"Correr las barreras de lo posible", columna de Adriana Valdés
"Lo femenino" es algo que se ha definido históricamente siempre en oposición con "lo masculino", y los elementos que lo constituyen dependen de la cultura: no es lo mismo hablar de lo femenino en la cultura musulmana que en la nuestra, para dar un ejemplo evidente.
Dentro de una determinada cultura, como por ejemplo la nuestra, llamada occidental y cristiana, los rasgos atribuidos a lo femenino dependen también de la época y sus cambios. En la cuna de la democracia, en Atenas, las mujeres y los esclavos no eran ciudadanos; sus rasgos culturales eran semejantes en cuanto estaban sometidos a lo masculino. En el ámbito católico, hubo sabios que debatieron, en el remoto pasado, si las mujeres tenían o no tenían alma, lo que suponía una inferioridad "esencial" de las mujeres y de lo femenino, una desvalorización radical del polo de lo femenino en cualquier definición. Esto es una caricatura hoy, pero no lo era entonces. Importa porque es una caricatura de una actitud atávica cuyos rasgos todavía aparecen hoy, especialmente cuando se pregunta por "la esencia" de lo femenino: una pregunta que remite a verdades "reveladas" e inmutables, que se resisten a los cambios de época.
Vivimos ahora una época muy distinta. Reconocer el derecho de las mujeres a la educación y su capacidad para desempeñar trabajos de todo tipo, incluso los de más alto nivel intelectual, es una novedad de nuestros tiempos y mucho más reciente de lo que pensamos. No fue una concesión gratuita, sino el resultado de luchas de mujeres conscientes de la injusticia de su condición en el "sentido común" de su época. Hoy los derechos ciudadanos de la mujer y su derecho a la igualdad forman parte de nuestro "sentido común", pero antes no era así. El "sentido común" cambia con la historia y "se van corriendo las barreras de lo posible". Al usar esta frase estoy citando a pensadoras feministas.
Personas humanas somos todos, hombres y mujeres. Y en esa condición cada individuo participa en distinto grado de cualidades antes consideradas propias de hombres o propias de mujeres. ¿Qué es ser "bien mujer"? ¿Qué es ser "bien hombre"? En ambos, es ser fuerte, atreverse, ser constante, asumir las consecuencias de sus actos. (En cambio, en un flagrante anacronismo lingüístico, propio de otra época, ser "hombre público" es estar en la esfera pública; ser "mujer pública" es ser prostituta. Cuando percibimos el anacronismo, nos damos cuenta de cómo funcionaban antes las nociones de hombre y de mujer. Ya no.)
Hoy día hay un contínuum entre los polos de la oposición hombre-mujer. Entonces, las personas se ubican en distinto lugar según sus inclinaciones naturales y las posibilidades de acción que tienen en nuestra sociedad. En un polo está el dominio, en el otro, la sumisión. En uno está lo público, lo político, la participación en el orden de la polis; en el otro, lo privado, lo familiar, el soporte invisible, el sostén y el cuidado de esas actividades mediante acciones que no figuran en las cuentas nacionales de los países, pero sin las cuales no habría orden político posible. Hombres y mujeres -ésa es la diferencia hoy- estamos llamados a funcionar entre ambos polos y en eso estamos.
Por privilegiar la fuerza, el dominio y la presencia pública hemos construido formas de convivencia que carecen de lo que hoy llamamos "habilidades blandas"; nos hemos olvidado de que cada persona nace niña o niño, muere enferma o enfermo, pero siempre dependiente del cuidado de otro. Para valorizar lo que se ha desvalorizado se comienza a hablar de una "cultura del cuidado", que no sólo toma la fuerza de lo humano, sino también de su fragilidad. Ahora se habla que ser íntegramente humano es saber no sólo dominar, sino también apoyar y cuidar. No es tan revolucionario eso, si lo pensamos desde nuestra propia experiencia. Es algo que humaniza a los hombres, como la participación en la esfera pública humaniza a las mujeres: porque da la posibilidad de desarrollar cualidades humanas en los dos.
En mi caso personal, comienza este año un experimento fascinante de convivencia en el Instituto de Chile. Soy la primera presidenta en su historia, y soy la primera directora de la Academia Chilena de la Lengua en sus más de 133 años de vida. Debemos averiguar entre todos qué trae consigo este cambio epocal, y cómo nos funciona en la práctica. Tengo gran lealtad hacia estas instituciones republicanas en las que llevo participando más de treinta años, y quisiera que las nuevas capacidades de las mujeres sean un aporte a su apertura de horizontes, a la apertura a la ciudadanía: que sean una forma de abrir puertas y ventanas, y de ser un punto de irradiación de la experiencia y el saber hacia la sociedad chilena.
*Adriana Valdés, ensayista, es directora de la Academia Chilena de la Lengua.
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