La vida ha encontrado un sinfín de caminos para realizarse. El número de especies animales y vegetales asciende hoy a cerca de diez millones, de las que una cuarta parte vive en los mares. La amplitud de formas de vida abre una pregunta interesante: ¿Ha sido la presión evolutiva dictada por el clima y el medioambiente la causa de la biodiversidad, o acaso han evolucionado juntas y en interrelación la vida y el sustrato material que a ésta ofrece el planeta? James Lovelock se inclinó por lo segundo y formuló hace medio siglo la "hipótesis Gaia": la vida no es un sujeto pasivo en un escenario predeterminado.
La biodiversidad contribuye a la estabilidad de la temperatura global, a la salinidad de los océanos, al nivel de oxígeno en la atmósfera y a otros factores de habitabilidad, en una suerte de homeostasis planetaria. Lo vivo y su entorno evolucionan a la par, afectándose mutuamente, en un equilibrio que no es necesariamente estable: una alteración importante puede sacar al sistema completo de su precario equilibrio. Un buen ejemplo de ello tuvo lugar hace 2.500 millones de años cuando la población de cianobacterias —algas verdeazuladas capaces de realizar fotosíntesis— creció desaforadamente, inyectando toneladas de oxígeno en la atmósfera. Las condiciones del entorno cambiaron radicalmente, una catástrofe climática en la que hubo perjudicados y beneficiados. Entre estos últimos están nuestros ancestros, seres que desarrollaron el mecanismo de la respiración y pudieron aprovechar los nuevos aires.
Si bien es mucho lo que ignoramos sobre cómo se alcanza y cómo se mantiene el equilibrio en un ecosistema, lo cierto es que la biodiversidad incrementa la regulación de muchas variables que conducen a la estabilidad del clima. Los eventuales desaguisados que cada especie tienda a provocar en su entorno se cancelan entre sí con máxima eficiencia. El cambio climático que experimentamos actualmente no es sólo una cuestión de dióxido de carbono, metano u otros gases de efecto invernadero; también es un asunto de reducción de biodiversidad, algo que va mucho más allá de la pérdida de aquellas especies que nos resultan entrañables.
Nuestro pasado está lleno de advertencias. Muchas civilizaciones padecieron algo parecido a la extinción como fruto de su crecimiento insostenible y su desprecio de la biodiversidad. El caso de los mayas es paradigmático por tratarse de una civilización que llegó a un grado elevado de desarrollo. En un territorio como la península de Yucatán, afectado periódicamente por sequías derivadas de la actividad solar y cuya irrigación acontece íntegramente bajo tierra —aflorando el agua en los magníficos cenotes—, la superpoblación y el monocultivo del maíz derivaron en la práctica extinción de los mayas en el siglo X; sobrevivió uno de cada cien.
La deforestación y erosión de las tierras de cultivo y la consiguiente sequía, el aumento de la población por encima de los medios disponibles, las guerras internas por los recursos que declinaban y la ausencia de nuevos territorios a los que poder desplazarse, constituyeron la tormenta perfecta. Los líderes mayas, eso si, jamás dejaron de impulsar la construcción de templos que hablaran al mundo de su grandeza, entreteniéndose en la miopía cortoplacista de la orquesta que siguió tocando en los señoriales salones del Titanic.
James Lovelock visitó Santiago de Compostela en 2010. Impartió una conferencia en la que mostró indicadores como el nivel del mar cuyo crecimiento reciente ha sido peor que el pronosticado por el Panel Internacional del Cambio Climático. Argumentó que a finales de este siglo los efectos serían devastadores, principalmente en cuanto a la sequía, los incendios y su consiguiente crisis de refugiados. Remarcó el hecho de que «no estamos destruyendo el planeta»; Gaia seguirá su andadura y, como siempre, habrá especies beneficiadas y perjudicadas por nuestros disparates colectivos. No sin cierto sarcasmo, eximió al ser humano de responsabilidad al declararlo inimputable. Lo equiparó con quien se encuentra un revólver en la jungla y, al examinarlo, intenta ver su interior a través del cañón disparándolo accidentalmente: la bala que atravesará el cerebro ya inició su camino pero el inopinado suicidio, técnicamente, habrá sido involuntario.
Al terminar la charla me acerqué y le pregunté: «Profesor Lovelock, si la humanidad tomara conciencia de la dramática situación y le otorgara el timón, ¿qué haría?, ¿qué rumbo tomaría?». Clavó sus ojos en los míos con la mirada compasiva de un sabio centenario que no es portador de buenas noticias y me dio una respuesta inesperada y angustiante: «Sólo puedo decirte lo que yo haría si fuera español: me armaría hasta los dientes para cuando llegue el momento, antes de fin de siglo, en que millones de refugiados del centro y norte de Europa, hambrientos por la sequía, quieran entrar en la península Ibérica; habrá que decirles que no hay lugar para todos… y se pondrán violentos». Exagera, pensé. Luego vi arder la Amazonia y Australia.