Cuando a principios de mayo el doctor me anunció que se me había reactivado el cáncer, en mi cabeza hubo un silencio rotundo. Me fui a blanco. Mientras veía que él movía las manos y la boca, yo pensaba que a mis 28 años, por tercera vez, iba a tener que volver a las quimioterapias.

Mi enfermedad fue detectada por primera vez en 2010. Su nombre médico es linfoma no Hodgkin; que en simple es un cáncer que comienza en las células llamadas linfocitos. Supe que lo tenía estando hospitalizado por otra cosa.

Ese año me había ido a trabajos voluntarios al sur, después del terremoto, pero tuve que devolverme porque me dio una artritis reactiva. Estuve internado unas semanas, y la pude controlar con terapia biológica y corticoides. La artritis llegó de manera inesperada. Antes, en 2007, había tenido una bacteria que aceleraba mi producción de insulina y me generó una serie de problemas. Pasé mucho tiempo de doctor en doctor. Algo que no tendría sentido contarlo en otras circunstancias, ocurrió entre una enfermedad y la otra: en uno de mis exámenes de rutina me ofrecieron un seguro oncológico. Lo acepté porque sí, sin fundamentos, pero lo cancelé un mes antes de que me detectaran la artritis. La posibilidad de tener cáncer, según yo, era mínima. Pero me equivoqué.

Al poco tiempo de cancelar el seguro, me dio una hemorragia, quedé hospitalizado, me hicieron una biopsia y se dieron cuenta de que mi linfoma es uno de los agresivos en su especie. Esa vez me hicieron seis quimioterapias. Todo iba relativamente bien, aunque el costo del tratamiento generó una gran deuda.

En ese tiempo, igual que ahora, vivía con mi mamá y mi abuela. Mi hermano vive muy cerca de nosotros. La primera vez que me detectaron el cáncer fue muy triste. Es como si llegara a casa una encomienda que nadie quiere abrir y con la que nadie quiere tomar contacto, porque es una cuestión que da miedo ver. Pero tuvimos que ver esa encomienda, ensuciarnos las manos, llorar y ver qué aprendimos de todo eso. Desde que me dijeron que tenía cáncer, ni el helado de vainilla tiene el mismo sabor que antes para mí.

Las quimioterapias, la primera vez, funcionaron bien. En paralelo entré a estudiar Medicina en la Universidad de Chile. Tuve que congelar en 2012, porque el cáncer se me reactivó. Nuevamente me internaron. Esa vez fue un poco más agresivo, pero todavía se podía tratar con drogas específicas. Me preguntan seguido si estudiar Medicina ayuda para el proceso del tratamiento, pero no es así: sólo me surgen más preguntas, sobre todo ahora que ya voy en cuarto año.

Desde que me mejoré de esa segunda vez, hice mi vida normal. Salía con amigos, estudiaba harto, me gustaba caminar y entré, hace tres años, a Revolución Democrática. Ahí soy parte activa de la comisión de salud. He hecho buenos amigos y lo he notado sobre todo ahora, porque esta tercera pasada del cáncer ha sido la peor de todas.

En mayo pasado llegué a la clínica por un examen de rutina y, sin imaginarlo, me diagnosticaron cáncer en etapa cuatro. Cuando el doctor me dio la noticia, lo primero que hice fue llamar a mi mamá. Aunque ella quería ir a buscarme a la Clínica Alemana, donde me atiendo por Fonasa, le dije que no, que quería caminar un rato, digerir esto. Llegué hasta el Costanera Center, llorando.

Hoy tengo metástasis en el hígado, el páncreas, el cerebro y otras partes de mi cuerpo. Las quimioterapias las empecé rápidamente, aunque sólo pude cumplir los dos primeros ciclos. Desde julio tengo una hipoglicemia severa, que al parecer me dio porque cuando partí el tratamiento tuve tantos vómitos y náuseas que dejé de comer. Eso me tuvo un mes hospitalizado en la UTI de la Clínica Avansalud. Salí de alta hace exactamente una semana.

Como estuve internado, no pude seguir el camino de las 12 quimioterapias que debo realizar. Será así hasta que puedan regularme la glicemia. Mientras eso ocurre, el cáncer avanza rápidamente, y otras partes de mi cuerpo se descompensan. He tenido que ir paso a paso, aunque al mismo tiempo sé que estoy en etapa de decisiones, incluso si sigo o no el tratamiento. ¿Valdrá la pena? Pero sí, sé que vale la pena.

El costo es grande, y lo digo de manera literal. A la clínica, en mi última hospitalización, llegué por Ley de Urgencia. Me trataron muy bien, pero los temas administrativos son engorrosos. Presionan para que empiece a pagar luego, porque aunque no pagué la estadía, sí tengo que cancelar los costos asociados a tratamientos externos que la ley no cubre, como los exámenes y medicamentos de más alto costo. La deuda, por ahora, la tengo yo. Pero como soy paciente de alto riesgo, llaman seguido a mi mamá para que firme ella el pagaré y que deje un cheque en blanco en garantía.

Pasado un mes del alta tendré que empezar a pagar el medicamento que cuesta un millón seiscientos mil pesos y me lo ponen cada 15 días. Otro sale más de cien mil por dosis y se inyecta dos veces al día. Eso será así hasta poder estabilizar mi crisis de glicemia. Pero eso no es todo. Mi quimioterapia no tiene cobertura en el sistema público, porque son inmunoterapias muy específicas y muy caras a las que el sistema público no tiene acceso o donde la efectividad es bastante menor. Por eso me atiendo en la Clínica Alemana. Sé que me voy a morir pagando, pero también sé que no corresponde que esa deuda la herede mi mamá.

Julio fue un mes muy difícil. Quizá el más difícil de mi vida. Hace tres semanas me dijeron que mi cáncer está en etapa terminal. Lo que sí puedo hacer es luchar por la sobrevida. Si todo sale bien, pueden ser hasta cinco años. Emocionalmente me siento no sólo responsable de mí, sino también de los otros. Tengo una presión de no generar un estado en el que todos se pongan a llorar y la cosa se descontrole. En mi casa, por ejemplo, no se llora en grupo. Cada uno lleva su pena. A mí tampoco me ven triste. Trato de mantenerme firme, aunque esté destruido. También de mostrarme feliz y tranquilo para que los otros puedan sentirse mejor.

Esta hospitalización de casi un mes me sirvió al menos para ir soltando, para llorar más tranquilo y para vivir mis procesos en solitario. He llorado, he pataleado, me he llenado de rabia, pero he tenido buenas personas cerca que me han ayudado a calmarme.

Todos los días pienso que antes de llegar a esto mi rutina era distinta, de mucha actividad. Estaba en clases, tenía el deseo de crear una ONG para tratar la eutanasia en Chile, y asistía a reuniones de comisión en RD. Pensando, preferí congelar mi carrera, detener el proyecto de ONG, y sólo quedarme con la militancia. La gente de RD se ha portado muy bien conmigo. Me han apoyado un montón. Nunca pensé que un grupo político podía ser así de apañador. Son amigos de verdad. He pasado momentos devastado por no saber qué pasará, pero ellos me han sacado a flote. Mis amigos y familia me han ayudado a no hundirme; y cuando estoy a punto de hacerlo, me han sacado con salvavidas.

Hoy voy paso a paso. Leí libros de Bukowski en la clínica, y me distraigo conversando con amigos, aunque las noches son duras. Pienso, a solas, que hace dos meses estaba bien; pienso que no quiero no estar vivo. Tengo miedo de lo que puede venir porque los exámenes traen noticias buenas y malas. Últimamente me han tocado las malas, pero me gusta pensar que pueden llegar, de vez en cuando, algunas buenas.

Me preocupa mi vida, mi familia, y el costo de todo esto. Sobre todo porque no quiero perjudicar a mi madre. En lo económico me han ayudado en la comisión de salud de RD con bingos y colectas. Al principio me daba vergüenza, pero ya estoy entregado. Si puedo volver a las quimioterapias y radioterapias, me saldrán cerca de 130 millones de pesos. No hay cómo solventar eso.

Hoy mi lucha es con el tiempo. En estos cinco años de sobrevida me gustaría terminar la carrera, aunque ya no sé ni qué pasará la próxima semana. Estoy todos los días reinventándome y teniendo que elegir vivir. Todos los días me pregunto si quiero ver esto como una experiencia de vida o una experiencia de muerte. He tenido de las dos. Los días en que estoy al cien por ciento, que son los menos, soy muy feliz. Pero hay días que no, que estoy mal, que lo veo como una experiencia de muerte y sufro. Pero la verdad no le tengo miedo a la muerte. Me aterra la forma, pero creo que es algo súper natural.

Cuento mi historia porque intento ser el portavoz de muchas familias que viven la inequidad y fragmentación de la salud. Yo tengo la posibilidad de acceder a diversos tratamientos -a un costo millonario impagable, por cierto-, pero hay una enorme cantidad que no tiene ese acceso y mueren esperando atención en el sistema público. Hoy lo que la Constitución ampara es el derecho a hacer negocios con la sanidad y no el derecho de la población total a una vida sana, ni su acceso a un sistema de salud pública de calidad. Es urgente contar con un Seguro Nacional de Salud. Es urgente, sobre todo cuando el tiempo es una cuenta regresiva.

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