La batalla campal entre delincuentes vinculados a las barras de Santiago Wanderers y Colo Colo (la separación del concepto hincha es justa y necesaria) se tomó la agenda. Que el fútbol ha muerto, anuncian varios. Que el fracaso de Estadio Seguro es evidente y que debe asumirse drásticamente. Que la culpa fue de Carabineros, que no le tomó el peso a los incidentes previos. Que la seguridad del club no cumplió con los requisitos para enfrentar la situación. Que los guardias hicieron lo que pudieron, y que por 15 mil pesos diarios no iban a hacer más.
Las culpas volaban y los acusados las esquivaban lanzándoselas a otro. De soluciones, poco y nada. Lo mejor es jugar sin público, se le escuchó a Antonio Frey, el subsecretario de Prevención del Delito, en la febril carrera por encontrar remedios rápidos, aunque sin mucho sentido.
A la postre, quedó todo en manos del gobierno, que definirá cuándo, dónde y a qué hora se jugarán los partidos de alto riesgo, además de anunciar el regreso de las fuerzas policiales al interior del estadio, lugar donde años atrás se les acusaba de provocar a los hinchas.
La pelea está perdida y, como ninguno de los involucrados directos puede encontrarle arreglo, el Estado toma las riendas con decisiones paliativas.
Es evidente que el caos general del fútbol chileno no ayuda, sin nadie muy dispuesto a asumir los mayúsculos retos que implica hoy la ANFP. Tampoco sirve que las autoridades destinadas a poner el orden en los recintos deportivos hayan actuado todo este tiempo con pasmosa pasividad ni que las prohibiciones sean tan fácilmente violables con apenas ubicar armas, drogas y/o pirotecnia en los coches de guagua o sortear los ingresos con la cédula de identidad de otro.
En Chile se intentó aplicar el Informe Taylor, que tanto éxito le trajo a Inglaterra para desterrar a los hoolingans luego de los 96 muertos en la tragedia de Hillsborough, de los que durante décadas se culpó exclusivamente a los hinchas hasta que la policía asumió que la causa directa de la catástrofe se debió a una mala decisión de su parte.
Fue entonces que en los estadios británicos aparecieron los asientos en todas las tribunas, se subieron los precios de las entradas, se promovieron los abonos anuales, se instalaron cámaras y se formularon una serie de severas leyes para sancionar a los autores de actos violentos.
La réplica no ha tenido éxito por estos lados. Las diferencias socioculturales parecen jugar un rol clave, porque no es sólo en el país donde se ha fracasado en darle una solución a la violencia en el fútbol.
En Argentina asumen que es un asunto politizado, de difícil salida dados los lazos que existen entre barrabravas, políticos, gremios y sindicatos. La determinación de jugar sin fanáticos visitantes no ha tenido frutos, menos cuando el gobernador de Buenos Aires y ex candidato a la presidencia, Daniel Scioli, relajó la mano durante el período electoral para los encuentros que no eran de alto riesgo. Igualmente, hubo un par de encuentros que debieron suspenderse por incidentes. Mauricio Macri, nuevo primer mandatario transandino y ex presidente de Boca Juniors, tiene ahora como misión recuperar la paz en el balompié. Planea crear una brigada especial para los espectáculos deportivos. No hay mucha ilusión al respecto, en todo caso. El secretario de Seguridad a cargo de su implementación es Eugenio Burzaco —hermano de Alejandro, involucrado en la trama de corrupción de FIFA—, quien durante su período en River Plate fue incapaz de controlar a la barra.
Algunos dicen que en Brasil están mejor que antes del Mundial 2014, cuando el sorteo del torneo planetario se mezclaba con una brutal batahola entre simpatizantes de Vasco da Gama y Atlético Paranaense. En febrero de este año, incluso, una determinación muy pintoresca para un clásico entre Sport Recife y Náutico pareció encontrar la fórmula: que las madres de algunos de los hinchas más violentos fueran las encargadas de la seguridad. La medida cumplió y no hubo incidentes. Pero el caso no pasó de lo anecdótico, porque después se han producido una serie de hechos que volvieron a colocar a la violencia en los titulares. La muerte de un joven de 16 años, la golpiza a un arquero en el vestuario y peleas entre barras en las inmediaciones de los estadios aparecen entre ellos. En la antesala de la entrada en vigencia de una nueva ley de seguridad, en el gigante de Sudamérica también se critica a los dirigentes por no hacerse responsables y a la policía por no estar capacitada para detener estos desórdenes.
Y así surgen nuevas posibles soluciones: dialogar con los hinchas, especializar a las fuerzas policiales, copiar los modelos de Alemania y Holanda, donde los directivos se comunican con sus barristas más radicales, aunque hace unos años la Bundesliga mostraba índices al alza en la conducta violenta de sus hinchas.
Volviendo a la región, Uruguay tampoco se salva. Aún están frescas las imágenes de la última definición entre Peñarol y Nacional, donde una lluvia de proyectiles de parte de los ultras aurinegros obligó a suspender la final cuando restaban siete minutos.
La lucha contra la violencia en el fútbol se perdió a este el lado del mundo. Es hora de asumir que las armas utilizadas han sido ineficaces, reconocer los errores y responsabilidades de cada uno de los involucrados, y tomar medidas que beneficien al fútbol, no que lo perjudiquen; que le permitan salir de la tumba que le están cavando.