Campamentos en tiempos de pandemia
Mientras la mayoría de las personas se protege del contagio del Covid-19 entre las cuatro paredes de sus casas o departamentos, hay otros chilenos que no pueden darse el lujo de lavarse las manos con agua potable y que tuvieron que tomar esta medida sanitaria en viviendas que no tienen todos sus muros. Así se vive el día a día de la pandemia en tres de los más de 800 campamentos que existen en el país, lugares donde los vecinos se organizan como pueden para sobrellevar la crisis.
Las calles del país cada día se ven más vacías, las grandes avenidas, el transporte público y los centros comerciales dejan ver cómo los chilenos se han ido resguardando para intentar frenar la pandemia del Covid-19. En ese escenario, los campamentos no se han quedado ajenos. Los pasajes de tierra están desolados, no se ven niños jugando ni vecinos conversando en los negocios, tras la decisión de las comunidades de encerrarse para prevenir el contagio del temido coronavirus.
Un campamento corresponde a un territorio irregular, habitado por familias en condiciones de vulnerabilidad social, con carencia de al menos uno de los tres servicios básicos (electricidad, agua potable y sistema de alcantarillado). Según el Catastro Nacional de Campamentos 2019 del Ministerio de Vivienda y Urbanismo, en Chile existen 802 de estos lugares, los que equivalen a 47.050 hogares, esto sin considerar las tomas más recientes que aumentaron desde octubre del año pasado.
Aquí las dificultades son mayores y lavarse las manos puede ser un desafío, teniendo en cuenta que el 92% de las familias de campamentos no cuenta con acceso formal al agua. Lo mismo pasa con seguir las clases online cuando no se tiene internet, o cuidar a los adultos mayores mientras se acerca el invierno. Todo esto en medio de una pandemia que arrastra una crisis económica que le ha pegado fuerte al grupo de familias que se encuentra en el sector más vulnerable del país. Ante el crítico escenario, la base para la protección entre los pobladores ha sido la propia organización de los vecinos.
Villa Constancia: un campamento de niños
En lo alto de un cerro de Antofagasta se encuentra Villa Constancia, un macrocampamento que alberga a cerca de 700 familias que se dividen en distintos comités. El comité Camino del Desierto consta de 38 familias que son lideradas por Sonia Toro, una boliviana de 33 años. Todos están colgados a la electricidad y al agua, algunos tienen sistema de alcantarillado pero la mayoría cuenta con baños sépticos.
Toro contesta el teléfono desde su casa. A su alrededor se escucha cómo se pasean sus hijos de 15 y 9 años, porque los tres están en cuarentena desde que el 16 de marzo el gobierno anunciara la suspensión total de clases en establecimientos educacionales. Sin embargo, su marido sigue saliendo a trabajar.
Nosotros no podemos lavarnos las manos todos los días y a cada rato como sale en las propagandas, en las noticias y en todo. Es imposible.
Sonia Toro
Como en muchos de los campamentos, en Villa Constancia existe una fuerte presencia de migrantes, los que en Camino del Desierto provienen principalmente de Bolivia. Sonia llegó al lugar hace cinco años cuando su marido perdió el trabajo y una prima les recomendó irse a ese lugar. Ahí se encontraron con más familias en la misma situación y entre todos se tomaron terrenos vacíos para armar un hogar con lo que encontraron.
La comunidad es unida, dice Sonia, y cuando llegó la pandemia al país sus integrantes tuvieron que poner a prueba su organización. “Los vecinos ahora estamos dentro de la casa, sin salir, sin vernos. La información la damos por WhatsApp y así también nos ayudamos. Hay algunos que tienen autos, entonces cuando van al supermercado avisan y así le compran a varios. Nos comunicamos siempre por ahí”, cuenta la dirigente.
Antofagasta es la segunda región con más campamentos del país y uno de los grandes problemas es la escasez de agua. Toro cuenta que en el sector dependen de una sola llave, que con el tiempo ha disminuido su flujo. Pasan días sin agua, aunque a veces en las madrugadas vuelve a salir y aprovechan de acumular en contenedores para abastecerse mientras puedan. “Nosotros no podemos lavarnos las manos todos los días y a cada rato como sale en las propagandas, en las noticias y en todo. Es imposible”, dice la mujer, que pase lo que pase se las arregla para guardar un poco de agua para cuando su esposo vuelva de trabajar. Él es soldador en una empresa minera y –hasta el cierre de este artículo- en su trabajo aún no decretaban cuarentena. Cuando llega, deja los botines y la chaqueta afuera, luego entra y con un poco de agua se lava las manos. Todos los días.
En el comité Camino del Desierto hay más de 30 niños. Cuando cancelaron las clases se ayudaron entre los pobladores para cuidarlos mientras otros trabajaban, pero una vez que decidieron decretar cuarentena empezó el desafío de educar desde la casa. “El tema es que cerca de 15 de las 38 familias tiene acceso a internet”, cuenta Toro, quien tiene la posibilidad de implementar las guías que envían desde el colegio de sus hijos, a diferencia de sus vecinos. “Además, el material está pensado para imprimir y acá casi nadie tiene impresora. Mandan y mandan guías, pero la gente no cuenta con las herramientas necesarias”, dice la dirigente, que les aconseja a sus vecinas que no se aflijan, que repasen los libros de años anteriores o que intenten reforzar áreas como la caligrafía y la lectura.
A diferencia de la mayoría de los campamentos, en Villa Constancia no tienen problemas para acceder a los supermercados por su cercanía. El gran tope es que frente a la escasez de trabajo y el alza de los precios, el dinero no alcanza para la mercadería. Así como Sonia, varios pobladores trabajan vendiendo en la ‘feria de las pulgas’ y con el cierre de ésta, se quedaron sin ingresos. A esto se suma un gasto que hasta hace unos días no estaba considerado: el desayuno y almuerzo que los niños recibían en sus escuelas. “Ya llevamos casi dos semanas y esas comidas no estaban contemplados en el presupuesto hogareño. Cada familia tiene planificado el tema del alimento. Entonces imagínate que hay que hacer almuerzo, hay que comprar pan, y de verdad que no alcanza”, dice la líder.
A pesar de las múltiples dificultades, las familias de Camino del Desierto siguen firmes con sus reglas. La preocupación principal son los niños, cuidarlos, educarlos y alimentarlos. Ante un posible contagio entre los vecinos han pensado que lo aislarían en la sede vecinal, pero aún no lo tienen planeado. “Estamos asustados. Ojalá que no por estar en un campamento nos hagan a un lado, necesitamos información, qué podemos hacer en estos casos, con estos temas. Necesitamos ese apoyo, con los niños, con lo que nos falta. No necesitamos lástima, queremos saber qué hacer”, concluye Sonia Toro.
Jerusalén: un campamento insurgente
De todos los campamentos del país, el Jerusalén, ubicado en el sector de Batuco dentro de la comuna de Lampa, en la Región Metropolitana, es uno de los más nuevos. Comenzó a formarse hace unos cuatros meses y hoy unas 350 familias ya levantan su casa en ese lugar. Por eso es común ver vecinos trabajando en las edificaciones, y por eso también contar con servicios básicos como luz o un sistema de alcantarillado es más un sueño que una realidad. Para tener acceso a agua algunos vecinos han hecho pozos, aunque la mayoría depende de un camión aljibe de la municipalidad que los visita una vez a la semana y de la generosidad de vecinos colindantes a la toma que les permiten llevarse agua de sus casas.
La presidenta del campamento, Pamela Reyes, llegó hace cuatro meses junto a su pareja y a su hijo de nueve años, aunque el menor ya no está con ellos: decidió enviarlo a pasar la cuarentena donde su madre -que vive también en Batuco- mientras dura la emergencia del Covid-19. “Muchas mujeres hemos optado por dejar a nuestros hijos con sus abuelas fuera del campamento, porque acá es más fácil resfriarse debido a que no todos tienen sus casas cerradas todavía. Hay personas que duermen hasta sin techo”, explica Reyes.
Es difícil porque estamos del lado de la civilización por así decirlo, pero estamos aislados, no tenemos agua y estamos escasos de alimentos.
Pamela Reyes
Esa no ha sido la única medida tomada en el campamento: decidieron suspender las reuniones comunitarias que hacían todos los sábados y los trabajos para formar una plaza en el campamento. La idea es evitar el contacto social y entregar todas las informaciones comunitarias a través de WhatsApp, aunque saben que en este contexto es difícil que no haya contagios a futuro. “No tenemos de dónde sacar mascarillas, guantes ni alcohol gel. En Batuco está todo agotado y las personas que los venden lo hacen al triple del precio normal”, cuenta Reyes, sobre los comercios que están a unos 20 minutos de caminata desde el campamento.
Otro de los dirigentes de la toma es Agustín Villacura, quien trabaja como conductor en un colector de residuos urbanos en el sector oriente de Santiago. Él explica que lo peor aún no llega: “Esto se viene pesado, porque en invierno se agravan las enfermedades respiratorias. Acá es muy crudo porque estamos en un sector que antes era un humedal. Ojalá haya una cura pronto para el Covid”.
Los dirigentes coinciden en que no será un invierno sencillo, y temen que con su llegada muchos vecinos del campamento decidan tomar sus cosas y abandonarlo. “Hay personas que han decidido retirarse. Es complicado porque recién estamos entrando a la llegada de los fríos, entonces se ponen en el caso de qué vamos a hacer en junio y julio. Por eso deciden irse”, explica Reyes.
Para Villacura, esto pasa por el desamparo en que se encuentran. Dice que la municipalidad no tiene un compromiso con ellos y que durante esta emergencia sanitaria nadie de allá se ha aparecido por el campamento. Por eso, explica, el único plan de contingencia frente a posibles contagios es hablar con organizaciones privadas como Techo, y confiar en el criterio y la autogestión de los vecinos. “No contamos con nada. Yo en mi trabajo tengo alcohol gel, pero no mascarillas. Con mis hijos tenemos un pequeño protocolo de lavarnos las manos con jabón y les digo que usen un pañuelo para taparse la boca y la nariz”, cuenta Villacura.
Ambos dirigentes se muestran escépticos del respeto de la cuarentena en el sector. Explican que los vecinos que se quedan en sus casas son los que están cesantes, porque los que tienen trabajo deben salir. Ese es otro problema: la pandemia ha esfumado el dinero de los hogares. “Hay muchas familias que ya no tienen dinero para comprar alimentos porque eran feriantes y las ferias no están autorizadas. También hay otros que eran vendedores ambulantes y tampoco pueden trabajar”, dice Reyes, y agrega que la situación es más compleja aún porque se trata de familias donde un solo sueldo alimenta a muchos. “Es difícil porque estamos del lado de la civilización por así decirlo, pero estamos aislados, no tenemos agua y estamos escasos de alimentos. Si a eso le sumas estar sin plata, es mucho peor”, concluye.
Los Eucaliptus: un campamento de adultos mayores
En el centro de la ciudad de Chillán, a los pies de la sede de la Universidad de Concepción, se encuentra el campamento Los Eucaliptus. Ahí viven 18 familias, que suman entre unas 30 a 40 personas, según la dirigente del recinto, María Quiroz. El grupo se caracteriza por la edad avanzada de quienes por más de 30 años habitan los terrenos tomados en una zona de alta plusvalía. No cuentan con luz, ni agua y tampoco alcantarillado.
‘La señora María’, como le dicen los vecinos, tiene 46 años y llegó a la zona hace 15 cuando su primo ‘Carlitos’ la invitó a vivir en el terreno que actualmente comparten. “Hice como pude mi mediagua”, cuenta la mujer que vive con su hermano. Los últimos meses Quiroz trabajaba haciendo aseo en el terminal de buses María Teresa. Las noches de domingo a viernes limpiaba el suelo y los baños del lugar, hasta que cerraron el paradero por la crisis y el cordón sanitario que fue impuesto en Chillán. Ahora pasa el día en su casa, porque está en cuarentena como todos los vecinos del campamento: “Nos estamos cuidando como podemos”, dice.
Acá vamos a tener que hacer milagros. Al final vamos a tener que hacer olla común pa’ que podamos comer todos, no alcanza la plata y aquí ya hay gente que no tiene nada pa’ comer
María Quiroz
Los días viernes llega a Los Eucaliptus un camión aljibe que les entrega poco más de 300 litros de agua por persona para la semana. Según la OMS una ducha de 10 minutos equivale a 200 litros. De ahí beben, cocinan y se bañan. El agua siempre les ha faltado, pero en situación de pandemia la escasez es cada vez más dura. “Por el campamento pasa un canal y de ahí sacamos agua, le echamos cloro para poder lavarnos las manos a cada rato. Es agua contaminada y andan ratones; ese es el riesgo que corremos acá, pero no hay nada que hacer”, cuenta la pobladora.
“Cuando supimos del coronavirus nosotros llorábamos, llorábamos de ver que está llegando tanta cosa, gente que ha muerto, gente que está enferma. Nos duele y nosotros donde vivimos corremos más riesgo que otras personas”, dice afligida Quiroz, que como líder de la comunidad no dudó en imponer su propia cuarentena.
A los pocos días de encierro, una vecina de aproximadamente 70 años se enfermó. Luego de días de resfrío, fiebre y vómitos, María le pidió el auto a su primo y llevó a la anciana al hospital. “Gracias a dios no tenía nada”, dice la dirigente, que mientras esperaba los resultados del examen de Covid-19 planeaba la atención de su vecina. “La idea mía era conseguirme una bolsa de nylon gruesa, ponerle elásticos y hacerme como un chaquetón; además de ponerme mascarillas e ir a darle los medicamentos si estaba contagiada”, cuenta María Quiroz, que sabía que como la anciana vivía sola, alguien tenía que hacerse cargo.
Para comunicarse entre los vecinos tienen un grupo en WhatsApp, donde mandan información sobre lo que está pasando y ofrecen ayuda, sobre todo cuando un vecino va a comprar. Algunos como María Quiroz no saben leer, pero los que viven con ellos les leen los mensajes, otros no tienen teléfono y a ellos les gritan de una casa a otra qué se está diciendo.
“Vecina, voy a comprar, ¿necesita algo?”, recuerda María que le gritó ayer la señora que vive al lado. “Tráigame pancito, mantequilla, algo que me alcance con tres lucas”, le respondió desde lejos. La vecina volvió con una bolsa y la mercadería la amarró a un palo para luego pasarla por la reja, desde donde Quiroz la recibió. Usando el mismo palo, entregó el dinero. Ese es el protocolo en Los Eucaliptus: nadie se toca ni se acerca al otro.
Entre los pobladores no tienen dificultades para organizar quién va a comprar. El problema es que cada día es menos el dinero que les va quedando. Casi todos los que trabajan lo hacen como temporeros y otra gran mayoría vive de sus pensiones. “Estamos todos cesantes”, dice la dirigente, quien acusa que el precio de los productos ha subido de manera importante. “Acá vamos a tener que hacer milagros. Al final vamos a tener que hacer olla común pa’ que podamos comer todos, no alcanza la plata y aquí ya hay gente que no tiene nada pa’ comer”, cuenta Quiroz.
Además del hambre, a la mujer le preocupa el invierno. Las temperaturas comenzaron a bajar en la Región del Ñuble y los materiales de construcción dejan filtrar la lluvia en las casas. Además, el canal que pasa por el lado suele subirse e inundar el campamento. “Me da mucha pena, rabia, impotencia. Tengo miedo de saber que a alguien de mi gente le pase algo y yo sin poder hacer nada. Aquí toda la gente vive asustada. Con este virus que anda estamos solos y eso duele porque quedamos desamparados”, dice desde su cuarentena María Quiroz.
El peor momento: Según Techo y el Ministerio de Vivienda y Urbanismo
Según Carlos Garcés, encargado nacional del programa de asentamientos precarios del Minvu -la oficina del ministerio que trabaja con los campamentos-, este fue el peor momento para que una emergencia sanitaria como ésta llegara a estos territorios. Según el Catastro Nacional de Campamentos 2019 del MINVU, en el país hay 802 emplazamientos de este tipo, un aumento significativo en relación con el anterior catastro de 2011, cuando había 657. La cantidad de hogares en ellos también ha crecido, saltando de 28 mil a 47 mil en la actualidad.
“La llegada del Covid-19 es muy preocupante porque los campamentos en sí son un foco de insalubridad por lo precario de los asentamientos”, dice Garcés, quien explica que si bien la mayoría de los campamentos son antiguos y por tanto cuentan con servicios básicos, como luz y agua potable, la preocupación del programa que dirige está en los campamentos que no cuentan con red de alcantarillado y dependen de camiones aljibe.
Por eso han comenzado algunos trabajos para ayudarlos y desde la semana pasada en el Minvu están implementando un programa para reforzar el trabajo que hacen con dirigentes barriales, entregando información con las recomendaciones del Minsal y monitoreando los protocolos con los Seremis de esa cartera en caso de registrar infectados. “Si dejamos a un contagiado en un campamento, por el nivel de hacinamiento e insalubridad, seguramente se producirá un problema mayor”, cuenta el funcionario.
Garcés dice que son conscientes de que las familias de los campamentos muchas veces no tienen los medios para llegar a los servicios de salud, y por eso están trabajando para facilitar eso con medidas como que a los adultos mayores que viven allí les vayan a poner las vacunas de la campaña de invierno a sus casas. Además, están en contacto con organizaciones como Techo, viendo la manera de coordinar la entrega de insumos.
El director social de esa organización, Vicente Stiepovich, dice que hoy están trabajando para levantar información en los campamentos frente a la pandemia. “Vivir la cuarentena ahí es bien distinto a hacerlo en una casa promedio. Es vivir en una casa con hacinamiento, donde duermen varias personas por pieza, los espacios comunes son bien acotados. Es bastante complejo, ya que no sólo es más fácil el contagio al estar tan cerca, sino que las condiciones humanas de vida y la calidad empeoran”, cuenta Stiepovich.
Él explica que el problema sanitario acarrea otro económico, uno que se hace notar en los vecinos que viven del trabajo diario y que por la cuarentena no podrán salir a sus empleos. “Eventualmente, vamos a tener problemas de desabastecimiento, de acceso a bienes y no porque no existan en la cadena de suministros, sino porque la gente va a tener menos plata para comprar”, explica el director social de Techo.
Por eso hoy trabajan conociendo las necesidades de los vecinos de los campamentos en este contexto, por lo que llaman cada dos días para conocer la situación de las familias. Además, están informando a dueñas de casa con medidas de prevención y datos oficiales sobre cuándo asistir a hospitales. “La otra medida que estamos viendo es anticiparnos a un eventual desabastecimiento y falta de acceso de familias a bienes básicos. Estamos trabajando en algún tipo de campaña de movilización de recursos para poder llegar con alguna asistencia a las familias que lo requieran”, dice Stiepovich.
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