar.
Según Yuli, en esa casa tuvo que dormir en un sótano, que sólo tenía un sillón viejo. La historia que relata la defensa de Nandwani, sin embargo, es otra. Aseguran que tenía una pieza para ella sola, con baño privado y televisión. Niegan haberla privado de comida o tratado mal. De hecho, acusan que el interés de las tres mujeres es sólo sacarles dinero.
Yuli escapó en junio de 2011, tiempo después de que Eva y Laila abandonaran la casa de Lakhwani. Según Yuli, las dos la fueron a buscar y le dijeron que se fuera con ellas. Le dijeron que un gásfiter que había ido a la casa —y hablaba inglés— las había ayudado a escapar. Que aprovecharon el momento en que las niñas se fueron al colegio. Que corrieron y sólo miraron hacia atrás para asegurarse de que nadie las siguiera.
Más tarde, las tres mujeres fueron a la PDI, al Sernam, al INDH y a la fiscalía. En todos esos lugares han contado la misma historia. Hoy rehicieron sus vidas: Eva se casó y está esperando su primer hijo. Laila tiene un hijo pequeño y trabaja de garzona en un café del centro. Yuli también fue mamá y hoy atiende en un local de chocolates. Las tres hablan español y se preocupan de perfeccionarlo día a día. Dicen que no han vuelto a su país porque quieren esperar hasta el final: hasta recibir los sueldos que se ganaron y hasta que haya justicia por lo que dicen haber sufrido.
Cuando a Pishu Lakhwani le preguntaron por qué se fueron, su respuesta fue esta:
No me lo explico. Ellas estaban muy feliz y no tengo explicación porque en mi casa jamás se les maltrató, no podría hacerlo si ellas estaban al cuidado de mis niñas y mi religión no permite dañar o maltratar a las personas (…) Asumo que ellas querían quedarse en Chile, porque acá hay muchas ley buena para ellas. (…) Creo que lo que actualmente ocurre es puro chantaje.
Qué Pasa intentó conversar con la PDI de Punta Arenas, quienes fueron los primeros en recibir a las tres mujeres, sin embargo, el jefe de la unidad señaló que por instrucción de la fiscalía no pueden dar ninguna opinión al respecto. Hasta el cierre de esta edición, el juicio no tiene una fecha definida, ni tampoco las formalizaciones, si es que las hay.
Por ahora ellas esperan, y sus supuestos captores también.