Un niño ve una película de monstruos donde una horrorosa criatura rapta a la chica guapa e imagina un final distinto, en el que el monstruo y la chica se enamoran.
El niño se llama Guillermo del Toro y la película El monstruo de la laguna negra, un clásico del género fantástico de los años 50 y una de las inspiraciones para La forma del agua, la nueva cinta del director mexicano.
Del Toro, el director de los monstruos buenos (Hellboy), esta vez quiso ir un paso más adelante en su empeño por subvertir el género fantástico, con una cándida historia de amor que lo tiene a las puertas de ganar en los Oscar con 13 nominaciones.
Si El laberinto del fauno era una fábula ambientada en la guerra civil española, La forma del agua es un cuento de hadas situado en los años 60 de la Guerra Fría. Elisa (Sally Hawkins) es una de las trabajadoras encargadas del aseo en un laboratorio secreto del gobierno estadounidense, que custodia a un misterioso anfibio que los militares esperan usar como arma contra los rusos. Elisa es huérfana, muda y vive sola justo arriba de un cine. Su única compañía es un vecino jubilado (Richard Jenkins) que lleva una existencia tan solitaria como la de ella. Un día, Elisa comienza a comunicarse con la misteriosa criatura, lo que la llevará a enamorarse y emprender una aventura que cambiará su vida.
El género fantástico y hasta el policial se cruzan sin pudores en La forma del agua, porque en ese espíritu bastardo reside toda la fuerza del cine de Del Toro, que filma de forma impecable su tributo a los outsiders y a los olvidados de este mundo. Pero la historia no tiene muchos matices y rebosa ingenuidad. Así, lo mejor de La forma del agua es la extraordinaria Sally Hawkins, que se hizo conocida hace una década en Happy-Go-Lucky, de Mike Leigh. Esta actriz británica, maestra de las sutilezas, es el motor de todo, la que evita que el impecable formalismo se coma todo en un cuento de hadas que es lindo de ver, pero –seamos sinceros– fácil de olvidar.