Como en las buenas historias, en Ícaro todo comienza de la manera más impensada. El director de este documental, Bryan Fogel, era un admirador del ciclista estadounidense Lance Armstrong —siete veces ganador del Tour de Francia—, hasta que se descubrió que Armstrong se había dopado y había burlado los controles antidopaje durante años. Fogel quiso entonces hacer un documental para probar que el sistema antidopaje en el mundo del deporte era un fraude. Y lo quiso demostrar en cuerpo propio. Durante meses se preparó para participar en la competencia de ciclismo para aficionados más importante del mundo. Su entrenamiento consistió en un calculado consumo de drogas, pero la gracia era que no lo detectaran. Ningún científico lo quería ayudar, hasta que le recomendaron contactar al director del laboratorio antidopaje de Rusia, lo que le dio a su documental un rumbo inesperado. Ese hombre, Grigory Rodchenkov, tiempo más tarde sería clave para destapar uno de los mayores escándalos en el deporte mundial.
Estrenado por Netflix el año pasado, Ícaro acaba de ganar el Oscar a Mejor Documental, y su principal mérito es dar a conocer de primera fuente las denuncias de Rodchenkov, que acusaron a Rusia de haber implementado un programa de dopaje sistemático para hacer trampa en las olimpiadas, con apoyo estatal y la venia de Vladimir Putin. Sus acusaciones casi dejan a Rusia fuera de los Juegos Olímpicos de Río, y con una delegación reducida en los Juegos Olímpicos de Invierno de Pieonchang.
Sin ser un prodigio narrativo, Ícaro es un documental que parte desde la denuncia y termina convertido en un thriller. Lo mejor es Rodchenkov, un personaje tan increíble como carismático. Cuando recién conoce a Fogel y hablan por Skype, este rápidamente se gana su confianza. Lo suficiente como para conversar sobre sus perros y para que Rodchenkov cuente, casi como un chiste y sin culpa alguna, cómo los rusos burlan los mecanismos antidopaje.
La narración toma un ritmo más vertiginoso en la segunda parte, cuando Rodchenkov es despedido de su laboratorio y, luego de huir a Estados Unidos, decide contar toda su verdad en el New York Times. Su relato de cómo en 2014 Rusia burló los controles en los Juegos de Invierno en Sochi –donde obtuvo 13 medallas de oro–, cambiando las muestras de orina y con la ayuda de ex agentes de la KGB, supera a cualquier novela de espionaje.