Era la tarde del pasado martes 13 de marzo, y el ingeniero Roberto Astete (43) estaba ansioso. Estaba parado en una tarima frente a los jurados de SingularityU Chile Summit, el concurso de emprendimiento de la universidad de la NASA y Google, en nuestro país. Los nombres eran intimidantes: entre ellos estaba Monique Giggy, directora de la firma de inversión estadounidense SU Ventures; Jamie Riggs, de ChileGlobal Angels; Cristóbal Silva, de Fen Capital, y Wilson Pais, gerente de Microsoft Chile. Ya les había mostrado la bolsa blanca que tenía en las manos, y les había contado el truco: se desvanecía al primer contacto con el agua. Incluso su socio, Cristián Olivares (42), había hecho la prueba, desintegrar una bolsa en un vaso de agua. Pero Roberto sentía que faltaba un golpe de efecto para llevarse el concurso.

Entonces lo hizo: levantó la bolsa hasta llevarla frente a su cara, abrió la boca y comenzó a mover su lengua sobre el plástico blanco, semitransparente. Fue suficiente: con un poco de saliva, su lengua traspasó la bolsa hacia el otro lado, ante la mirada atónita de todos los jurados. Luego le dirían que nunca habían visto nada igual. Y que era el ganador entre los diez finalistas.

"Queríamos inventar algo disruptivo, pero también rentable", dicen en Solubag. "Nadie va a salvar el planeta si pierde plata".

No le importa el escenario ni los protocolos. Cada vez que puede, Roberto repite ese truco, para impresionar a quien sea que dude de su producto. Su socio no se queda atrás: en la final del concurso se bebió el vaso de agua en donde antes había disuelto la bolsa. Es difícil imaginar qué habrá pasado por la cabeza de los miembros del jurado ante semejante espectáculo, pero cumplió su objetivo: Solubag, la empresa de ambos, fue elegida para una estadía de diez semanas en Silicon Valley, en donde SU Ventures y Singularity University los reunirán con inversionistas globlales, y los ayudarán a precisar su modelo de negocios para hacerlo escalable en Chile y en otros lugares del mundo.

Ahora, están los dos socios en un departamento en Las Condes, alistando los detalles para el viaje. En sus manos, otra vez, está la bolsa, que es casi igual a una bolsa típica de supermercado, pero de un material de textura similar a un guante de látex.

Otra vez la lleva frente a su rostro, y otra vez hace el truco.

—¿Viste? Así funciona —dice.

A través del agujero se ve su sonrisa satisfecha.

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La historia de Roberto Astete con el plástico comenzó hace una década. Durante años vendió maquinarias para fabricar este material en la firma Noblesse, y luego entró en el mercado del reciclaje, como gerente de Ventas de la empresa austriaca Artec. Pero fue en 2016, cuando comenzaron las restricciones para usar bolsas de plástico en supermercados en Concepción —la ciudad en que vive—, que la idea empezó a rondar en su cabeza: cómo inventar un material que fuera capaz de reemplazar el plástico, pero que no demorara, como éste, más de un siglo en degradarse, ni dañara tan severamente el medioambiente.

Lo conversó con un amigo suyo, el abogado Alejandro Castro, y primero pensaron en cómo inventar un recipiente de algo similar al plástico —para, por ejemplo, encapsular detergentes—, que no resistiera el contacto con el agua. Pero eso lo harían después, porque el ingeniero comercial Cristián Olivares los convenció de ir por el premio mayor: inventar una bolsa similar a las plásticas, pero que no contaminara el océano. El negocio sería enorme.

—Nosotros queríamos inventar algo disruptivo, pero también rentable —dice Cristián Olivares—. Muchos quieren salvar el planeta, pero nadie va a salvar el planeta si pierde plata. Nadie.

Lo primero, entonces, fue crear una empresa, Solubag, y lo siguiente experimentar. Roberto Astete, que creció en una familia de industriales textiles y tenía mayor experiencia en el mundo del plástico, fue el encargado de buscar la fórmula. Comenzó a viajar a China varias veces al año, donde tenía contactos en la industria, para buscar una empresa con la capacidad de experimentar con materiales como los que estaban pensando. La encontraron en Guangzhou, una ciudad del sur de China famosa por su industria tecnológica, en donde conocieron al ingeniero químico Yue Fei Chui, que estaba realizando pruebas similares en plástico.

Según Astete, el químico chino le contó que llevaba años investigando en torno a la idea de hacer un plástico soluble, y que si estaba interesado, podían desarrollarlo juntos. Durante meses, afinaron distintas soluciones para emular las condiciones mecánicas y físicas del plástico, su elasticidad y su resistencia. Al fin, lograron llegar a una fórmula en base a alcohol polivinílico —un componente extraído del gas natural—, carbono e hidrógeno, más otros elementos que no revelaría a nadie. Es su fórmula secreta. Al entrar en contacto con el oxígeno del agua, el material libera hidrógeno y la cadena molecular se destruye, diluyéndose.

Una vez que tuvieron una versión definitiva, la patentaron y decidieron testearla en distintas empresas de certificación, para medir su biodegradabilidad. Lo esencial, dice Roberto, era demostrar que la bolsa que habían inventado podía diluirse sin necesitar condiciones de calor, humedad, luz y estrés especiales, como otras del mercado. De ser así, podrían generar un impacto.

—Queríamos producir una alternativa para que no siga contaminándose el medioambiente —dice el ingeniero Roberto Astete—. Sabemos que no seremos la única solución, pero queremos ser un aporte, y la bolsa es lo más visible. Con ese pequeño aporte podemos cambiar muchas cosas.

Una vez con la bolsa en sus manos, Roberto volvió a Chile para crear un plan de negocios. Sabía que en Chile se producen 3.400 millones de bolsas plásticas al año, y necesitaba convencer a la industria de que remplazara una parte de ellas por la suya.

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Luego de viajar a Estados Unidos y conseguir que la FDA —el ente de regulación de comida y medicamentos más importante del mundo—, testeara que sus bolsas no dañaban el organismo, a fines de 2016 Roberto Astete y sus socios de Solubag comenzaron a producir los primeros tirajes de bolsas. Desde entonces han llegado a producir hasta 300 toneladas por mes, pero todavía no tienen los clientes ni la capacidad para una operación mayor. Las bolsas, por ahora, las acopian en bodegas.

Según las estimaciones del Centro de Sustentabilidad de la Universidad Andrés Bello, un chileno promedio consume unas 500 bolsas al año. Ahí, dicen ellos, está el negocio, aunque el problema todavía es el precio. Si una bolsa grande de plástico puede costar 20 pesos, una bolsa soluble difícilmente baja de los 70 pesos. Aunque en producciones mayores, creen en Solu Bag, los precios deberían bajar. Sin embargo, todo depende de convencer a los clientes de que vale la pena invertir más por un producto que hace menos daño. Y también de educar a los consumidores.

—Lo importante de todo esto es que el usuario de la bolsa se responsabilice del material, porque la podrá usar hasta diez veces —dice Roberto Astete—. Pero cuando se rompa tendrá la opción de echarle agua y deshacerse del problema.

En tanto, en Solubag imaginan nuevos productos. Ya están produciendo cápsulas solubles para detergente de lavarropas y han vendido a algunos hospitales sábanas desechables que se disuelven con agua. Pero están convencidos de que aún hay una gran gama de productos solubles que podrían desarrollar.

Sólo se necesita imaginación y la fórmula correcta.