"Yo siempre le rezo a mi virgencita para que me cuide a mis niños", dice Suzu, transformista en retiro, frente a un altar doméstico de la virgen de Pompeya. Suele rezar por Yenny, por Leila y por sus demás "niños", todos travestis que ejercen la prostitución en las calles de Santiago. Su familia escogida de corazón, a fin de cuentas, con quien comparte un departamento minúsculo. Pero esta noche la vieja Suzu, ciega aunque altamente perceptiva, reza por Kena, quien no aparece desde hace cuatro noches. Teme que haya sido atacada por sus rivales de la calle o por alguna pandilla de neonazis. Ese es el punto de partida de Pompeya, la obra escrita por Gerardo Oettinger y dirigida por Rodrigo Soto, que por estos días tiene funciones en un ciclo dedicado a los mejores estrenos de la temporada 2017 del GAM.
Cuando hemos visto circular en redes sociales delirios como "Pacto secreto Bachelet-ONU para importar haitianos a US$3.000 per cápita" o "Exilio de haitianos para mina de oro de Soros-Clinton" resulta más que oportuna la reposición de este montaje que aborda temas como la migración, la xenofobia, el racismo y la discriminación de manera cruda. Las posturas están en disputa. Por un lado está Suzu, con su memoria de atropellos durante la dictadura y su amplitud de criterio frente a la llegada de extranjeros, quien se une a Lucho, ex travesti que hoy ejerce de cafiche y que desde su óptica mercantil está dispuesto a integrar a la comunidad migrante completa en su negocio. Y en la postura opuesta figura Leila (un brillante Gabriel Urzúa), quien muestra un odio parido frente a los extranjeros, sobre todo si son colombianos y, especialmente, si ejercen la prostitución en las esquinas rivales.
Yenny, en tanto, tendrá una posición más ambigua frente al tema. Ella sólo quiere ser la Beyoncé chilena y dejar la calle. Su sueño es operarse y convertirse en una dueña de casa que espere al marido con la comida lista y las sábanas planchadas.
Además de las logradas actuaciones, con registros explotados al máximo en cada personaje (junto a Urzúa, Rodrigo Pérez, Guilherme Sepúlveda y Gastón Salgado), la obra sobresale por su frenético ritmo y por la transmisión de autenticidad en los diálogos. Oettinger, al modo de La Manzana de Adán (1990), la emblemática obra del grupo La Memoria, basó su escritura en testimonios y material documental sobre travestis, transexuales y transgéneros chilenos y extranjeros de Santiago. Por momentos nos parece estar escuchando una afilada crónica de Pedro Lemebel, por momentos nos trasladamos a los tiempos de la Tía Carlina. Pero luego volvemos a las redes sociales y al reflejo desnudo de un Chile que a veces nos da vergüenza.