Toda mi vida me he dedicado a técnico industrial. Sé reparar electromecánica, bobinado de motores, máquinas de industriales y un sinfín de cosas. Desde joven trabajé en empresas en el rubro de plástico, metales y maquinaria. También hacía mucho deporte, jugaba fútbol.
En 2004, a los 54 años, tuve que jubilar porque me descubrieron un problema en la columna cervical. Tantos años de trabajo con máquinas pesadas me pasaron la cuenta, además de hacer mucho deporte de forma inadecuada. La única opción era operarme para reemplazar parte de algunas vértebras. No lo hice porque un familiar tuvo un problema similar y tras la operación quedó tetrapléjico. Consideré riesgosa la cirugía.
Comencé a trabajar de forma independiente. En el sector donde vivo, en la Panamericana, hay muchas empresas y me ofrecí de técnico para reparar las máquinas. Por nueve años me fue muy bien, junté mucho dinero y no tuve tantos dolores en mi espalda.
Hasta que un día, en un paseo familiar y tras jugar fútbol, me caí en la ducha. Me pegué en la nuca con el borde de la tina. Fue una sensación como que me agarraban de los pies y me tiraban hacia abajo. No tuve dolor inmediato, así que no le di importancia. Con los días, empecé a perder la sensibilidad en mis brazos y piernas. Rápidamente fui al doctor: mi problema cervical había empeorado.
Me operaron y la condición que el doctor me puso fue dejar de trabajar con maquinaria pesada. Le expliqué que me estaba cortando las alas porque en mi trabajo siempre hay emergencias donde hay que cargar herramientas y repuestos pesados; así que dejar el trabajo no era una opción. Sobre todo con la baja pensión que recibo. Él me miró y me dijo: "Es su salud o el trabajo. Usted decide". Con mi señora pensamos que lo mejor era dejar de trabajar y buscar otra solución.
Dejar de trabajar me deprimió mucho. Mis ahorros se estaban agotando y yo no encontraba trabajo. Terminé en una depresión, con las manos atadas. Pensé que el espacio que uso como taller en mi casa podía servir para poner un servicio técnico de lavadoras, pero no tenía clientes, nadie me conocía.
Calculé que en diez años sería lo suficientemente conocido como para vivir de esto, pero ese tiempo era mucho para mis ahorros y mi familia. La depresión siguió empeorando. Aún más cuando mi hijo se fue con mis nietos a vivir a Canadá por trabajo.
Encerrado en mi casa, veía en las mañanas como todos salían a trabajar y yo me quedaba ahí sin hacer mucho. No tenía ánimo para nada, sentía que todos mis conocimientos se estaban perdiendo.
Después de un año y medio con depresión, mi familia salió a un paseo y me quedé solo en mi casa. No quise ir, no tenía ánimo para nada. Ese día lloré, grité y descargué todo lo que tenía adentro. Pensé en suicidarme porque sentía que no valía la pena seguir vivo. Pero me di cuenta de que estaba en lo incorrecto. Le pedí a Dios que me abriera una ventana, que me diera una oportunidad de mostrar lo que yo sabía en mecánica. Le pedí ser el técnico más conocido de la Región Metropolitana. Sequé mis lágrimas y publiqué en una página de internet mis servicios de reparación en equipos de música, televisores, lavadoras, secadoras y microondas. Puse un valor bastante bajo para ganar mis primeros clientes: tres mil pesos la visita.
En tres meses nadie me llamó, pero yo estaba más calmado porque sabía que algún trabajo saldría. Hasta que recibí mi primer llamado. Una joven me pedía arreglar la lavadora de su abuelita porque no centrifugaba. Acepté altiro, le dije el lunes a las cuatro de la tarde estaba en su casa. Con los días empecé a dudar de este servicio porque la niña me llamaba insistentemente para preguntarme si iría o no; todo era muy sospechoso. Además, con la depresión sólo pensaba en cosas negativas. Se me metió en la cabeza que me querían robar mi auto.
Ese lunes me desperté dudando si ir o no. No sabía qué hacer. Pero tenía que ir porque era mi primer trabajo. Llegué un rato antes para analizar el lugar y la situación.
Toqué la puerta y salió la joven del llamado. Me presentó a su supuesta abuelita y la lavadora. Al abrirla, me dijeron que tenía otro problema, distinto al que me contaron por teléfono. Empecé a dudar de nuevo. Arreglé la falla, que era bastante básica, y la abuelita siempre preguntaba cuánto le iba a cobrar.
Al arreglar la lavadora y decirle el precio, el Tío Emilio (Emilio Sutherland, del programa En su propia trampa) salió tras una puerta donde estaba escondido. Al verlo, pensé que era un sueño, que cómo yo podía estar ahí al lado de él. No pensé en algo malo, porque sabía que todo lo que había hecho estaba bien. Hasta que me dice: "Don Carlos, cayó en su propia trampa". Ahí me asusté, pero él mismo me dijo que me tranquilizara porque todo mi trabajo había sido muy honesto. Me abrazó y me dijo: "Cuando este programa salga al aire, lo van a llamar de todos lados". Recordé altiro lo que le había pedido a Dios. Me emocioné mucho. El Tío Emilio no sabía por todo lo que había pasado y me estaba entregando una gran oportunidad. Cuando llegué a mi casa, le conté a mi señora y no me creía que mi primer llamado de trabajo había sido el Tío Emilio.
Tres meses después salió el capítulo en televisión y publicaron mi celular y teléfono fijo. Esa noche me llamaron más de 300 personas; mi señora atendía un teléfono y yo otro. Me llamaron desde Arica a Punta Arenas para felicitarme por mi honestidad. ¡Hasta un chileno radicado en Estados Unidos me llamó para agradecerme que aún existan buenas personas!
Mi agenda de servicios se copó. Después de dos semanas me acordé de que no había tomado mis pastillas de la depresión y que ya no estaba triste, incluso cantaba en el auto mientras me dirigía a las reparaciones. La pena ya la había dejado atrás. Las personas que me llamaban para arreglar sus lavadoras me pedían tomarme fotos con sus familias. Yo me ponía en el centro y todos alrededor mío. Me sentía muy feliz de que la gente reconociera mi trabajo. Siempre les contaba que el Tío Emilio me había salvado, sin saber ni quererlo.
Tras seis meses de trabajo, pude viajar a Canadá a visitar a mi hijo. Fuimos con toda mi familia y estando allá le dije: "Hijo, el día que se publicó el programa, me estaban dando este regalo, poder visitarte". Nos abrazamos y lloramos de emoción.
Hoy conozco casi todas las comunas de Santiago gracias a mi trabajo. Siempre tengo servicios que realizar, lo que me tiene muy contento. Salgo de mi casa cerca de las siete de la mañana y vuelvo en la noche. A veces, mi señora me dice que no vaya a algunos lugares peligrosos, pero voy igual porque siento que es injusto no hacerlo. Además si Dios me dio esta tremenda oportunidad, no me la va a quitar tan fácil.