Caminar para alegrarse
Caminar para soltar. Caminar para perderse. Caminar para conocer y querer un poco más la ciudad donde uno vive. Caminar para rebelarse contra el sistema, porque procrastinar no es producir. Caminar para llegar más contento, a donde sea que uno vuelva.
Ha sido un año duro. Para la salud, el bolsillo, las parejas, las familias y la convivencia cívica. Mucha muerte, dolor, hambre, rabia, esperanza mezclada con frustración, encierro, pelea, duelo, ahogo e incertidumbre. Un año imposible de olvidar.
¿Qué se hace? Me atrevo a aconsejar una de las pocas cosas que sé hacer con verdadera pasión y que trato de realizar una o dos veces a la semana. Algo que hago hace años. Sin ningún esfuerzo. Todo lo contrario. Por placer, sanidad mental, para sentirme completamente libre, porque hay sorpresas garantizadas en cada recorrido.
Hablo de caminar. Así de simple. Preferiblemente, sin un destino claro o sin una ruta predeterminada para llegar a un destino. Caminar con zapatos cómodos, ropa ligera, un gorro (fundamental en esta época) y un celular para tomar fotos. Un lunes a la hora de almuerzo -una barra de proteínas de 2 mil pesos te permite usar el tiempo que toma alimentarse para divagar por la ciudad- o un viernes desde las seis de la tarde o cuando se pueda.
Caminar, por ejemplo, desde la Estación Mapocho hasta donde termina el Parque de la Familia, paseo que en esta época destaca por una gran cantidad de jacarandás luciendo sus flores moradas. Caminar por la avenida Ricardo Cumming y contar uno a uno los cien ceibos florecidos con su espectacular flor de color rojo (sí, los conté, pero puedo estar equivocado y se aceptan correcciones).
Caminar desde el barrio Yungay hacia la comuna de Quinta Normal y zigzaguear por sus calles que recuerdan un Santiago de tiempos mucho más calmos, un trozo de provincia en plena metrópolis, y que te regala un encuentro con la vía férrea, murales de arte urbano y un apacible silencio. Caminar por la orilla del río Mapocho, desde Huelén (frente a las torres de Tajamar) hasta el Mercado Abasto Tirso de Molina en Recoleta, aprovechando los tres accesos que provee @Cicloparquemapocho. Sugiero, además, meter los pies al río, comprobar -acercando el agua con las manos a la nariz- que el Mapocho ya no huele a nada, que está más limpio que nunca y que sus frías aguas y la brisa que recorre su cauce son un regalo en días de calor.
Caminar por el Parque Juan XXIII en Ñuñoa, un espacio público que parece sacado de una película, largo y angosto, lleno de antiguos y preciosos árboles, juegos de niños diseñados en la década de los sesenta y una de las pérgolas más largas y lindas de Santiago. Y a pocas cuadras de la Villa Frei, uno de los ejemplos mejor logrados de cómo construir combinando densidad equilibrada, áreas verdes de calidad y buena arquitectura.
Caminar por el bandejón central de la Alameda desde el metro Moneda hacia abajo, disfrutando de las esculturas de grandes como Samuel Román o Rebeca Matte, haciendo pausas y alterando momentáneamente el curso para visitar la hermosa calle Virginia Opazo (diseñada por Luciano Kulczewski), un conjunto de 33 casas pareadas de dos pisos que datan de 1944, todas pintadas de color blanco. Caminar por la avenida San Pablo, desde la estación de metro del mismo nombre (línea 1) hasta la Basílica de Lourdes, para luego entrar a la Quinta Normal (abierta de martes a domingo) y pasear por el parque más antiguo de Santiago, remodelado de manera extraordinaria hace diez años por el Premio Nacional de Arquitectura, Teodoro Fernández.
Caminar por los tres cementerios que son vecinos, el General, el Católico y el Santísima Trinidad. Tres espacios muy diferentes, todos interesantísimos y, sin duda, darle la mayor cantidad de tiempo al Cementerio General, una joya de patrimonio histórico, escultórico y paisajístico.
Caminar por la enorme Villa Portales y mirar los detalles de esa utopía arquitectónica diseñada por la oficina de Bresciani Valdés Castillo Huidobro, que incluye murales en bajorrelieve del artista Ricardo Yrarrázaval en cada uno de los edificios, pasillos tan anchos que hasta podría pasar un auto, puentes peatonales para ir de un edificio a otro que no resultaron como se habían planificado y mucho más. Caminar por el Paseo Bulnes desde la Alameda hasta el Parque Almagro, para entender cómo el urbanismo puede dignificar la idea de lo republicano.
Caminar y subir el cerro Santa Lucía para comprender cómo el paisaje es el resultado de una visión, de un proyecto de ciudad y de una manera política de entender la urbe y que, de no ser así, sólo sería un peñón bien ubicado. Caminar para soltar. Caminar para perderse. Caminar para conocer y querer un poco más la ciudad donde uno vive. Caminar para rebelarse contra el sistema, porque procrastinar no es producir. Caminar para llegar más contento, a donde sea que uno vuelva.
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