En 1986, poco después de volver de una estadía en París, Francisco Reyes recibió una invitación para actuar en una pieza del director teatral Andrés Pérez, quien por esos años trabajaba en el legendario Théâtre du Soleil de Francia. El creador de La negra Ester (1988) andaba de viaje por Santiago y decidió montar una obra callejera, algo así como una acción fugaz y medio improvisada en la que mezclaba música, canto y pantomima, y en la que, detrás de una serie de metáforas, escondía alusiones a la dictadura. El título era Todos estos años y el elenco estaba formado por amigos de Pérez, todos actores desconocidos por entonces: María Izquierdo, Willy Semler, Ximena Rivas, Aldo Parodi, Roxana Campos, Jaime Lorca, Tito Bustamante, Rodolfo Pulgar y Maya Mora.
—La dinámica de esos años era superrápida. Irrumpíamos en espacios públicos y mostrábamos un trabajo que duraba entre 10 y 15 minutos. Andábamos con un par de andamios que acarreábamos, nos instalábamos, hacíamos la obra, pasábamos el sombrero y partíamos —recuerda Reyes, que en ese tiempo pololeaba con Carmen Romero, una joven que había conocido en el barrio Bellavista, donde vivían los dos, y que había ayudado en labores de producción al grupo valdiviano Schwenke & Nilo, formado por dos músicos amigos.
" Para nosotros, actores, y para el teatro chileno en general, el festival ha sido fundamental. Por su visibilidad, nos enfrentó a exigencias de producción y nos impulsó a aspirar a más"
Los actores, equipados con zancos, megáfonos y disfraces se instalaban en lugares como la Plaza de Armas o el Parque O'Higgins y empezaban a actuar:
—Siempre llegaban los carabineros y necesitábamos a alguien que nos ayudara a detenerlos o a distraerlos, que recolectara también las lucas y las repartiera. Yo le dije al Andrés: "Oye, la Carmen Romero, mi compañera, puede servir para esto". Se la presenté, se conocieron y no se separaron más —cuenta el actor, en una pausa durante las grabaciones de la teleserie nocturna de TVN Dime quién fue. Romero asumió luego la producción de La negra Ester, obra que se convirtió en la gran escuela de quien más tarde sería la directora del festival de artes escénicas Santiago a Mil, el evento cultural más grande de Chile.
La democracia llegó y la actividad teatral siguió siendo gusto de unos pocos. "El teatro es la fiesta de un grupo determinado, casi de una secta, y no de una afición masiva, como antes. Su público ha ido quedando en aquellos a los que el teatro realmente les importa", escribió en 1994 el crítico Juan Andrés Piña. El éxito de La negra Ester, que con sus seis millones de espectadores en todo el mundo se convirtió en la obra chilena más vista de la historia, demostró que el teatro podía atraer a cantidades masivas de público. A eso se sumó la realización del Festival Mundial Teatro de las Naciones en Santiago, en 1993, primer gran hito del teatro de posdictadura.
—Después de todo eso nos picó el bicho de "qué ganas de reunir a las compañías y a los trabajos que se han hecho durante el año y han sido tan poco vistos". Queríamos más visibilidad. En los 90, con la democracia a medio funcionar, los teatreros teníamos la ansiedad de conseguir espacios, de crear lugares, y se abrió la Estación Mapocho como un centro cultural sin programación. Era un gran edificio en el que no se sabía qué poner adentro —explica Reyes, quien junto a Carmen Romero, Evelyn Campbell —amiga de infancia de su pareja—, Alfredo Castro, Juan Carlos Zagal y Mauricio Celedón, fundadores de las compañías La Memoria, La Troppa y Teatro del Silencio, respectivamente, empezaron a conversar la idea de fundar un festival en ese lugar.
El evento, que partió en 1994 con sólo cinco obras, hoy suma 887 espectáculos nacionales y 366 extranjeros montados desde entonces; ha reunido unos 900 artistas de 45 países y ha convocado, según los cálculos, 10.445.500 espectadores. Lo que partió como una empresa artesanal, como una idea de un grupo de amigos con ganas de hacer teatro, creció a niveles impensados. Romero y Campbell se hicieron cargo de la producción; Francisco Reyes, en tanto, continuó en lo suyo y se dedicó a actuar en teleseries, obras de teatro y películas, aunque no dejó de seguir de cerca el evento.
—Mi rol en el festival es, por una parte, personal; es ser la pareja de la directora, y eso implica un ámbito de conversación permanente, que es informal. Aparte de eso, desde hace varios años soy miembro del directorio, organismo que establece las líneas de acción y que discute el rumbo del festival cada año, por ejemplo, cómo desarrollamos la línea formativa, hacia qué países apuntamos o cómo generamos un mayor vínculo con la gente —explica.
Este 2018, en que Santiago a Mil cumple 25 años, el foco estará puesto en sus orígenes: se volverán a montar obras de La Troppa, se recordará el Teatro La Memoria con una exposición, el Teatro del Silencio estrenará un trabajo nuevo y se homenajeará a Andrés Pérez y a Alfredo Castro.
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La historia de Santiago a Mil es también la historia de las políticas culturales de los gobiernos posdictatoriales: fundado poco después de la creación de los Fondart, en 1992, el evento logró sobrevivir en un medio artístico precario a través de un modelo de financiamiento híbrido con dineros públicos y privados, principalmente, a partir de fondos del Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, de una subvención presidencial anual y de aportes de la empresa Minera Escondida. Con el tiempo, el festival se convirtió en una máquina de gestión cultural: además de los espectáculos de artes escénicas que presenta en enero, crea instancias de formación teatral y de público; produce obras, organiza giras y ciclos de teatro, y trae a Chile una extensión del Festival de Teatro de Buenos Aires.
—La Fundación Teatro a Mil (Fitam) de repente empezó a ser casi una política pública, pero no lo es ni tiene por qué serlo —dice Reyes—. Ha sido una iniciativa privada de gente reflexiva y pensante, personas que ponen una enorme energía y trabajo. La red nacional e internacional de colaboradores que existe hoy no se creó por la plata, sino por el encanto: una de las fuerzas principales es la gestión es seducir a directores y productores extranjeros; a los gobiernos de otros países para que apoyen. ¿Quién quiere venir a Chile? Somos una cosa rara, el fin del mundo, una estación terminal. Por eso hay que tener razones para venir, y evidentemente no son económicas. Esto es pura gestión, pura seducción.
El actor de Una mujer fantástica, de Sebastián Lelio, película chilena nominada a los Globo de Oro 2018, volverá a ser parte este año de la programación del festival con la pieza La desobediencia de Marte, basada en un texto del mexicano Juan Villoro, dirigida por Álvaro Viguera y protagonizada por Reyes y Néstor Cantillana. Esa posición en el elenco de una obra le permite mirar el evento desde otra perspectiva:
—Para nosotros, actores, y para el teatro chileno en general, el festival ha sido fundamental. Cuando esto empezó, todo había sido desmantelado por la dictadura; había un trabajo teatral de trincheras. Santiago a Mil, por su visibilidad, nos enfrentó a exigencias de producción: se abrían espacios, se llegaba a más gente y eso obligaba a ser más riguroso y a profesionalizarse. Luego empezaron a venir las mejores compañías del mundo con espectáculos que nos dejaban atónitos por la producción y los recursos. Eso te impulsaba a aspirar a más: ya no queríamos una sala con 20 butacas de palo, sino un espacio donde pudiéramos fantasear.
Este año, por ejemplo, vendrán a Santiago algunos de los directores teatrales más importantes del mundo, como el estadounidense Robert Wilson, el polaco Krystian Lupa y el francés Angelin Preljocaj. Una programación de este nivel, dice Reyes, ha sido esencial para subir los estándares del teatro chileno y para calmar la ansiedad de los creadores locales por conocer lo que se hace afuera y adentro del país:
—Fitam ha sido un aporte enorme en la formación de artistas, productores teatrales y todos los que giran alrededor de este mundo. Se han creado escuelas de dramaturgia itinerantes, laboratorios y otras instancias que han sido una gran escuela. Además, ha dado a conocer las artes escénicas a miles de personas, y ahí "La pequeña gigante" fue un hito. Hoy puedes ir al teatro y encontrar gente que no pertenece a ese ambiente. Hasta hace poco uno actuaba para los compañeros, para los actores, los amigos, la familia. Hoy va gente de todo tipo —explica.
Un cuarto de siglo más tarde —y retomando las palabras de Juan Andrés Piña—, Santiago a Mil cambió la historia: el teatro dejó de ser la fiesta "casi de una secta" y volvió a ser una afición masiva.