Las cuatro escenas transcurren a pocas cuadras de distancia y casi en simultáneo. En un hotel porteño, el candidato presidencial del oficialismo hace su última aparición pública en la ciudad de Buenos Aires antes del balotaje del próximo domingo: habla apenas diez minutos, porque empezó la cuenta regresiva y, en este largo día de campaña, aún debe viajar a otras dos provincias en busca de votos. Mientras tanto, en el primer piso de un edificio más parecido a las oficinas de Google que al búnker de un partido político, unos doscientos jóvenes sub 30 trabajan para lo que hace algunos meses parecía imposible: que una fuerza opositora con apenas doce años de existencia derrote al peronismo en las urnas. Unos metros más allá, bajando en dirección hacia el Río de la Plata, los muchachos de la Confederación General del
Trabajo cortan el tránsito con sus camiones, redoblan los tambores y dan un mensaje inconfundible: gane quien gane el domingo, los sindicatos seguirán siendo un factor de poder en Argentina. Cerca de allí, subiendo hacia la avenida Corrientes, decenas de militantes kirchneristas se vuelven a sus casas con sabor a nada. Con motivo del Día de la Militancia, habían sido convocados a darle un abrazo simbólico a la sede de Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF), la petrolera nacionalizada por Cristina Fernández de Kirchner. Por estos días, sin embargo, el clima no acompaña a la mística K: el acto fue suspendido por una lluvia matinal.
La recta final hacia la segunda vuelta electoral se transita a puro nervio. Tras el flojo e inesperado resultado que obtuvo el kirchnerismo en el primer turno del pasado 25 de octubre, el opositor Mauricio Macri (Cambiemos) llega a la instancia decisiva con una luz de ventaja. En apenas unas semanas, el oficialista Daniel Scioli (Frente para la Victoria) pasó de favorito a challenger, y ahora no sólo enfrenta el desafío de atraer al voto independiente y centrista, sino también el de neutralizar cuestionamientos que emanan del núcleo duro de su propio espacio político. Aún así, los argentinos se encuentran ante la elección presidencial más pareja de la que tengan memoria: la primera con final abierto en la historia democrática del país. Tal vez por eso la campaña se vive en los barrios con una intensidad inusitada. El rating del debate televisado entre Scioli y Macri el domingo pasado fue de 54,75 puntos, lo que equivale a más de cuatro millones de televisores sintonizados. Superó la audiencia de la final del Mundial de Fútbol entre Argentina y Alemania.
A todo o nada
Para Daniel Scioli, esta elección es a todo o nada. La alianza Cambiemos ya ganó en los comicios locales de la provincia de Buenos Aires y la Capital Federal. Si Macri triunfa en la carrera presidencial, Scioli será señalado por el entorno de CFK como el capitán de la derrota. Por eso el actual gobernador bonaerense planteó una campaña al estilo francés: todo su discurso se guía por la idea de que hay que evitar el "mal mayor". No se trata tanto de ganar como de impedir que gane Macri. El sciolismo insiste en que va a "desenmascarar" a su rival y en que el alcalde de la ciudad de Buenos Aires representa el "regreso al pasado" y el "ajuste". El equipo de Scioli juega todas sus fichas a que esa consigna —que la oposición ve como una "campaña del miedo"— cale en los indecisos.
Y esa consigna es, por cierto, una de las principales banderas de los votantes convencidos del oficialismo.
Durante un acto de Scioli, Marina Martínez y Marcela Martino, amigas y maestras de la escuela pública porteña que militan en el gremio docente de la capital, comparten sus opiniones con Qué Pasa. "El domingo se pone en juego un modelo de país —dice Marina—. Nosotras vivimos en carne propia el ajuste a la educación que aplicó el macrismo en nuestra ciudad. Macri ve a la educación como un gasto. Ver a Cristina entregándole la banda presidencial nos daría un dolor inmenso. No queremos volver a un pasado funesto". Marcela asiente y agrega: "Con este gobierno conquistamos derechos durante doce años. Y el domingo los podemos perder. Por eso votamos contra el ajuste".
Es la primera elección presidencial con final abierto en la historia democrática del país. El rating del debate televisado entre Scioli y Macri el domingo pasado fue de 54,75 puntos, y superó la audiencia de la final del Mundial de Fútbol entre Argentina y Alemania.
Mariano Galotti es lo que se dice un joven K: uno de tantos que ven a Scioli como el candidato posible, acaso circunstancial, y a Cristina Kirchner como la verdadera jefa indiscutida de su movimiento político. "Cristina es la mejor expresión de todas nuestras luchas históricas como argentinos", sostiene. "Para nosotros, ella es un ejemplo moral: la imagen de un proyecto de país. Cristina no se va a ningún lado. Después de diciembre habrá cambios de roles y muchas reformulaciones, pero espero que ella siga jugando un papel central desde un nuevo lugar". Para este estudiante universitario, y para otros miles como él, esta elección presidencial sólo puede entenderse y disputarse como una real batalla: "El domingo nos jugamos el futuro. La propuesta de Cambiemos es rentismo, pobreza y exclusión. Eso es lo que hay detrás de la careta de Macri. Pero no le vamos a regalar ni un compañero al proyecto neoliberal que tenemos enfrente".
La usina Pro
Ignacio Calabrese tiene casi la misma edad que Mariano Galotti. Los dos estudian en la universidad pública y palpitan estas elecciones como un Día D. Podrían ser hermanos, pero no: Ignacio tiene una visión radicalmente diferente sobre la Argentina que deja el kirchnerismo. Su opinión y la de Mariano son tan opuestas y divergentes que entre ellos no habría debate posible. Eso es lo que ocurre a nivel general entre los votantes convencidos de Scioli y Macri: casi no existen puntos de contacto entre ellos.
"Si después de doce años de este gobierno sigue habiendo millones de personas sin cosas tan básicas como cloacas, luz o agua potable, llegó el momento de que cambiemos", afirma Ignacio, de 22 años y estudiante de Derecho. "Después de la primera vuelta, la gente se animó a creer que otra forma de hacer política es posible. Empezó a caer el mito de que sólo el peronismo puede gobernar en este país. Con Mauricio vamos a tener un gobierno que respete las reglas de juego, valore las instituciones, promueva el diálogo, acepte las opiniones diferentes".
Calabrese integra un equipo de casi doscientos jóvenes sub 30 que trabajan en el comando central de la campaña de Macri. Es un moderno edificio de cinco pisos en el corazón de Buenos Aires que funciona como usina de ideas para el candidato opositor. Allí trabajan los equipos de comunicación —directa y 2.0— de Propuesta Republicana (Pro), el partido núcleo de la coalición Cambiemos. Las oficinas recuerdan a los cuarteles generales de las grandes empresas norteamericanas: diseño funcional, estética colorida, tecnología de primera y hasta mesa de pimpón para los momentos de ocio. Cocina política de nuevo concepto para un proyecto tan ambicioso como inédito en Argentina: consagrar a un candidato presidencial cuyo partido tiene poco más de una década de vida. "Cuando asumió Néstor Kirchner en 2003, yo tenía doce años", dice Mercedes Azcona. "Desde que tengo noción política que gobiernan los mismos". Mercedes tiene 24 años y nació en Salta, en el norte del país. Ahora trabaja ad honorem en el equipo de redes sociales de la campaña de Cambiemos. "Para la gente de mi edad, esta elección es la oportunidad de hacer las cosas de una manera distinta. Sin revanchismo y mirando al futuro. Priorizando la gestión al discurso. Ellos nos decían: 'Si no les gusta cómo gobernamos, armen un partido y ganen las elecciones'. Y aquí estamos: lo armamos y estamos muy cerca de ganar".
La llave
En esta aparente polarización absoluta del electorado, hay una zona gris que puede convertirse en la llave del balotage: la del peronismo antikirchnerista. En la primera vuelta de octubre, el candidato peronista disidente, Sergio Massa, tuvo una muy buena performance con el 21% de los sufragios. El destino de esos 5.200.000 votos definirá al ganador del próximo domingo. Un considerable porcentaje del electorado de Massa se reconoce peronista en un sentido clásico. Son votantes con cierta fidelidad en las urnas al Partido Justicialista. A muchos de ellos les daría cargo de conciencia votar a un ex empresario cuya fuerza política es, en esencia, antiperonista. Pero, al mismo tiempo, son votantes reactivos a la figura de Cristina Kirchner y hacen un balance negativo de la gestión K. En esa dicotomía se jugará buena parte del resultado de la segunda vuelta.
"Para la gente de mi edad, esta elección es la oportunidad de hacer las cosas de una manera distinta", dice Mercedes Azcona, de 24 años. "Ellos nos decían: 'Si no les gusta cómo gobernamos, armen un partido y ganen las elecciones'. Y aquí estamos: lo armamos y estamos muy cerca de ganar".
Héctor Peyrú tiene 68 años y trabaja en la administración de una fábrica en el Gran Buenos Aires. En los años 70 militó en la Tendencia Revolucionaria de la juventud peronista. Vio volver, gobernar y morir a Perón. En los 90 votó al peronismo disidente contra Carlos Menem. Tras la crisis de 2001, se ilusionó con la etapa fundacional del kirchnerismo. Pero su opinión sobre los últimos cuatro años de la gestión K es lapidaria. "No voto a Scioli porque me dan vergüenza ajena la corrupción del gobierno de CFK y su manejo lamentable de la economía", explica Héctor. "Pero tampoco puedo votar a la derecha. Siempre fui peronista y militante comprometido, así que me cuesta apoyar a Macri. Los peronistas de verdad conocemos la importancia del voto en blanco, porque fue nuestra arma durante 18 años de proscripción. Pero aún no decidí qué hacer este domingo".
Marina, Marcela, Mariano, Ignacio, Mercedes y Héctor son algunas de las variantes que tendrá el voto argentino dentro de dos días. De su alquimia dependerá el próximo presidente. Y el signo político de la Argentina en los próximos años.