En 1952 Jonas Salk descubrió la primera vacuna contra la poliomielitis. Nacido en 1914, Salk sobrevivió a la epidemia de polio que azotó a su Nueva York natal y que mató 60 bebés por día. Su descubrimiento no estuvo exento de cierta dosis desconfianza inicial sobre eventuales efectos secundarios de la vacuna. "Es segura y nada puede ser más seguro que lo seguro", replicaba Salk en un reportaje de la revista Time. Y así fue.
Pese a que las vacunas han sido una de las mayores contribuciones científicas de la historia, salvando millones de vidas, tienen detractores. En los últimos años, con los llamados movimientos antivacuna, ha proliferado la moda de no vacunar a los hijos. Estados Unidos, con una tasa de vacunación significativamente inferior a la de otros países desarrollados, es un caso emblemático. Y algo similar pudiera estar pasando en Chile. Hace poco se supo de una pareja que tuvo que ser obligada por la Corte Suprema a vacunar a su bebé contra la tuberculosis.
Estos grupos se apoyan en la creencia de que las vacunas causarían severos trastornos. Por cierto, sin evidencia científica de respaldo o, peor aún, influidos por estudios fraudulentos. El más influyente y célebre fue uno publicado en 1998 en la revista médica The Lancet. Este sostenía que la triple vacuna contra el sarampión, la rubéola y las paperas, podía generar autismo. Años más tarde, se demostró el fraude. Uno de los mayores engaños médicos del último siglo según la revista Annals of Pharmacotherapy.
Además de los supuestos riesgos para la salud, se invocan motivos religiosos y místicos los que -vaya paradoja- rayan más bien en el oportunismo o eso que los economistas llamamos free riding (viaje gratis). ¿Por qué? Simplemente por la lógica de la inmunidad colectiva. Si todos se vacunan y usted místicamente decide que no, la probabilidad de que usted se enferme es baja.
Pero cuando muchos hacen ese razonamiento, el viaje gratis puede tornarse en uno insalubre. Ello porque, al desafiar el principio de inmunidad colectiva, se puede poner en jaque la salud pública. Y es que mientras menos personas vacunadas haya, mayor es el alcance y velocidad de propagación de una enfermedad contagiosa. Ello no sólo afecta a los hijos de padres que decidieron no vacunarlos. También arriesga a personas que, por razones médicas y de incompatibilidad (por cierto las hay) -no por decisión propia- no pudieron ser vacunadas.
Los antivacunas reclaman el derecho de los padres a decidir si vacunan o no a sus hijos contra enfermedades graves. Pero resulta simplista reclamar la preeminencia irrestricta de la autonomía de los padres. Por de pronto, en esta discusión hay tres elementos en conflicto: el derecho de los padres, el derecho de los hijos y la salud pública.
Parece claro que el derecho preferente de los padres no les da ni posesión, ni carta blanca para tomar cualquier tipo de decisión por hijos que también son sujetos de derechos. Ni la moda, ni la religión avalan un actuar negligente que los exponga innecesariamente a gravísimos riesgos para su salud y también para la de terceros. Es la misma razón por la cual los motivos religiosos no parecen aceptables para negarse a una transfusión de sangre que puede salvar a un hijo.
El caso de las vacunas ilustra los límites que puede tener la autonomía en sociedad. Quienes reclaman la autonomía irrestricta de los padres, con preeminencia sobre cualquier otro derecho, se equivocan. Eso sería autodefinirse como seres aislados. Esos que, según Aristóteles, o son brutos o son dioses.