Le han dicho que los jurados harán preguntas duras; en eso piensa cuando sube a la tarima y distingue las seis sombras entre las luces que resplandecen. Más atrás ve a un centenar de personas, al menos. Guarda silencio unos segundos. Su silueta está recortada contra la pantalla, en la que ya se han visto las imágenes: el momento en que le avisaron por Skype que era uno de los finalistas —y su voz trémula: "¿En serio?, ¿es en serio?"—, las máquinas en el modesto galponcito de Alta Gracia, su pueblo en la provincia de Córdoba, Argentina, los amigos que lo ayudaron, el comienzo de todo.

Es la mañana de un jueves de noviembre y desde abajo lo miran sus dos compañeros de Ecoinclusión, tan nerviosos como él. Han decidido que él, Fabián Saieg, de 27 años, vendedor de seguros de vida, sea quien intente resumir en sólo tres minutos qué hace arriba de ese escenario en el Papalote Museo del Niño, en la caótica y estimulante Ciudad de México, y qué los hace pensar que Google.org, la rama filantrópica del gigante de Palo Alto, debería darles nada menos que el primer premio del Desafío Google.org: seiscientos mil dólares. Qué tienen entre manos tres veinteañeros cordobeses —los otros dos: Leo Lima, de 28, ex percusionista del grupo de cumbia La Banda del Boliche, y Leandro Míguez, de 27, proveedor de internet en una empresa local— para llevarse el premio al mejor emprendimiento social de Latinoamérica, y contar con las redes y la asesoría permanente de Google.

"La gente siempre piensa cómo competir. Pero nosotros no buscamos ganarle a nadie, solo a la pobreza. Si alguien quiere hacer lo mismo que nosotros, bienvenido".

Por la tarima pasarán cuatro fundaciones más. Algunas con décadas de experiencia, ganadoras —al igual que ellos— de la primera fase del concurso en sus países: Patrulla Aérea Civil, una red de aviadores y médicos que salvan vidas cada año en las zonas más intrincadas de la selva colombiana; Movimiento Peruanos Sin Agua, que instala enormes atrapanieblas en el desierto peruano para repartir agua a los indígenas; Sin Fronteras, una aplicación mexicana para proveer información en tiempo real a los inmigrantes y refugiados, y evitar que caigan en las manos de los cazadores de migrantes; y Red de Alimentos, el competidor chileno, con su idea de crear una app para coordinar con precisión algorítmica la comida sobrante de  los supermercados y almacenes, y llevarla a comedores sociales y asilos.

A Fabián le han dicho que los jurados harán preguntas duras, y entonces él los ve allí, en primera fila: la líder indígena Rigoberta Menchú, Premio Nobel de la Paz; la presidenta de Google.org y vicepresidenta de la compañía completa, Jacquelline Fuller; Adriana Noreña, su directora para Latinoamérica; Gabriel Baracatt, director de Fundación Avina, entre otros nombres intimidantes. Sólo falta Shakira, que se ha excusado de asistir por su problema en las cuerdas vocales, y el actor Diego Luna, que lleva toda la mañana a punto de llegar.

Detrás de ellos, una multitud de periodistas de toda la región, empleados de Google —googlers, les dicen—, invitados, acompañantes, camarógrafos y curiosos.

En la competencia se inscribieron 2.300 proyectos, pero ahora sólo quedan estos cinco. En la etapa previa, votaron por internet 750 mil personas para elegir al finalista de cada país. En Argentina ganó Ecoinclusión, así que aquí está Fabián, tomándose un segundo, frente a toda esta gente que espera lo que tiene para ofrecer.

Y lo que tiene es una botella de plástico, de medio litro. Usada, vacía, vulgar.

—¿Alguna vez imaginaron que con este desecho podíamos crear una solución de vivienda digna? —dice, entonces, y muestra la botella al jurado y a todos los demás.

Nadie responde nada, naturalmente.

—Nosotros sí, porque estamos cansados de ver estos desechos en los ríos y en los mares, afectando el medioambiente; y en los basurales, afectando a las familias.

Entonces cuenta lo que ha visto en los cordones más empobrecidos de Alta Gracia, su pueblo: las casas de nailon, de cartón, de madera. Los techos que se llueven, las paredes que se caen: la realidad de 15 millones de familias no sólo allí, sino en toda América Latina. Y alrededor de ellas, la basura: ningún país en el subcontinente recicla más del 15% de todos los desechos que produce. Argentina, apenas el 10%.

Mientras dice esas cosas, su voz se escucha cada vez más frágil. Parece menos un entrepreneur que un muchacho conmovido.

Entonces camina hasta un costado del escenario, donde ha dejado una bolsa, y de ella extrae su truco de magia: un ladrillo. Lo muestra. Un enorme ladrillo gris.

—Acá adentro hay veinte botellas de plástico —dice, y mantiene el ladrillo en alto, mientras los jurados se echan hacia adelante en sus asientos para verlo bien.

Entonces resulta obvio: es una idea sencilla, de esas que parecen evidentes después de que alguien las dice. Se trata de recoger la basura, fabricar con ella ladrillos de plástico y construir con ellos casas para la gente que hoy vive en la pobreza. O comedores o  bibliotecas o, tal vez,  escuelas.

Eso, exactamente, es lo que tienen entre manos los tres amigos de Alta Gracia.

***

—La pobreza avanza más rápido que las políticas públicas, siempre —dice Fabián, al teléfono desde Alta Gracia, días después de regresar de México —. Yo veía a la gente en los barrios periféricos, en casas de nailon. Había un basural enorme, a cielo abierto, en donde todos tiraban la basura y la gente vivía allí alrededor. Yo los veía y no podía sacarme de la cabeza la posibilidad de ayudarlos de alguna manera.

Eso mismo les dijo, con esas u otras palabras, a sus amigos Leo y Leandro en 2014. Fue una tarde en que acababan de terminar un partido de paddle, esa variante del tenis extrañamente popular en Argentina, y se habían quedado conversando mientras la ciudad dormía la siesta. Se conocían desde los cinco o seis años de edad, y eran mejores amigos. Alta Gracia, con su ritmo lento y sus 55 mil habitantes —más los turistas que llegan cada día a visitar la casa de infancia del Che Guevara—, era un lugar apacible, pero el problema de la basura venía creciendo: la zona llevaba años de incendios forestales, y Leo y Leandro, ambos amantes del campo, solían darle vueltas a qué se podía hacer contra eso.

"Lo que hacemos es generar redes. Las ciudades proveen el plástico, las empresas buscan zonas que necesiten viviendas, y otras fundaciones nos ayudan con la construcción".

Fabián llevaba años metido en iniciativas de ayuda social: había participado en Techo, en el área de construcción de Caritas, y luego había trabajado para la Municipalidad de Alta Gracia con ocho comedores locales. Pero la burocracia estatal había terminado por cansarlo. Por eso le propuso a sus dos amigos, esa tarde de paddle, que inventaran un proyecto para ayudar al medioambiente y a la gente al mismo tiempo; una fundación que operara mientras el pueblo dormía la siesta. Sólo necesitaban encontrar una buena idea.

—Todos los años se quemaba la sierra, y era muy duro verlo —dice Leandro—. Por la quema de pastizales, y también por la basura y las botellas. Hay asentamientos feos, una pobreza muy dura. Y cada día hay más basura. Entonces nos pusimos a buscar algo que articulara las dos cosas, aunque no sabíamos qué.

Después de recorrer las zonas pobres de la ciudad e investigar sobre posibles usos de desechos —en la provincia de Córdoba,  casi la mitad del plástico se deposita en pozas bajo tierra, y la otra mitad queda en los basurales, donde una botella puede durar cinco siglos—, les pareció encontrar una respuesta. Leyeron que el Centro Experimental de la Vivienda Económica del Conicet —la Conicyt argentina— había creado 15 años antes una tecnología para hacer pruebas: un ladrillo de plástico PET, hecho en base a botellas recicladas y trituradas. Los tres muchachos pensaron que era justo lo que buscaban, y decidieron viajar a Córdoba para pedirle a la directora del centro, la doctora en Diseño Rosana Gaggino, que les enseñara a hacer con sus manos esos ladrillos en Alta Gracia.

—Para nosotros, la basura es un recurso más —dice Rosana, de 52 años—. El proceso productivo de estos ladrillos es similar al de un ladrillo normal, pero se reemplaza la arena gruesa por el plástico. Son más livianos, generan un mejor aislamiento y colaboran con el medioambiente.

Fabián, Leandro y Leo fueron de a poco. Primero contactaron a un herrero amigo  para crear las dos máquinas que necesitaban para hacer los ladrillos: un molino y una prensa. Durante más de un año, mientras Alta Gracia dormía sus siestas, fueron creando decenas de ladrillos defectuosos, tratando de mejorar  su técnica. Cuando uno parecía perfecto, viajaban a testearlo a Córdoba, y volvían a mejorar el proceso.

En 2015, con un fondo del gobierno, compraron una trituradora industrial y la instalaron en un galpón viejo. En tanto, colocaron veinte puntos de recolección de botellas en Alta Gracia y en otra localidad cercana. La idea era crear una red virtuosa: las municipalidades se encargaban de recoger las botellas, ellos de hacer los ladrillos, las empresas de patrocinar proyectos, y las juntas de vecinos de postular sus necesidades y supervisar las construcciones con los ladrillos de plástico.

—Lo que hacemos es generar redes —dice Leo Lima—. Las ciudades proveen el plástico, el gobierno y las empresas buscan zonas que necesiten viviendas o un salón comunal, nosotros revisamos el proceso y otras fundaciones nos ayudan con la construcción. Pero construyen las personas. Nosotros no queremos regalar casas, sino darle a la gente la posibilidad de que puedan construirse su propio hogar.

Con ese modelo sencillo ya han logrado sus primeros proyectos: este año entregaron 1.800 ladrillos para construir una biblioteca en Villa Los Aromos, y otros 700 para un comedor en el club infantil de fútbol Independiente de Alta Gracia.

Los niños leerán y comerán protegidos por lo que hace sólo unos meses era basura.

***

Tres minutos dura el tiempo de Fabián arriba del escenario para explicar todo lo que hace con sus amigos en Ecoinclusión. Entonces vienen las preguntas de los jurados: cuál es el impacto ambiental del proceso; cuán confiables son sus ladrillos; cómo se aseguran de que las casas queden bien hechas. Él responde tranquilo, con pocas palabras. El proceso consiste en triturarlos y compactarlos con una prensa, les dice, y ni siquiera requiere de fuego; el ladrillo fue testeado para construcción por el gobierno argentino; las organizaciones de la red supervisan cada paso. La jurado Anamaría Schindler, de fundación Ashoka —una red mundial de emprendimiento social—, quiere saber cómo van a lidiar con sus competidores, y él responde con una sencillez incontestable: que no tienen competencia, que cualquiera que quiera replicar sus métodos va a ser un aliado importante para su cruzada.

—La gente siempre piensa cómo competir y ser el mejor. Pero nosotros no buscamos ganarle a nadie, solo a la pobreza —dirá después Fabián, por teléfono—. Si alguien quiere venir y hacer lo mismo que nosotros, bienvenido. Los necesitamos a todos.

Cuando todo termina, y luego de una hora de deliberación del jurado, Rigoberta Menchú y Jacquelline Fuller dicen lo que se veía venir: que el primer premio es para Ecoinclusión, por dar una lección al resto de los jóvenes de América Latina. Ellos se suben al escenario, emocionados. Fabián toma el micrófono, y otra vez, dice sólo las palabras necesarias. Unas pocas palabras.

—Muchas gracias por todo lo que nos hicieron vivir. Cuando empezamos era un sueño, y con mucho trabajo y mucho esfuerzo se fue volviendo una realidad. Así que los que tengan un proyecto y ganas de cambiar las cosas, anímense porque de verdad se puede —dice, y parece cierto.

Días después volverán a Alta Gracia con los seiscientos mil dólares y el respaldo de Google, y todo será distinto: una decena de empresas los llamarán, y ellos se pondrán metas ambiciosas: terminar 2018 con 150 puntos de reciclaje, levantar una planta en Córdoba con ladrillos reciclados, comprar una máquina para pasar de 20 kilos de plástico triturado por hora a más de 500.

Si los 12 millones de botellas que se desechan en Argentina cada día se convirtieran en ladrillos, se podría hacer con ellos cien casas. Mientras eso no ocurra, la gran mayoría de esas botellas seguirá acumulándose por siglos en los basurales o, en el mejor de los casos, ocultas bajo la tierra.

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