Apenas cuatro días después de que se anunciara a los cuatro vientos la captura de Salah Abdeslam, el llamado "enemigo número 1" de Europa tras su participación en los atentados de París del pasado noviembre, otra vez el terror azota al Viejo Continente en su corazón. Bruselas, capital de Bélgica y sede de la OTAN y del Parlamento Europeo, nuevamente se convirtió en epicentro del yihadismo, tras la explosión de dos bombas en el aeropuerto principal de la ciudad y de un tercer artefacto en la estación de metro de Maelbeek, muy cerca de los edificios de las instituciones europeas.
No es apresurado especular sobre las razones del atentado. Más allá de la guerra, declarada por unos y soterrada por otros, contra grupos radicales como Estado Islámico —que se atribuyó el ataque—, es posible que lo de Bruselas tenga menos que ver con la situación en Siria y más con la verdadera cacería lanzada por las agencias de seguridad belgas en búsqueda de los responsables de los ataques de París. Podría ser, lo de Bruselas, un manotazo de ahogado de las últimas células terroristas aún no detectadas en la región, o —vaya horror— podría tratarse de apenas un capítulo más de esta novela donde los grandes centros de poder europeos se han convertido en objetivos legítimos para grupos radicales.
Por evitar meterse en la guerra de Siria, Europa terminó importando el conflicto y haciéndose parte de él ya no combatiendo sobre el terreno, sino cazando en sus propias urbes a unos enemigos, muchos de ellos nacidos y criados acá, que se defenderán de forma brutal. Bruselas es una prueba de ello. El problema para el Viejo Continente, en todo caso, va más allá del razonable temor a que en cualquier esquina se haga estallar un tipo cargado de explosivos, sino que tiene que ver con el espacio que abre ese miedo al discurso de grupos de extrema derecha. En Alemania, sin ir más lejos, poco a poco se pasó del "lo lograremos" de Angela Merkel, quien con esa frase buscaba convencer a los suyos de que el país era capaz de acoger a los miles de refugiados que presionan sus fronteras, al ya icónico "lo lograremos… nunca" que inunda las redes sociales y se ve en rayados murales.
Tras el atentado en París de noviembre, donde 130 personas fueron asesinadas, ya se oyeron las primeras voces que argumentaban que entre los refugiados que ingresaban a territorio de la Unión Europea de seguro había terroristas infiltrados. Sin mayores pruebas que la mera presunción, empezó a conformarse la idea de cerrar las fronteras, algo que finalmente cuajó de alguna manera con el reciente pacto firmado por la UE con Turquía, que básicamente impide el acceso de los solicitantes de asilo a Europa y los obliga a quedarse en el país gobernado por Recep Tayyip Erdogan, con la excepción de un número determinado de personas provenientes de Siria.
De ahí a que se lanzara la propuesta de acabar con el Acuerdo de Schengen, ese que permite moverse a los ciudadanos de 26 países de Europa y a los bienes producidos en ellos libremente dentro de esos territorios sin tener que pasar controles fronterizos, sólo había un paso. La idea ha sido puesta sobre la mesa, de forma más o menos seria, en distintos foros, lo suficientemente importantes como para que el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, dijera a mediados de enero que "Schengen es uno de los mayores logros de la integración europea. Sin Schengen, sin el libre movimiento de trabajadores, sin la libertad de los ciudadanos europeos para viajar, el euro no tiene sentido".
Mientras algunas aerolíneas ya advierten a sus pasajeros que realizan trayectos dentro de la zona Schengen de la necesidad de portar el pasaporte ante eventuales revisiones policiales, países como Suecia, Dinamarca, Noruega, Austria, Alemania y Francia han reinstaurado algunos controles fronterizos, en ciertos casos por convicción y, en otros, presionados por la coyuntura interna, elecciones en el horizonte y el crecimiento en las encuestas de los partidos que exigen reinstaurar la seguridad y poner fin a la oleada migratoria. Desde hace meses, la mayor presencia policial en aeropuertos y zonas sensibles dentro de las grandes ciudades es moderada, pero apreciable.
El escenario actual en Europa es el propicio para los discursos antiislamistas, como el que propaga el grupo Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente (Pegida, por sus siglas en alemán), que tuvo su segundo aire tras los ataques contra mujeres ocurridos el Año Nuevo en Colonia, en el este del país. O para el crecimiento de Alternativa para Alemania (AfD), que ingresó a tres parlamentos regionales germanos. O para que Marine Le Pen, del polémico Frente Nacional, figure entre los políticos mejor evaluados en Francia, pese a declaraciones como que la presencia de musulmanes en el país es como la ocupación nazi.
El terrorismo no es sólo una amenaza a la seguridad y a la vida de quienes viven en Europa. Es también un golpe a la esencia de la Unión Europea y una oportunidad para que el discurso xenófobo siga ganando adeptos. Los políticos toman nota de ello y repiten que ceder ante todo eso es garantizar el triunfo de quienes desean imponer el terror. Y mientras hacen esa declaración, llena de buenas intenciones, dan un paso atrás y cierran las fronteras. Y se impone la exigencia de pasaportes. Y se discute eternamente una solución a la crisis de los refugiados. Y las bombas siguen estallando.