Nunca sabremos muy bien qué mecanismos operan para que un escritor o una escritora salga de un día para el otro de ese país enorme de los autores "de culto" y salte en caída libre al mundo de los artistas populares. Hay demasiado azar y mucha gente involucrada en ese tipo de procesos, pero lo cierto es que en estos últimos meses todos pudimos asistir a uno de esos casos: la escritora canadiense Margaret Atwood se ha convertido en algo así como una estrella en el firmamento literario del siglo XXI.
En un mundo que idealiza la juventud, Atwood vive este momento de gran resonancia a sus 78 años. La escoltan más de 40 libros publicados en varios géneros. Empezó escribiendo poesía y nunca abandonó el verso, aunque su producción poética se fue volviendo intermitente a medida que las novelas voluminosas ocupaban todo su tiempo. La mujer comestible, de 1969, fue la primera. Eran los años fuertes de la segunda oleada del feminismo internacional y ese maridaje —el nacimiento de una narradora y la explosión de una lucha de género— terminaría marcando a Atwood como una de las referentes del pensamiento feminista, aunque ella, una y otra vez, se ha desmarcado. "Depende de a qué nos estemos refiriendo con feminismo, porque feminismo es un término tan amplio e impreciso como cristianismo", dice una y otra vez, alertando contra esas palabras-comodín que corren el riesgo permanente de vaciarse de contenido.
"Hubo una fila de tres horas para ver a Atwood, la autora de esa distopía siniestra que es El cuento de la criada."
Margaret Atwood tiene dieciocho doctorados honoris causa y muchos de los premios más encumbrados de las letras contemporáneas, del Princesa de Asturias al Booker, pero algo pasó cuando, recientemente, dos de sus libros se convirtieron en miniseries para televisión. Con ese salto, un cerco se rompió. Uno de esos libros es Alias Grace, de 1996. El otro es El cuento de la criada, que la autora escribió en una máquina de escribir alquilada cuando vivía en Berlín Occidental, en 1985, y que hoy se lee como una rara profecía, como una distopía siniestra que empieza a ser cada vez más realista.
En este contexto, la autora de El asesino ciego llegó a Buenos Aires para dar una conferencia en la Biblioteca Nacional. Había gran expectativa: los medios cubrieron los pasos previos con especial énfasis y se esperaba una afluencia considerable de público, pero nadie imaginó lo que verdaderamente pasó: tres horas de fila para ingresar a un auditorio que, por supuesto, no dio abasto y las autoridades de la Biblioteca tuvieron que instalar pantallas gigantes fuera del edificio, como si lo que se estuviera transmitiendo fuera un partido de fútbol. Se decía que había gente que llegó cinco horas antes para asegurarse un asiento en el auditorio. El público estuvo formado, sobre todo, por mujeres, pero allí no hubo sorpresa: nadie ignora que el futuro del libro es de las lectoras.
Cuando finalmente sonó la hora indicada, Atwood, vestida de negro, con un pañuelo rojo al cuello, subió al escenario en el que la esperaba Alberto Manguel, director de la institución, para conversar durante algo más de una hora. A la primera pregunta
—¿Cómo fue tu infancia?—, la escritora activó una máquina retórica imparable, veteada por corrientes eléctricas y cimentada sobre todo en una finísima ironía: el viejo truco de decir verdades terribles entre los pliegues de un chiste. Al minuto de empezar ya estaba imitando los sonidos de los pájaros del campo en el que creció. Manguel le preguntó, luego, por sus distopías y ella dijo que "en mis libros futuristas no pongo nada que no sea posible en este mundo. Y, de hecho, en El cuento de la criada no puse nada que no haya sido hecho por la humanidad. Es un modo, quizás, de protegerme: nadie me puede decir que tengo una imaginación perversa".
Más adelante, Alberto Manguel levantó la mirada y constató que el auditorio estaba lleno de gente joven, de lectores entre los 20 y los 30 años. Entonces le pidió a la canadiense que les diera algún consejo a los escritores que empiezan: "Lean, lean, lean. Escriban, escriban, escriban. Cuando escribes, nadie te está viendo. Nadie va a leer eso si no quieres. Prueba cosas. El cesto de basura te pertenece: úsalo. No tengas miedo. Educa tu propio gusto leyendo a otros y así también vas a aprender a estructurar una historia. Después llegarán otras instancias, mucho más adelante, como pelear con el diseñador de portadas, que siempre va a querer poner flores en la tapa si el libro lo escribió una mujer, cuando en realidad una le dice: 'bueno, mi libro no se trata exactamente de flores, sino de mucha gente que se muere'".
El aplauso, luego de las preguntas del público, fue largo y sonoro. Cuando la charla terminó, la escritora se sentó en una pequeña mesa y la gente fue pasando, como en una procesión, para que ella le firmara los libros. Dicen que durante su visita a Buenos Aires les leyó las manos a todos: a los periodistas que la entrevistaron, a los empleados de la Biblioteca Nacional. La mujer que empezó su conferencia emulando el sonido de los pájaros de su infancia y terminó entonando un par de estrofas del himno alternativo de su país se iba como una estrella de rock, asediada por un auténtico club de fans. Y cuando ya terminaba la noche, algunos, los más escépticos, se preguntaban: ¿esto que pasó es una prueba del poder de los libros o es, acaso, una constatación irrefutable del poder de las series, del reinado de Netflix? La pregunta quedó flotando en el aire.