Fueron 16 años de sospechas, pero ninguna de ellas fue estudiada en profundidad. O al menos, no a tiempo. Si lo hubiesen hecho, habrían encontrado al autor de una serie de asesinatos, un criminal sin mínimas intenciones de detenerse.
Charles Cullen pasó por nueve hospitales en Estados Unidos. Era un enfermero educado, puntual, de aspecto escuálido y una mirada tristona. Sus compañeros de trabajo pensaban que era inofensivo y que mostraba preocupación.
Sin embargo, él tenía intenciones extremadamente distintas. Revisaba indebidamente las fichas de los pacientes y —cuando pensaba que nadie lo veía— tomaba sustancias inadecuadas y las ponía en sus bolsas de suero. El resultado: la muerte.
Una paciente oncológica de 91 años dijo en una ocasión que había visto a “un enfermero furtivo” inyectarle un elemento en la noche, mientras estaba media dormida.
Insistió que no era el que le habían asignado, pero ni sus familiares ni los médicos le creyeron. Más bien, lo consideraron poco probable y descartaron su testimonio.
La mujer murió al día siguiente. Fue solo una de las víctimas que falleció a causa de las acciones de Cullen.
Tras casi dos décadas, la policía pudo identificarlo. Y para que confesara, recurrieron al apoyo de una de sus colegas, quien tuvo un papel crucial en hacerlo caer.
Quién es Charles Cullen y cómo llegó a ser enfermero
Nació el 22 de febrero de 1960 como el menor de ocho hermanos. Vivían en West Orange, Nueva Jersey. Su padre, Edmund, fue un transportista escolar que murió cuando era pequeño, mientras que su madre, Florece Ward, se dedicaba al cuidado de la familia.
Él mismo relató cuando se destapó el caso que su infancia fue una época oscura.
Según declaraciones rescatadas por Infobae, en su casa era frecuentemente maltratado por los novios de sus hermanas mayores. Por otro lado, en el colegio sufría de bullying por parte de sus compañeros. No había lugar en el que se sintiera a salvo.
Por ese periodo, cuando tenía 9 años, trató de atentar contra su vida por primera vez al ingerir unas sustancias químicas. En los años siguientes, volvió a intentarlo en varias ocasiones hasta su adultez.
Cuando iba en su último curso de enseñanza media, su madre también falleció a raíz de un accidente en automóvil. Cullen quedó destrozado.
Buscó una oportunidad en la Armada de Estados Unidos. Se alistó en 1978 y fue asignado a una división de tripulantes de submarinos que cargaban misiles de combate.
Aprobó tanto los exámenes físicos como psicológicos y llegó a pasar meses sumergiéndose en las naves con sus compañeros, pero con el tiempo se percataron de señales extrañas en su comportamiento.
Un día, tras mantenerse un año en la institución, un oficial lo encontró en la sala de control de misiles con una máscara quirúrgica, un delantal médico y guantes de látex.
Le pareció sospechoso, así que optaron por enviarlo a otro puesto en una nave de carga, hasta que en 1984 fue expulsado bajo el argumento de que tenía problemas en su salud mental. Antes de que tomaran esa decisión, Cullen había tratado de matarse nuevamente.
Ya fuera de la Armada, decidió inscribirse en la Escuela de Enfermería de Mountainside en Montclair, la cual permitía estudiar dos años para sacar el título.
Con la acreditación en mano, encontró su primer trabajo como profesional de la salud en la unidad de quemados del Centro Médico St. Barnabas, ubicado en Livingston. Dicho lugar sería el escenario de sus primeros crímenes contra pacientes.
Una fachada profesional, violencia doméstica y sigilosos asesinatos
Al poco tiempo de obtener el empleo, Cullen conoció a una mujer llamada Adrienne Taub y empezaron una relación, para luego casarse rápidamente. Tuvieron dos hijas y la primera de ellas nació antes de que cumplieran un año en pareja.
Si bien, en un inicio se presentó como un tipo tranquilo y encantador, más tarde demostró conductas agresivas y violentas. No solo con ella, sino que también con las mascotas que tenían.
Como es de esperar, solo dejaba ver tales actos en la casa, por lo que en St. Barnabas era visto como un enfermero común y corriente. Uno más del personal. Fue a través de esa imagen insospechada que inició con los atentados.
El primer asesinato del que se tiene registro fue contra un juez de 72 años, a quien le suministró una dosis mortífera después de que fuese ingresado por un problema alérgico. Luego fue el turno de una persona que padecía VIH, a quien mató con una sobredosis de insulina.
Continuó con sus ataques hasta llegar a más de una decena de muertos, cifras que preocuparon a los directivos del hospital. A raíz de aquello, iniciaron una investigación formal para descubrir cuáles eran las causas, pero Cullen fue más rápido y decidió renunciar a su puesto en el St. Barnabas.
Mientras las observaciones de las autoridades se desarrollaban en el centro médico —sin llegar a conclusiones efectivas— , él encontró trabajo en el Hospital Warren de Phillipsburg.
Sus planes continuaron y las tres primeras víctimas ahí fueron mujeres mayores. Una de ellas fue la paciente que alertó que había visto a un enfermero sospechoso inyectarle una sustancia en medio de la noche.
Como las condiciones de las muertes eran inusuales, se determinó que el personal del recinto pasaría por un detector de mentiras para encontrar al presunto culpable, pero Cullen consiguió evadir a la máquina. Ni la tecnología logró atraparlo en ese momento.
Siguió, escondiéndose tras su mirada de aparente ingenuidad por un año, hasta que su esposa pidió el divorcio en tribunales, bajo la denuncia de que ejercía violencia en el hogar y agredía a animales.
Incluso, aseguró que el enfermero solía tirar un químico inflamable a los vasos de otras personas y que planeaba envenenar a su hermano. No obstante, sus acusaciones solo quedaron en un trámite de divorcio con custodia compartida de las niñas.
Cullen abandonó la casa familiar y se mudó a un reducido departamento en Phillipsburg.
Tenía el camino libre para continuar con su silenciosa masacre. Y más allá.
A inicios de 1993, entró en la vivienda de una colega cuando ella y su hijo dormían. Luego se fue sigilosamente y comenzó a acosarla con una oleada de llamadas y mensajes telefónicos. Ella lo denunció y él reconoció las acusaciones, así que le dictaminaron un año de cárcel bajo libertad condicional.
Después de que conociera la sentencia trató de atentar contra sí mismo otra vez, por lo que le dieron un diagnóstico de depresión y lo enviaron a un centro psiquiátrico por dos meses. Aún así, trató de hacer de quitarse la vida en más oportunidades.
Aquello llevó a que abandonara su puesto en el Hospital Warren, pero nuevamente, encontró otro en el área de terapia intensiva del Centro Médico Hunter.
Según el testimonio que entregó posteriormente —una vez arrestado— ahí no asesinó a nadie por dos años, pero no pudo comprobarse lo que decía, debido a que las fichas médicas de la época habían sido destruidas.
Pero luego continuó con su matanza. En 1996 asesinó a cinco pacientes más a causa de sobredosis de digoxina y en 1997 se fue a otro hospital llamado Morristown Memorial, en el que fue despedido por no cumplir con sus labores.
El ser expulsado de ahí intensificó su depresión, por lo fue internado en el Hospital Warren, aunque sin obtener resultados positivos. Sus vecinos relataron más adelante que lo escuchaban gritar, correr y hablar solo.
Para ellos, era claro que su salud mental seguía deteriorándose. Sin embargo, Cullen encontró un nuevo empleo en el Centro de Enfermería y Rehabilitación Liberty de Allentown, Pensilvania, pero solo duró unos meses, a raíz de una conducta más que sospechosa: lo vieron entrar con jeringas a una habitación en la que no correspondía y tras, pinchar el brazo del paciente, se lo rompió.
Fue evidente que quería atentar contra su vida. No obstante, la dirección de ese recinto no pensó que anteriormente podría haber asesinado a otras personas.
Hizo lo mismo en los años siguientes, aunque logrando concretar víctimas. Pasó por el Hospital Easton, el Lehigh Valley y el San Lucas, hasta que en este último un colega encontró unos frascos con sustancias de dudosa procedencia en un basurero, lo que le costó perder ese puesto.
Cómo lo descubrieron y qué papel tuvo su amiga
Tras pasar por varios hospitales y enfrentar varios intentos de suicido, Cullen entró al Centro Médico Somerset, en donde se detectó el aumento de muertes, un fenómeno que se tradujo en una penalización para el recinto y un nuevo despido, aunque por otros motivos: haber mentido en unos documentos propios.
El directorio no sospechaba mayormente del enfermero, pero sí los detectives Timothy Braun y Dan Baldwin, quienes le pidieron a su colega y amiga, Amy Loughren, que cooperara para hacerlo reconocer los delitos.
Al principio ella se mostró incrédula y defendió que era un profesional responsable. Sin embargo, cuando le mostraron una lista con las sustancias que había solicitado, se sorprendió. No podía ser casualidad.
“Me di cuenta de que él estaba asesinando gente. Quedé devastada. Había tantos retiros de medicaciones letales. Me sentí traicionada por mi intuición”, confesó Loughren posteriormente al programa de televisión 60 Minutes de CBS News.
Los agentes la convencieron, por lo que comenzó a grabar las conversaciones telefónicas que tenía con Cullen y a analizar las fichas médicas de los pacientes. Ahí notó que él entraba a ver los documentos de personas que no estaban a su cargo, hasta unas 100 veces por noche.
De esa manera presumió que Cullen analizaba a los pacientes y entraba a la sala donde se guardaban las bolsas de suero, cuando fuese menos probable que lo vieran. Una vez solo en la habitación, inyectaba las sustancias en ellas para que después, cuando otro colega las tomara, las llevase a los cuartos de los pacientes.
Así, cuando estos fallecieran él no estaría en la escena del crimen. Con la seguridad de que esta teoría era real, Loughren le pidió que se juntaran en un restaurante. Cullen accedió.
“Yo sé que eres culpable, sé que lo hiciste”, le dijo con una grabadora escondida, a lo que él respondió que deseaba “caer peleando”.
Tales declaraciones fueron suficientes para que los agentes pudieran arrestarlo, pero todavía faltaban pruebas y una confesión más contundente, así que le volvieron a pedir ayuda a su amiga.
“Todavía me siento mal porque lo manipulé (...) le dije que los investigadores me estaban investigando a mí también. Me acuerdo que le pregunté: ‘¿Quién fue tu primera víctima? (...) y empezó a hablar. Dijo que había sido mucho tiempo atrás”, recordó posteriormente en conversación con el citado programa.
El 14 de diciembre de 2003, Charles Cullen fue formalmente arrestado y acusado por un asesinato y un intento de homicidio. Durante el interrogatorio, reveló a Braun y Baldwin que había ocasionado “muchas muertes”.
De a poco, fue confesando decenas de crímenes que llenaron un extenso listado, hasta que en marzo de 2006 fue sentenciado a 11 cadenas perpetuas consecutivas en un primer juicio, luego se le sumaron otras seis adicionales.
En total, se le adjudicó la responsabilidad por 29 muertes concretas, aunque las investigaciones le atribuyeron ser el presunto autor de 400.
La película The Good Nurse (2022) —o El ángel de la muerte, como se le tituló en español)— relata sus crímenes con el libro homónimo del periodista Charles Graeber como base, quien tuvo la oportunidad de entrevistarlo en profundidad.
Krysty Wilson-Caims, guionista de dicho filme disponible en Netflix, explicó en una entrevista con USA Today que la cifra mencionada se calculó considerando los 16 años que trabajó como enfermero y el carácter azaroso de su modo de operar, el cual describió como “una lotería de la muerte”.
Por su parte, Cullen, quien todavía se encuentra en prisión, accedió a una entrevista audiovisual con 60 Minutes, en la que aseguró desde la cárcel que sabía que lo que hizo estuvo mal, tanto “en ese momento como después”.
—¿Estás arrepentido de lo que hiciste?
—Sí, pero como he dicho, no sé si me hubiera detenido...
Revisa un extracto de esa instancia haciendo click en este enlace y un tráiler de la película basada en los hechos reales a continuación.