Ningún país de América Latina ha sido más veces portada de la revista The Economist que Brasil. En noviembre del 2009 era destacado su despegue como miembro del exclusivo grupo de los BRIC, economías emergentes que asomaban para eclipsar a las desarrolladas hacia el 2050. El Cristo Redentor del Corcovado de Río de Janeiro despegando era la imagen que hasta hoy quedó pegada en la retina. La elección para ser sede de la Copa Mundial de Fútbol el 2014 y de los Juegos Olímpicos el 2016 era una clara demostración del buen momento de Brasil. El broche de oro fue registrar un crecimiento económico del 7,5% el 2010, el mayor en 25 años.
Sin embargo, la alegría duró poco. En menos de cuatro años, en la tapa de la edición de septiembre del 2013, el semanario inglés expresaba serias dudas respecto al rumbo que había tomado el país, pero aún manifestaba esperanzas respecto a la capacidad de que el gobierno de la presidenta Dilma Rousseff —entonces en su primer mandato— de llevar a cabo las reformas económicas y políticas necesarias para retomar la senda de crecimiento.
En su primera portada del 2016, las esperanzas y dudas han quedado atrás. La imagen del Cristo Redentor es reemplazada por la imagen de la jefa de Estado cabizbaja, reflejando la triste situación por lo que atraviesa el país que gobierna.
Rompiendo récords
Se suponía que el 2016 sería un año de reconocimiento de logros para Brasil. La ciudad que quizás más lo caracteriza, Río de Janeiro, sería anfitriona de los XXXI Juegos Olímpicos. Se esperaba que muchos atletas podrían ser protagonistas del evento, rompiendo muchas marcas en distintas disciplinas deportivas.
Sin embargo, los récords se están registrando en otros frentes, muy distintos al del atletismo o la gimnasia olímpica. Brasil entra al 2016 en lo que podría convertirse en la recesión más larga de los últimos 100 años. En un país que no ha estado exento de crisis económicas, incluyendo los graves episodios de hiperinflación en los 80 y 90, muchos analistas están aventurándose a llamar a la situación actual una depresión, mucho más extendida y profunda que recesiones anteriores. Por lo pronto, el PIB de Brasil podría terminar este año un 8% por debajo del nivel alcanzado a comienzos del 2014, la última vez que se registró un crecimiento positivo en 12 meses. El PIB per cápita, por su parte, podría llegar a ser un 20% menor al máximo registrado en el año 2010, el del mítico 7,5% de crecimiento. No tan malo como la situación por la que atraviesa Grecia, origen de las competencias olímpicas, pero no por mucho.
Los récords también se están batiendo fuera de la dimensión económica. El gobierno enfrenta los menores niveles de popularidad desde que se lleva registro. De hecho, la más reciente cifra de 12% de apoyo de la ciudadanía a la presidenta Rousseff apenas supera la inflación de 10,5% en doce meses, anotada en noviembre del 2015, su mayor nivel en los últimos doce años. Ello a pesar de que el Banco Central de Brasil ha subido las tasas de interés en 7 puntos porcentuales desde comienzos del 2013, desde 7,25% al actual 14,25%.
Por otra parte, dos tercios de los miembros del Congreso (la mayoría de ellos miembros de los partidos de la coalición de gobierno) están bajo investigación por cargos de corrupción ligados a la empresa petrolera de control estatal, Petrobras. Las estimaciones oficiales mencionan que los montos involucrados en pagos irregulares superan los 3 mil millones de dólares, sin duda otra triste marca.
La tormenta perfecta
A diferencia de crisis pasadas, la situación actual en Brasil se configura como una una verdadera tormenta perfecta. Por el lado económico, a las adversas condiciones internas (baja productividad, inflación difícil de domar, creciente desempleo) se suma la caída estrepitosa del precio de las materias primas, ligada a la desaceleración china. Si bien esto último no tiene la misma relevancia que se puede observar en la economía chilena, fueron precisamente los mejores términos de intercambio los que permitieron a Brasil salir más rápidamente de dificultades anteriores.
La crisis económica se ve agravada por una profunda crisis política, que hace imposible tomar las medidas económicas urgentemente requeridas para que Brasil pueda superar sus problemas. Fue precisamente eso lo que llevó a la salida del ministro de Hacienda Joaquim Levy en diciembre pasado, quien no logró que el Congreso le aprobara las necesarias medidas de austeridad para ponerle atajo al deterioro sostenido de las cuentas fiscales.
Lo anterior a su vez gatilló que las agencias clasificadoras de riesgo, luego de varias advertencias, finalmente terminaran retirando el preciado sello de "grado de inversión" de la deuda pública de Brasil, arrastrándola a la categoría conocida como "deuda basura". Ello no sólo significó un aumento considerable en el costo de financiamiento de emisores públicos y privados domiciliados en Brasil. De paso, significó romper otro récord: el que Petrobras se convirtiera en el mayor deudor del mundo, con categoría bajo grado de inversión.
Por el lado económico, a las adversas condiciones internas (baja productividad, inflación difícil de domar, creciente desempleo) se suma la caída estrepitosa del precio de las materias primas ligada a la desaceleración china.
El elemento final que lleva a pensar en una situación de tormenta perfecta en Brasil es lo que se conoce como "dominancia fiscal". Ello es lo que caracteriza a una economía donde el déficit y la deuda pública llegan a tal nivel que la política monetaria está determinada por las necesidades fiscales, que dominan por sobre los objetivos clásicos de un Banco Central, como el control de inflación o el manejo de liquidez en los mercados financieros. A pesar de enfrentar altos niveles de inflación, el banco central no puede seguir subiendo la tasa de interés para frenarla, porque ello implica entrar en una peligrosa espiral de aumento de endeudamiento, que si bien no necesariamente termine en default (la mayoría de la deuda pública brasileña es local), sí puede volver a los episodios de hiperinflación de antaño y recurrir a las viejas artimañas de que la inflación sea la manera de salir del excesivo endeudamiento; pero con el grave daño colateral a la población y al sistema financiero, retrocediendo en todo lo bueno —como sacar a decenas de millones de brasileños de la pobreza— logrado hasta el año 2013.
Señales de alerta
Chile está lejos de vivir el dramatismo económico o político de Brasil. Este año el crecimiento esperado de nuestra economía será bajo, pero positivo. Las cuentas fiscales están en buena situación y nos permiten enfrentar de buena manera un escenario más difícil, tanto externo como interno. Los recientes episodios de corrupción o de financiamiento irregular a la política aún distan de alcanzar la escala observada en Brasil. Pero las similitudes en cuanto a la dirección hacia la cual avanzamos a acercarnos a Brasil llaman a reaccionar a las señales de alerta. En particular, destaco la prudencia que debe imperar en la discusión de una futura Constitución, cuyo proceso comenzó recientemente.
Uno de los mayores obstáculos que han impedido que Brasil pueda realizar los ajustes necesarios para revertir su delicada situación tiene origen precisamente en la Constitución actualmente vigente y promulgada en 1988, a partir de una Asamblea Nacional Constituyente que redactó un documento que reemplazó por completo la versión anterior, aprobada durante la dictadura militar.
En diciembre, el ministro de planificación, Nelson Barbosa, reemplazó a Joaquim Levy en hacienda, luego que este último renunciara al cargo.
Si bien la nueva Carta Fundamental recogía los anhelos democráticos de la sociedad brasileña y defensa de derechos civiles, también introdujo una excesiva rigidez en la garantía de derechos sociales, como detallar la edad de jubilación de la mandataria (60 años para mujeres y 65 para hombres) o la reajustabilidad a inflación de los beneficios sociales, sin tomar en cuenta si las condiciones económicas del país permitían financiar esas garantías de manera sustentable.
Así, desde que el texto entró en vigencia en 1988, el gasto social en Brasil alcanza el 26% del PIB (que incluye cerca de un 13% del PIB que se dirige a pagos de pensiones y protección social, más de lo que gasta Japón), llevando a que el gasto público total supere el 40% del PIB. Cualquier tarea de ajuste del gasto para hacer frente a la recesión se hace casi imposible, pues se corre el riesgo de vulnerar garantías consagradas en la Constitución.
No son pocas las cosas que a los chilenos nos gustaría traer o adaptar de Brasil, desde el jogo bonito para nuestra selección de fútbol hasta el éxito reciente de teleseries brasileñas basadas en historias bíblicas. Pero algo que debiéramos evitar sobremanera es repetir los errores que han llevado a nuestro vecino a ser un país de portada. Ante semejante oportunidad de protagonismo, es preferible seguir manteniendo un bajo perfil.