El senador Andrés Allamand ha levantado una idea que parece seducir a buena parte de nuestra clase política: el régimen semipresidencial. Éste se caracteriza por separar las funciones de jefe de Estado y jefe de Gobierno, que pasa a ser responsable frente el Parlamento. Si se quiere, es un intento por disminuir la figura presidencial, que en Chile tiene una preponderancia excesiva. La vieja fronda, hay que decirlo, nunca se ha sentido a gusto con el presidencialismo, que siempre ha necesitado de circunstancias críticas para imponerse. En consecuencia, este híbrido asoma como una respuesta equilibrada para enfrentar las dificultades objetivas de nuestro régimen: después de todo, Chile posee una tradición presidencialista demasiado marcada para pensar en parlamentarismo.
Con todo, la solución está más cerca de la ilusión que de la realidad. En sus definiciones fundamentales, los regímenes políticos no soportan demasiada ambigüedad: no se puede ser blanco y negro a la vez. De hecho, no existe tal cosa como un régimen semipresidencial, y la experiencia francesa es clara al respecto. Cuando el presidente cuenta con mayoría parlamentaria, se trata de un régimen presidencial exacerbado (pues se acumulan las atribuciones de ambos regímenes); y si el presidente es minoritario, es un régimen parlamentario plagado de confusiones. En este supuesto, el presidente (con la legitimidad del sufragio universal) se convierte en el principal enemigo del primer ministro, y no trepida en utilizar todos los medios disponibles para entorpecerlo. Las Relaciones Internacionales, por ejemplo, quedan en un curioso estado de indefinición que diluye las responsabilidades. El legendario comportamiento de Mitterrand en cohabitación es un buen ejemplo de todo esto: obstaculizó todo cuanto pudo la acción del gobierno, se negó a firmar ordenanzas apelando a alambicadas interpretaciones constitucionales, e hizo callar a Chirac en una cumbre internacional.
En suma, se trata de un régimen frágil, donde priman las jugarretas políticas de corto alcance. Por lo demás, cabe recordar que el híbrido de la Quinta República tiene un origen histórico bien singular. Al volver De Gaulle al poder en 1958, obtiene atribuciones para redactar una nueva Constitución, pero los parlamentarios le exigen una condición: el régimen ha de ser parlamentario. Sin embargo, el diagnóstico del viejo caudillo era lapidario con el parlamentarismo de la fallida Cuarta República y, por eso, no se le ocurre nada mejor que elaborar una Constitución presidencialista y parlamentaria a la vez, esperando imponerse luego por la vía de los hechos.
En virtud de todo lo anterior, los mismos franceses (que llevan más de dos siglos intentando unir la democracia con la tradición monárquica) reformaron el sistema, haciendo calzar los períodos parlamentarios y presidencial, y adelantando en algunas semanas la elección del primer mandatario. Así, las posibilidades de cohabitación se volvieron mínimas: hoy por hoy, Francia cuenta con un régimen presidencial, donde el primer ministro responde al jefe de Estado; e incluso un tipo tan frágil como Hollande ha conservado esa primacía. En otras palabras, si nuestra fronda quiere controlar al presidente, debe buscar medios más efectivos, y también más explícitos. De otro modo, el remedio puede ser peor que la enfermedad: la figura presidencial diluye su responsabilidad al mismo tiempo que se fortalece. Sobra decir que la grave crisis que afecta a nuestro sistema representativo exige más bien avanzar en la dirección contraria.