En el caso del Sename y la crisis estructural que arrastra desde hace años la tentación es fuerte: culpar al Estado y desconocer la apatía sistémica que ha rondado a este servicio que durante años dejó de ser una prioridad para todos los gobiernos.
Pero también lo es la de buscar culpables individuales, palpables, condenables.
Si bien no se puede desconocer el catastrófico yerro del Estado en la institucionalidad encargada de velar por el cuidado de los niños del país, no fue hasta que se conocieron las muertes que pasó a ser un escándalo nacional.
El caso de Lissette Villa, que en 2016 murió producto de un paro cardiorrespiratorio en un centro del Sename, logró dar luz a una terrible realidad. A meses de su deceso, un informe de la institución reconocía 1.313 fallecimientos en un lapso de 11 años.
Han pasado casi dos años desde que se conoció la crisis y, como país, seguimos buscando un culpable. Reformas estructurales, presupuestos de emergencia, cambios o actualización de protocolos de atención, no se conocen.
Pero tampoco la sociedad civil ha sido capaz de asumir una culpa que duele: que más de 15 mil niños dependen de la atención de una institución en crisis y cuestionada, lo que poco parece importar.