El público delira porque lo que acaba de decir ese hombre no es un deseo, sino un hecho concreto. En Portsmouth, un pueblo de 20 mil habitantes en la costa del estado de New Hampshire, son las 8 de la noche del jueves 4 y Donald Trump ha afirmado que este año, sí o sí, lo terminará en la Pennsylvania Avenue. Esa calle es, para efectos de cualquier buen entendedor, la dirección de la Casa Blanca, el símbolo insuperable del poder del presidente de Estados Unidos.

Como el experto en entretención que es, Trump hilvana justo a continuación la historia que explica su certeza. En septiembre, cuenta, terminará el proyecto de renovación de la Old Post Office en Washington D.C., un viejo y precioso edificio situado a apenas dos cuadras de la residencia presidencial. "¡Vamos seis meses adelantados de los plazos!", dispara, y eso, que parece una frase sacada de una aburrida reunión de negocios, es miel para los oídos de los más de mil asistentes que llenan el gimnasio donde está hablando.

No es el único edificio que Trump está rearmando. El otro, por cierto, es más metafórico, pero su impacto puede ser mayor y más potente. La estructura del Partido Republicano está bajo amenaza con la entrada de un outsider energético, que sólo juega para él y que, en instancias como el último debate en New Hampshire del sábado 6, no duda en criticar al establishment del partido, aunque eso le signifique pifias. Un triunfo de Trump —que por ahora sigue siendo un escenario poco probable— significaría, con toda seguridad, la entrada de la retroexcavadora a ese edificio que aún no sabe a qué pilar aferrarse para seguir en pie. Y aunque le falta mucho, también es cierto que nadie hubiera apostado por una victoria hace varios meses, ni menos por el 34% de los votos y con casi veinte puntos de diferencia al más cercano rival.

Tras las dos primeras elecciones primarias, esta es la historia que hermana a los dos partidos. Acostumbrados a un control casi absoluto con el modelo bipartidista, los líderes se han visto sorprendidos y descolocados ante las bases.

El efecto es parecido, pero no igual, en el otro outsider que vivió su cuento de hadas en el estado: el senador Bernie Sanders. Porque, claro, Sanders —que también le sacó cerca de veinte puntos a Hillary Clinton— ha tratado de cuidar las formas. "Incluso en nuestros peores días, cualquiera de nosotros es mil veces mejor que uno de los republicanos", fue la frase que repitió jueves y viernes ante dos audiencias compartidas, la del debate con Clinton y la del acto del Partido Demócrata en Manchester, la capital del estado, que tuvo a ambos candidatos. Y lo que debiera ser completa alegría se traduce en preocupación, porque si bien Sanders está trayendo nuevos votantes al partido, casi la mitad de ellos —al menos en New Hampshire— no están decididos a apoyar a la ex secretaria de Estado si ella es finalmente la nominada.

Más aún, mientras los Clinton son algo así como el emblema del establishment demócrata en el último cuarto de siglo, Sanders ha mirado mucho del camino de ese partido desde fuera. Recién a fines del año pasado, y con la perspectiva de la carrera por la Casa Blanca, el senador aceptó dejar su preciada independencia, que había mantenido desde sus años como alcalde de Burlington en Vermont, sólo relacionado con un pequeño partido, el Progresista, que daba múltiples libertades a quienes se asociaban con ellos.

Tras las dos primeras elecciones primarias en la larga carrera presidencial, esta es la historia que hermana a los dos partidos. Acostumbrados a un control casi absoluto con el modelo bipartidista que funciona prácticamente sin excepción, los líderes se han visto sorprendidos y descolocados ante las bases. Dos sonoras pifias en direcciones opuestas reflejan esa tensión: la primera, la que le dieron los seguidores de Sanders y Clinton el viernes a Debbie Wasserman Schultz, la presidenta del Partido Demócrata. La segunda, la que recibió Donald Trump al hacer callar a Jeb Bush en el debate republicano del sábado, en un salón plagado de invitados vinculados al establishment de la colectividad. Las señales de advertencia están sobre la mesa, y las próximas semanas serán cruciales para saber si aún los dirigentes de ambos lados mantienen el control o se han visto sobrepasados por un electorado al que le cuesta entender.

LA NUEVA MAYORÍA DE SANDERS

La historia se repite desde Iowa hasta New Hampshire, pasando por Chicago: la madre vota por Hillary, la hija por Bernie Sanders. De cierta manera es lógico. Los jóvenes son hijos de la presidencia de Barack Obama, que sin ser demasiado izquierdista en una mirada global, ha impulsado políticas que se cuentan entre las más progresistas que ha visto Estados Unidos en las últimas décadas, como la reforma al sistema de salud (el "Obamacare") o el impulso decidido en cuanto a los derechos de las minorías sexuales, algo en lo que el propio presidente fue variando su posición inicial.

Ese Estados Unidos les parece aún insuficiente, y el discurso de Sanders, que habla de una "revolución política", reitera a quien quiera oírlo que la clave de los problemas está en la conducta de Wall Street y promete reformas, como unificar un salario mínimo a nivel nacional a 15 dólares la hora y un posnatal garantizado para las madres, suena como el "verdadero progresismo" tras ocho años con éxitos, pero también con muchas frustraciones y negociaciones de por medio.

"Él es muy audaz en promover el aumento del salario mínimo y hacer que la educación universitaria sea accesible económicamente para todos", dice Rachel Facey, una joven de 17 años que podrá votar en la elección general de noviembre, y que el viernes aprovechó que sus clases se cancelaron para ir a un acto del senador, aun cuando la nieve y el viento le golpeaba en la cara. "Me convencieron definitivamente sus pensamientos sobre el lado social de las políticas, matrimonio gay y derechos de las mujeres".

Las visiones de Sanders se enlazan con hitos ocurridos entre los movimientos progresistas durante la presidencia de Obama, como el movimiento Occupy Wall Street o la súbita fama de la académica Elizabeth Warren, una de las mayores críticas del comportamiento de los grandes magnates estadounidenses y que hoy está en el Senado tras decidir no presentarse en las primarias, aunque sus seguidores lanzaban campañas para convencerla.

La buena noticia para el Partido Demócrata es que su base seguirá aumentando por las tendencias demográficas y de migración, pero el riesgo que enfrentan es perder el monopolio de la centroizquierda e irse definitivamente más a la izquierda, un riesgo en un país en que las elecciones presidenciales terminan la mayoría del tiempo definiéndose por el centro. Hay un dato, sobre todo, que les quita el sueño a los líderes del partido. La elección de New Hampshire terminó en empate entre Hillary y Sanders entre quienes estaban registrados como demócratas. La diferencia se hizo entre los independientes que votaron en ese sector.

TRUMP, MI PEOR PESADILLA

Nadie puede culparlos de no haberlo previsto, pero sí de subestimar la magnitud. En 2012, tras el espectáculo lamentable de unas primarias con muchos candidatos de bajísima preparación, el Partido Republicano trató de ajustar las reglas de su mecanismo de nominación para evitar a toda costa que el proceso se volviera a repetir igual. Pero si el comentario en tono sarcástico entre los propios asesores de la colectividad era que la carrera republicana fue el "mejor

reality show

" del año, nadie esperaba que en 2016 la apuesta se doblara con una verdadera estrella de televisión y del

jet set

en la carrera.

El problema para los jefes del partido es que, a falta de uno, los dos ganadores de los estados en lo que va de competencia —Trump y Ted Cruz— hacen gala abiertamente de su desprecio por las autoridades republicanas. Cualquiera fuera el nominado, las consecuencias del giro serían tan inesperadas como amplias. Si bien Trump es más liberal en lo económico, sus propuestas en lo social rayan en la inaplicabilidad por temas de derechos humanos, como la gran muralla que propone que se construya en la frontera con México —y que sea pagada por México— o el registro de musulmanes que viven en Estados Unidos. Además, el hecho de que aún haya tres candidatos que pueden representar al sector moderado —Marco Rubio, Jeb Bush y John Kasich— ha impedido hacer un frente común interno contra el magnate y dirigir a uno de ellos los votos para frenarlo.

Para peor, las reglas de la nominación republicana son tan complejas y varían tanto entre los estados que cada día parece más posible un escenario en que ninguno obtenga el 50% más uno de los delegados, cifra necesaria para ser proclamado directamente en la convención del partido, que se hará en julio. Sin embargo, un escenario en que Trump y Cruz construyan una alianza podría tener efectos insospechados.

EL CAMINO DEL MEDIO

Es en este panorama que la noticia más importante y significativa de la semana no vino desde la carrera presidencial de ninguno de los dos partidos. El lunes 8, el ex alcalde de Nueva York y multimillonario magnate Michael Bloomberg anunció que estaba explorando una posible carrera presidencial. Aunque no lo dijo de forma directa, los trascendidos que anunciaban esa información una semana antes de que él la confirmara apuntaban a que la decisión sería tomada en relación a los resultados de las primarias. Una victoria de Trump o Cruz en el lado republicano aumentaría muchísimo la certeza de la candidatura de Bloomberg. Una victoria de Sanders entre los demócratas, también. Y ambos hechos en conjunto la harían prácticamente una realidad inmediata.

Una victoria de Trump o Cruz en el lado republicano aumentaría muchísimo la certeza de la candidatura de Michael Bloomberg. Una victoria de Sanders entre los demócratas, también. Y ambos hechos en conjunto la harían prácticamente una realidad inmediata.

Y ahí es donde empiezan las dudas y las carreras contra el tiempo. Los jefes demócratas deberán decidir en este descanso antes de seguir con las primarias, el sábado 20 en Nevada, si apuestan más decididamente por Hillary o se mantienen neutrales, dándole margen a Sanders para que pueda terminar de montar una sorpresa. En el lado republicano, ese mismo día se puede dar la batalla decisiva entre los moderados: Bush, Rubio y Kasich medirán fuerzas en Carolina del Sur, y quien gane entre los tres podrá reclamar el preciado "impulso" o momentum del que tanto hablan los medios estadounidenses.

Pero, de alguna forma, ésa es la tarea inmediata. La tarea más larga será entender quiénes y por qué están votando a esos outsiders cuyo discurso habla de rabia y falta de oportunidades, de un Estados Unidos vencido ante una China que se lleva sus fábricas y que no es capaz de mantener completamente bien el pulso en una economía más abierta. Por algo, tanto las poleras de Sanders como los gorros de Trump tienen la misma etiqueta: "Orgullosamente hechos en Estados Unidos".

Y, hasta el minuto, son los que mejor entienden la contradicción que nadie ha expresado mejor que el respetado medio Politico, que el martes, apenas un par de horas después de los triunfos de ambos, reseñó así lo que había pasado: "La tasa de desempleo de New Hampshire es sólo del 3,1%. La tasa de homicidios es la más baja del país, igual que la tasa de pobreza. Y los votantes de New Hampshire realmente quieren un cambio".