Fotografía del 25 de enero

Parece un obvio juego de ingenio y la manera más fácil de comenzar el relato de su entierro, pero es cierto: Nicanor Parra tuvo un antifuneral. Le hizo el quite a la muerte. No me refiero a la inmortalidad de sus versos y su obra, ni a que su espíritu vivirá por siempre en los poemas que escribió. Su victoria ante la muerte fue más ruin, más cruel. "Suponiendo que avanzamos por el filo de un precipicio -me dijo un día- y hubiera que elegir entre caerse al despeñadero de la solemnidad o al de la vulgaridad, hay que tender, sin duda, al de la vulgaridad".

Nicanor murió la madrugada del 23 de enero. Todo ese día permanecieron cerradas las puertas de su casa en La Reina. El 24 se lo llevaron a la catedral. Cubrieron su ataúd con un patchwork cocido por su madre, la Clara Sandoval. Para entrar a despedirlo se formó una fila que llegaba hasta el paseo Ahumada. Algunos de sus hijos querían mantener las exequias en la privacidad, mientras otros pensaban que le pertenecía al país entero. Las diferencias entre sus descendientes, para ser francos, comenzaron en torno a su cama, mientras agonizaba. La Colombina, su hija menor y quien lo cuidó durante el último tiempo, estaba del moño con Catalina, la mayor, recién llegada de Nueva York, donde vive hace años. La firma de un testamento en una notaría de San Antonio donde, poco antes de fallecer, Nicanor dejó como albacea y gran heredera a la Colombina, terminó de encender los ánimos.

El testamento firmado a los 103 años, el lío de los cuadernos que clandestinamente había vendido el Barraco y las bandejas de empanadas manuscritas convertidas en mercancía de coleccionistas, más cierta disputa por unas pinturas de la Violeta, terminaron por convertir la muerte de Nicanor en un campo de batalla, a ratos emocional y a ratos material, pero donde el autor de una de las construcciones poéticas e intelectuales más lúcidas y descarnadas de la cultura occidental, era ignorado.

El jueves 25 de enero, el cuerpo de Nicanor fue trasladado a la iglesia Nuestra Señora de la Asunción del balneario de Las Cruces. Viajé desde Santiago con Raúl Zurita, quien llegaba a tomar la posta de la contradictoria pero rigurosa genealogía poética chilena.

Ahí estábamos, esperando que comenzara la misa fúnebre, despidiendo al que habíamos admirado sin decírselo, cuando el padre de uno de los nietos del antipoeta se acercó a la banca en que estaba con Zurita, Marcial, Gumucio, Bianchi y la Tere, y me dijo: "No ataquen al mensajero, pero el Tololo me mandó decirte, Pato, y a ti también, Marcial, que no son bienvenidos en el entierro. Dice que pueden participar de la misa, pero no del resto del funeral".

Ni Marcial, que había sido un amigo muy querido por Nicanor, ni yo entendimos nada. A Adán Méndez, otro de sus muy cercanos, le habían hecho saber antes que no era bienvenido y se había restado. Marcial decidió evitarse malos ratos y se fue al restaurante Puesta de Sol. Yo, en cambio, partí con Raúl al entierro. Consideré que nadie tenía derecho a privarme de despedir a alguien que quería tanto, que me había enseñado y dado tanto. "Duerme la siesta ahí, o mejor ándate mañana", me había dicho Nicanor muchas veces.

Zurita llevaba un discurso escrito en el bolsillo de la chaqueta y la presidenta Bachelet, que participaba desde un rincón como una más, también estaba lista para homenajear a Parra, pero él había decidido no morir pasando a un segundo plano, y todos se quedaron con sus discursos fúnebres atragantados. Un aire enrarecido recorría el ambiente. Los presentes no conversaban entre sí, o lo hacían con muchísimo cuidado, como si un peligro acechara. La Catalina Rojas, viuda de su hermano Roberto, comenzó a cantar "Gracias a la vida" para romper esa nube fría, mientras el Chamaco y la Colombina tiraban ramas en el hoyo, sobre el féretro de Nicanor. Después se pusieron a canturrear unos sobrinos y a caer los puñados de tierra en el agujero, los presentes se miraban de reojo, los que querían llorar no lloraban, ahí estaba la casa, los representantes de la UDP, la nueva ministra de cultura, la Rosita Avendaño, la Claudia colombiana, la tarde y la ingratitud, cada uno evitando encontrarse con el otro.

Yo hubiera querido decirle adiós, Nica, muchas gracias, siempre te echaré de menos, fuiste muy importante para mí. Pero la antipoesía no transa: esconde los sentimientos hasta el final. Y como nadie pudo despedirlo, Nicanor se quedó penando.

*Escritor, fundador de The Clinic.