En el cuarto, que es diminuto —apenas entran tres sillas alineadas contra un mesón, unos pocos libros amontonados, un notebook—, lo único que hay en funcionamiento es un cerebro. En la pared, en una vieja pizarra que ha perdido uno de sus clavos y se sostiene como un rombo, ese cerebro ha rayado unas letras ininteligibles con un marcador verde. Apoyado sobre un libro, en una repisa vieja, el pequeño cráneo de un monito del monte observa.

—Ese cráneo es el único que tengo. Y éste —dice apuntándose a sí mismo Tomás Ossandón, un pelirrojo risueño con pinta de cantante folk, que a sus 34 años está a punto de inaugurar un laboratorio de neurociencia con una misión muy específica: comprender qué sucede con el cerebro cuando no tiene ningún estímulo externo. Cuando más se parece a nosotros mismos.

Para eso, en enero pondrá en marcha un proyecto Anillo que juntará detrás de esa pregunta a ocho cerebros de la U. Católica, de la U. de Valparaíso y del Hospital Neuropsiquiátrico. Pero mientras ese laboratorio no exista, debe pasar los meses aquí, en esta habitación del Centro Interdisciplinario de Neurociencia de la UC, donde apenas se ve, por una ventana, a alguna paloma —un animal que ha estudiado con fascinación— volar de vez en cuando. El día anterior, Ossandón ha dado una charla para empresarios televisivos, en el Congreso de Neurociencias, Educación y TV organizado por DirecTV en la U. Católica, y ha dicho algunas verdades. Una, sobre todo: que casi todo lo que les enseñan los colegios a sus alumnos sobre el cerebro son mitos, y que el mayor de todos es esa idea absurda de que sólo ocupamos el 10% de nuestro cerebro. Ese error, explica el doctor en Neurociencias de la Université Claude Bernard Lyon 1, tiene de todas formas una base científica: la creencia de los neurocientíficos durante décadas de que el cerebro sólo se activaba frente a estímulos, y que el resto del tiempo permanecía en reposo; que esas regiones —las estimuladas— eran las que ocupábamos.

—Es como si al mirar un cielo estrellado, sólo una estrella fugaz te activara cerebralmente –dice Ossandón–. La neurociencia se dedicó mucho tiempo a estudiar el sistema reflejo, y gracias a eso mapeamos la corteza temporal. Pero es insuficiente para entender el cerebro. El periodo más largo de nuestras vidas, el tiempo cerebralmente sin estímulos externos, es lo que menos hemos estudiado.

La patada que derribó esa puerta del cerebro la dio en 2001 el investigador Marcus Raichle, de la U. de Washington, al publicar un paper revolucionario en que demostró que hay una serie de regiones del cerebro —la posterior singular, la prefrontal-medial, entre otras— que se desactivan al unísono frente a estímulos externos activos, y que sin embargo son algunas de las regiones con el consumo metabólico más alto de todas. La idea detrás de esta idea: que hay toda una maquinaria cerebral que está siempre funcionando, y que se activa especialmente ante tareas muy internas, como la abstracción o la empatía, y que si no funciona bien tiene responsabilidad en trastornos como la esquizofrenia, el déficit atencional o la depresión mayor.

—En esa red, en sus interacciones, de cierta forma está el yo, lo que hace que siempre sepas quién eres, salvo que tengas une estímulo externo muy eficiente. No existe un estado de reposo, sino una red por defecto, que permanece activa y que es lo más cerca de la idea de nosotros.

Ossandón agrega que, cuando inaugure su laboratorio, a comienzos del próximo año, pretende estudiar el comportamiento de ese sistema ante dos tratamientos invasivos en patologías relacionadas con él: la esquizofrenia y la epilepsia en pacientes que no respondan al tratamiento. Para la primera, lo que harán será medir la actividad de esa red basal ante la presencia de fármacos, y con la segunda, observar qué sucede cuando a los pacientes les extirpan el lóbulo temporal interno.

Entender la forma de operar de ese mecanismo —"la dinámica intrínseca del cerebro", dice el neurocientífico— sería la puerta de entrada a todas las demás preguntas.

LA SINFONÍA CEREBRAL

Ossandón no tiene claro si la alta prevalencia del síndrome de déficit atencional en Chile es un tema de sobrediagnóstico o un problema real de salud pública. Hoy está escribiendo un artículo que puede ser clave para el futuro diagnóstico y tratamiento del mal.

Todo comenzó con una frase de Francisco Varela. Era el año 2000, Tomás Ossandón estaba en primer año de Biología y había conseguido entrar como ayudante al laboratorio más famoso de la U. de Chile, el de Neurobiología y Biología del Conocer, donde Varela y Humberto Maturana habían postulado la autopoiesis. Esa tarde, el más joven de los dos biólogos, que moriría un año después en Francia, les dijo que si estudiaban el cerebro desde una perspectiva matemática, entenderían que era como una orquesta. Que podía tener sonidos raros en ciertos momentos de la melodía, pero que en esencia era eso: una armonía, algo que sucedía como una red.

Antes de eso, Ossandón había sido un niño aplicado que había estudiado en el Instituto Nacional, que había sido dirigente estudiantil secundario, y que se había decantado finalmente por la ciencia, aunque tenía pretensiones literarias: había llegado a asistir a un taller de Roberto Bolaño. Pero las palabras de Varela le fueron germinando su primera obsesión: comprender la sincronía —la temporalidad— con que actúan las partes del cerebro en su conjunto para, por ejemplo, generar una imagen. Su opción, en una universidad que no tenía laboratorio de neurociencia humana, fue observar animales. Primero estudió los mecanismos cerebrales en la visión de moscas y en el olfato de ranas, y luego pasó a palabras mayores: en 2005 publicó en The Journal of Neuroscience su primer trabajo sobre la visión de las palomas, un ave capaz de percibir infrarrojos y ultravioletas, que ve el mundo mucho más parecido a lo que realmente es que nosotros. Las palomas reciben el impulso externo de forma directa; nuestros ojos, de linaje de animales nocturnos, ven poco, infieren mucho, y reinventan la imagen desde la red cerebral.

Esos trabajos, cuenta, lo llevaron a hacer su doctorado a Lyon, al laboratorio de Jean-Philippe Lachaux, uno de los discípulos de Varela, justo al lugar y momento donde debía estar para sumergirse en el lado oculto del cerebro. En ese laboratorio —mientras se mantenía a duras penas ofreciéndose como voluntario para pruebas de fármacos y experimentos en hospitales— tuvo acceso a un estudio irrepetible: unos ochenta enfermos de epilepsia refractaria iban a que les introdujeran electrodos en sus cerebros, y pasaban semanas esperando un ataque que mostrara la raíz cerebral del trastorno, y que les localizaran las funciones neuronales a cuidar en la extirpación. En los días que pasaban entra la espera y el ataque, ellos podían buscar otras respuestas en esos cerebros mapeados.

Ossandón, que se levantaba todos los días a las 5 de la mañana para pasar todo el día haciendo mediciones, publicó en 2011, otra vez en The Journal of Neuroscience, uno de los papers más importantes de su carrera: habían descrito, junto a Lachaux, electrofisiológicamente, cómo ciertas regiones de la red por defecto se apagaban ante tareas de concentración. Es decir, cómo para hacer foco en el mundo, el cerebro humano desconectaba su sistema básico.

Cuando volvió a Chile, poco después, ya tenía un nuevo foco: desentrañar cómo funciona la atención del cerebro, cómo y por qué determina lo que percibimos del mundo. Chile, con una de las tasas de déficit atencional más altas del mundo, parecía un buen lugar para estudiarlo.

LO QUE VEMOS Y LO QUE NO

—Mi atención es un desastre. Yo podría haber sido uno de los casos que estudio hoy: me cuesta seguir una conversación, siempre estoy pensando en otras cosas —dice Ossandón, sentado en la sala donde recibe semanalmente a niños con déficit atencional para sus estudios—. Es algo recurrente en los neurobiólogos, tratamos de arreglarnos a nosotros mismos. Por suerte, en lo que yo hago no importa perderte en tus pensamientos.

De niño, sus padres habían sido alertados por sus profesores de su incapacidad para poner atención y de la posibilidad de que tuviera déficit atencional. Ya entonces en Chile era un trastorno extrañamente común: a diferencia del mundo, donde las tasas rondan entre el 5 y 7% de los niños, en nuestro país uno de cada diez niños está diagnosticado con déficit, y es el único donde las mujeres igualan en prevalencia a los hombres. El neurocientífico, que no tiene claro si se trata de un tema de sobrediagnóstico o de un problema real de salud pública —en ese caso, dice, el nivel de competitividad de la sociedad chilena podría ser una causa—, está escribiendo un artículo que puede ser clave para el futuro diagnóstico y tratamiento del mal. Luego de tres años, desde que en 2012 comenzó a trabajar en el tema con Francisco Aboitiz, director del Centro Interdisciplinario de Neurociencia UC, y tras analizar a medio centenar de niños con y sin problemas de atención, tiene entre manos lo que podría ser el primer marcador biológico para diagnosticar el nivel de alerta de un niño: el diámetro de sus pupilas, en relación a la actividad cerebral del tronco encefálico. Con los resultados afinados, explica Ossandón, podrán evaluar el efecto concreto de medicamentos en la atención de un niño.

En el camino se ha ido fascinando con el fenómeno de la atención, la forma en que el cerebro decide qué percibimos del mundo y qué no, cómo filtra el porcentaje que deja ingresar al sistema, y cómo luego lo vuelve a evocar, deformado siempre por la emoción. En esa línea, están realizando un estudio en cincuenta niños para medir cómo los impulsos emotivos alteran la memoria de trabajo —introduciendo imágenes de animales en medio de pruebas de concentración—, y en enero llevarán el mismo ejercicio, a escala mayor, a pacientes con depresión. La idea es medir la efectividad de los tratamientos que intentan regular la actividad noradrenérgica, es decir, que buscan reactivar su reacción a los estímulos, cambiando las imágenes infantiles por fotos violentas.

Lo que lo motiva, dice Ossandón, no es buscar tratamientos para esos males, sino encontrar una respuesta a la pregunta que está detrás: cómo funciona, o cómo deja de funcionar esa red latente del cerebro en la que, de alguna forma, habita cada ser humano.

—Lo que realmente quiero es describir electrofisiológicamente ese equilibrio, esa armonía. Entender la dinámica en tiempo real del cerebro, y así poder predecir sus estados de conciencia.

Luego agrega, con el cráneo de un pequeño mono mirándolo en un lugar demasiado chico para sus planes:

—Creo que las únicas formas del conocimiento que sirven para entender quiénes somos son la filosofía y ésta: la neurociencia. Yo luego quisiera estudiar la conciencia. Pero ya tengo suficientes preguntas para un par de décadas.