Una historia que no te puedo contar
Lo que se puede decir es esto: es una obra de teatro, se llama "El festín", "un secreto bien guardado", la dirige Felipe Vergara y ocurre en un departamento de Santiago, cuya dirección exacta sólo conocemos una vez que compramos la entrada. No sabemos nada más: ni quiénes actúan, ni cuál es la trama. Nada. Y Esa es la idea. Porque esto, más que una obra de teatro, es una experiencia en la que los espectadores terminan confundiendo realidad con ficción
Uno
El aviso en el sitio de venta de las entradas dice:
"Coordenadas: Misteriosas funciones de martes a sábado.
Dirección del festín: Al momento de hacer la transferencia y reservar la fecha.
Duración: Cuando todo termina, no estás obligado a irte. Quedará de todo y serás bienvenido hasta que tú lo decidas".
Dos
La obra se llama El festín, un secreto bien guardado. La segunda frase es fundamental. Secretos son el elenco, el argumento, la locación, la dinámica. Sólo sabemos que la dirige Felipe Vergara, actor que desde 2011 ha estrenado tres montajes que experimentan con formatos íntimos y en los que el público es invitado a ser parte de las historias.
Tres
Entro al edificio de las coordenadas secretas como en una visita cualquiera. Los vecinos hacen su vida de siempre a esta hora: pasean al perro, se saludan, llegan del trabajo o de comprar en el almacén de la esquina. Estamos en un barrio con tiendas, con plazas, con vida de vecindario. Las instrucciones han sido precisas: "Subir a las nueve". A esa hora en punto toco el citófono. Me abren de inmediato, nadie pregunta quién soy. Subo los cuatro pisos por la escalera, no hay ascensor. Cuando llego a la puerta me detengo y pego la oreja a la madera. Se escucha ruido, voces de gente, risas. Pienso en salir arrancando, pero justo se abre la puerta. Una mujer me recibe y me dice: "Siempre llegando tarde tú, ¿ah?". Lo que viene a continuación no puedo contarlo.
Cuatro
Puedo contar, eso sí, que no seremos público pasivo, que seremos pocos, que nos internaremos en la historia y nos convertiremos en un soporte fundamental. Mis compañeros de cruzada en la versión número 169 de este festín son dos mujeres rusas, cuatro médicos, un muchacho tímido que cursa su doctorado en Matemáticas, una estudiante de Medicina, un licenciado en Química. Cuando me preguntan qué hago, digo que soy veterinaria. Atiendo una consulta con una socia, soy especialista en gatos.
Cinco
Puedo contar que usaremos el living, dos piezas y el baño.
Seis
En algún momento habrá picoteo y vino. Ya estaremos en la mitad de esta travesía vivencial y habremos entrado en confianza.
Entro al edificio donde será la obra. Los vecinos hacen su vida de siempre. Llego a la puerta y me detengo. Pienso en salir arrancando, pero justo me abren. Lo que viene a continuación no puedo contarlo.
Siete
Hay un ánfora. No puedo contar ni un pelo más sobre el ánfora.
Ocho
Puedo contar que todo el tiempo estaremos en vértigo, descolocados, intentando desentrañar qué es verdad y qué es ilusión. Puedo decirlo de otra forma: una verdad destapará otra verdad, que anulará a la primera, y entonces vendrá otra verdad y otra y así hasta un potencial infinito. Será un relato de muchas capas.
Nueve
Habrá algo en la disposición del público, en ese quiebre establecido con la pasividad, que traerá a la memoria dos experiencias teatrales presentadas en Chile hace casi dos décadas: La confesión, de 1999, y En algún departamento de la remodelación San Borja, estrenada en 2000. La primera fue un trabajo de veintidós actores que, bajo la dirección del francés Michel Didym, narraban al oído sus historias a veintidós asistentes. Relatos que eran pecados, microhistorias furtivas y dramáticas. La segunda, llevada a escena por la extinta compañía Karadagian, también apelaba al vértigo del espectador, pero hacía énfasis en el lugar estratégico de observación. Dos profesores, habitantes de un departamento céntrico, tenían tantas dificultades económicas que decidían prostituirse. Y nosotros, el público, veíamos su drama desde el edificio del frente.
Diez
Tal vez El festín, un secreto bien guardado no sea la mejor obra de la cartelera local ni la historia sea especialmente descollante, pero el mérito radica en otra cosa. En la lograda confusión de planos, en su dinámica de juego vertiginoso, en la extraña interacción que se produce con el resto, en la sensación de ser una comunidad con esta gente que acabamos de conocer.
Once
En un momento, las mujeres nos vamos a una pieza. Es tal vez el instante más auténtico, el de mayor intimidad. Al menos para las que asistimos esta noche. Nos sentamos en la cama, en el suelo, en unas sillitas por ahí. Fumamos. La persona que al llegar nos ha abierto la puerta nos cuenta ahora su versión de los hechos. De unos hechos dramáticos. Y nos preocupamos por su situación, por su futuro inmediato y la aconsejamos. Y también nos reímos con ella. Después la acompañamos al baño. Quizás qué pasa allá, en el living.
Doce
Sobre la fragilidad de las relaciones humanas, sobre la muerte, sobre ser padres, sobre la identidad, sobre el desequilibrio emocional, sobre el deber ser, sobre la impostura. En todos esos temas nos habremos sumergido durante las últimas horas.
Trece
Creemos que la función ha terminado, pero nos quedamos un rato más. No sabemos si debemos volver a la realidad. Tal vez deba quedarme para siempre como la veterinaria especialista en gatos que he dicho ser, pienso. Tal vez las rusas no son rusas, los médicos no son médicos. Al rato nos despedimos de beso de nuestros casuales e involuntarios compañeros de ruta. Hemos llegado como perfectos desconocidos y nos vamos con la sensación de haber sido cómplices de un delito o amigos de infancia, que podría ser lo mismo.
Catorce
En el sitio de venta de las entradas, leo los comentarios de algunos espectadores. Me detengo en uno del 8 de febrero de este año: "Más que una obra, es una experiencia". Y sí, exactamente eso es El festín.
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