En la mente de Luis Alfredo Garavito, el asesino serial que atacó a cerca de 200 niños
El detective que descifró su modus operandi, César Arenas, aborda el caso con LT y relata cómo sus diálogos con él permitieron identificar a las víctimas.
Fue el 12 de octubre de 2023. Esa mañana, el abogado César Arenas tenía un día normal dentro de su rutina como investigador retirado, especialista en atrapar asesinos seriales y hoy dedicado a labores de consultoría.
Hasta que de repente, su teléfono empezó a sonar con notificaciones de mensajes y llamadas de sus cercanos.
—César, acaba de morir Garavito —le decían por voz o en delgadas líneas de texto, algunas acompañadas de enlaces directos a la noticia en internet.
Arenas llevaba años lejos de ese caso. No solo porque logró resolverlo junto a su equipo después de una ajetreada investigación policial, sino que también porque su vida continuó.
Tenía claro que el crimen no descansa ni en días, noches ni feriados. Había más asesinos por atrapar.
Sin embargo, los ecos de las atrocidades que cometió Luis Alfredo Garavito Cubillos siguieron rondando.
A lo largo de más de 20 años desde que fue condenado a prisión en Colombia, se han escrito libros y se han filmado series de televisión en torno a los actos de “La bestia” o “El monstruo de Génova”, como algunos se han referido a él.
Tales apodos no son mera casualidad: a Garavito se le atribuyen cerca de 200 asesinatos y violaciones de niños, aunque se presume que la cifra puede ser considerablemente mayor.
Todos varones, de escasos recursos y de edades que iban desde los 6 hasta los 16 años.
Los mitos en torno a Garavito también fueron amplios. Para muchos jóvenes colombianos que crecían a finales de la década del 90, su figura —incluso cuando aún era desconocida— se traducía en lo peor que pudiesen (o no) imaginar.
La presión por encontrar a un culpable era alta. O más bien, altísima.
Tanto Arenas como sus compañeros trabajaban de lunes a lunes para descubrir la identidad del agresor.
El siguiente paso: hacerlo caer tras las rejas.
Pero no era una misión sencilla. Estaban en medio de un escenario en el que cada investigador debía atender entre 400 y 500 casos. Asimismo, el conflicto con la guerrilla de las FARC estaba en un punto álgido.
Las desapariciones eran un fenómeno recurrente. Las muertes, también.
La tecnología y los recursos económicos tampoco facilitaban el camino hacia el objetivo todavía incierto.
A diferencia de lo que se puede ver en programas estadounidenses como CSI y Law & Order, no contaban con ordenadores de última generación ni con fondos para moverse por todo el país en favor de la búsqueda.
Tenían múltiples puntos en contra. No obstante, pudieron superar un cúmulo de obstáculos y dar con el paradero de quien buscaban.
César Arenas se retiró en 2011 del Cuerpo Técnico de Investigación Criminal y Judicial (CTI) de la Fiscalía General de la Nación, el organismo desde el que resolvieron este caso.
Pero no pudo evitar que una sensación en particular cuando se enteró de la muerte de Garavito, quien estaba recluido en la cárcel de máxima seguridad La Tramacúa, ubicada en el norte del país.
El deceso se dio en un hospital de Valledupar, en donde era tratado por un cáncer de ojo y una leucemia fulminante a sus 66 años.
—Yo presentía que iba a pasar, porque personas que lo entrevistaron recientemente comentaban que estaba muy enfermo. ¿Cuál fue mi impresión? Realmente de descanso, porque había un temor latente de que saliera. Podían ocurrir varias cosas.
Las mayores preocupaciones de Arenas eran que, si Garavito salía de la cárcel, pudiese ser asesinado por alguno de los familiares de las tantas víctimas. O, incluso, por cualquier otra persona.
Aún así, había un factor que describe como “el más preocupante”: que reincidiera tras abandonar las frías paredes de su celda.
—Seguiría matando con más furia —respondía Arenas cuando le preguntaban sobre su visión de lo que podía ocurrir.
No tenía dudas de que las posibilidades de que aquello pasara eran amplias.
—Los sistemas penitenciarios muy pocas veces cumplen su papel de rehabilitación, sobre todo con criminales de este tipo. Sin ser médico, psicólogo ni psiquiatra, dudo que tengan algún tipo de recuperación. Creo que lo que tienen es una furia acumulada y que la descargarían de forma más violenta contra alguien. Eso fue lo que pensé cuando supe la noticia.
Él descifró el particular modus operandi de Garavito, a través del cual fue dejando cadáveres por distintas partes de Colombia sin levantar mayores sospechas.
Arenas decidió contar su experiencia en detalle por primera vez bajo la redacción de su propia pluma, en una extensa publicación de dos partes que escribió para Relatto.
El título que une ambos fragmentos es enfático: “La verdad sobre la captura del mayor asesino de niños en la historia”.
Y en esta oportunidad, accedió a conversar con La Tercera sobre cómo lidió con este caso.
En una locación rural en Colombia, alejado del ruido de las grandes urbes, habla con un ritmo de voz pausado y analítico.
Recuerda desde cómo organizaron una rifa para costear traslados en el marco de la investigación hasta cómo dieron con él a partir de maletas ocultas y que eran propiedad del agresor.
Además, aborda cómo fueron los diálogos que permitieron identificar a gran parte de las víctimas y que llevaron a que recibiera lo que menos esperaba: un apretado abrazo de Garavito y sus deseos de feliz cumpleaños.
—Cuando yo traté con él durante muchos meses y días, fue muy amable. E incluso yo fui cordial. No porque compartiese lo que hizo, nunca. Fui cordial porque necesitaba información.
Los primeros hallazgos: entre restos de cadáveres, botellas de alcohol, fibras sintéticas y otras pistas
Todo partió en septiembre de 1998 en Pereira, una ciudad ubicada a unos 212 kilómetros de Medellín.
Durante la mañana del 7 de ese mes, un campesino reportó el hallazgo de restos óseos mientras transitaba por un sector cercano a la ruta de acceso al aeropuerto de Matecaña.
En las proximidades, también había una cancha de básquetbol, una gasolinera y la sede de un escuadrón del Ejército de Colombia.
El civil sospechó que podía tratarse de huesos humanos, por lo que llamó a las autoridades policiales para que fueran a inspeccionar.
César Arenas fue uno de los miembros del equipo designado. Junto a él asistieron un investigador más, un técnico y un médico forense.
Tras revisar las muestras, el perito determinó que se trataba de restos del cuerpo de un menor.
Dieron vueltas por la zona, pero no encontraron nada significativo para determinar qué había ocurrido.
El detective tuvo la intuición de que ese sería el inicio de un caso que sería aún más complejo de lo que ya parecía en ese minuto.
Seis días más tarde, el 13 de septiembre, volvieron para hacer una inspección en profundidad.
Lo que encontraron demostró que la primera impresión de Arenas fue acertada: había 13 restos óseos más, que según el detective, sugerían el asesinato de un curso completo de niños.
Eran huesos de puros varones, camuflados entre la basura que figuraba en el terreno.
¿Cómo habían llegado ahí sin que nadie se percatara? Después de todo, por ahí había circulación y viviendas de personas.
Pero ninguno de los entrevistados aseguró el avistamiento de actos sospechosos.
Arenas y su equipo solo tenían como muestras unas botellas de alcohol, unas fibras sintéticas y unas prendas de los menores.
Según el análisis del médico forense, los asesinatos se habían concretado con un arma blanca, como un cuchillo.
Con estas informaciones preliminares, Arenas hizo el cruce con los datos de niños desaparecidos y fue a consultar a sus familiares correspondientes, para así identificar qué factores comunes tenían entre sí.
Lo primero que notó fue que todos venían de sectores de escasos recursos, por lo que debían trabajar o hacer algún tipo de mandados para conseguir dinero.
A partir de lo que había reunido hasta ese entonces, elaboró cuadros de Excel para ordenar lo que tenía e imprimió algunos de ellos para pegarlos en la pared de su oficina.
Un mes después ocurrió una escena similar a la del 7 de septiembre, aunque ahora se trataba de un sector cercano al municipio de Marsella, el cual era menos concurrido.
Ahí, había 10 cadáveres más.
Las planillas de Excel con los datos de los fallecidos se fueron llenando con más preguntas. Sin embargo, todavía no había respuestas.
El caso se hizo conocido y ya figuraba en las portadas de los diarios locales. La presión social, de los familiares y de sus superiores se incrementaba.
“Si hay cerca de 20 cadáveres de niños, ¿cómo no va a haber ni siquiera un sospechoso?”, era el tipo de críticas que escuchaban incansablemente.
A raíz de aquello y de su participación desde una primera instancia, Arenas fue nombrado líder de la investigación.
Y desde ese cargo, se fue dando cuenta en el diálogo con sus colegas que los asesinatos con estas características no se estaban dando solo en esas localidades: se estaban conociendo más y más en otras partes del país.
Cada uno de ellos destacaba por su violencia extrema, hasta el punto en que las víctimas habían sido abusadas y cercenadas.
¿Quién podía estar detrás de tales atrocidades? ¿Dónde estaba? ¿Por qué nadie sabía nada concreto?
Tenían que resolver esas dudas y llevar al responsable ante la justicia.
—Había momentos en los cuales estaba como un hámster en una jaula, girando y sin encontrar cómo seguir —recuerda en conversación con La Tercera.
Sin embargo, progresivamente fue encontrando similitudes entre las escenas del crimen: en la gran mayoría figuraban fibras sintéticas de colores, frascos de vaselina, prendas de los menores y botellas de alcohol de una marca llamada La Corte.
Aquello sugería la presencia de un mismo sujeto, pero todavía nada era seguro y las deducciones erróneas y tempranas podían entorpecer el desarrollo de los peritajes.
El paradigma del asesino serial
El número de cuerpos encontrados seguía en aumento en distintas localidades. Mientras tanto, Arenas se esforzaba por entrar en la mentalidad del agresor, para así tratar de descifrarla.
Primero, se sugirió que debía ser alguien que tuviese la capacidad de acercarse a los niños sin asustarlos, para luego llevar a cabo los delitos.
En algún momento, también se planteó que podía tratarse de actos relacionados al satanismo.
Para profundizar en esa posibilidad, Arenas decidió leer un ejemplar de la Biblia Satánica del estadounidense Anton Szandor Lavey para buscar información que pudiese serles de utilidad.
Con sus compañeros, incluso hicieron turnos de vigilancia en cementerios para ver si encontraban alguna pista o evento relacionado con estos crímenes.
Nada de eso los condujo a nuevos hallazgos.
Conversó con otros colegas del sector policial y judicial para evaluar la posibilidad de que los asesinatos estuviesen relacionados al narcotráfico, pero la hipótesis no parecía calzar.
No conforme, fue más allá y entrevistaron a delincuentes recluidos por sus acciones en este ámbito, pero ellos negaron que utilizaran niños como “mulas”, debido a los riesgos de que no cumplieran.
Tanto el satanismo como el narcotráfico y otros planteamientos como el tráfico de órganos quedaron descartados para este caso en particular.
La misma duda seguía rondando por sus cabezas: ¿quién sería capaz de efectuar crímenes seriales de esta magnitud y, sobre todo, contra menores de edad?
El particular modus operandi del —todavía desconocido— criminal no tenía precedentes. Al menos, no en Sudamérica ni con esta frecuencia.
Tras leer una extensa cantidad de bibliografía para comprender los comportamientos y la mentalidad de los asesinos seriales, Arenas pasó tardes enteras sentado junto a sus compañeros en el banquillo de un parque.
En dicho lugar repasaban lo que tenían para construir un perfil del criminal.
Así, presumieron que podía tratarse de un trabajador independiente, que no tuviese que cumplir horarios y que fuese de un estrato socioeconómico cercano al de sus víctimas, es decir, bajo.
Asimismo, estaban seguros de que el culpable derechamente era un psicópata.
Generalmente, es común que se piense en los asesinos seriales como en personajes ideados para películas de terror de Hollywood.
No obstante, ese estereotipo es lejano a la realidad, asegura César Arenas a LT.
—Uno de los paradigmas que hay que romper, es el creer que tienen aspecto o cara de “locos”, porque no la tienen. Y es uno de los grandes errores que se ven en investigación. Cuando han ocurrido muertes de menores, siempre al primero que capturan es al que tiene esas características. Se ha visto en muchos casos: los han detenido, enviado a la cárcel y en prisión los han matado, porque ahí no quieren a los violadores. Finalmente (en ciertas situaciones), se descubre que esa persona era inocente.
Eso fue precisamente lo que le pasó en aquel entonces a un “loco del pueblo” en la localidad de Quindío, dentro del marco de este caso.
De la misma manera, otro hombre de orientación homosexual fue acusado de homicidio sin pruebas que lo incriminaran, solo porque la fecha en que estuvo en un pueblo específico coincidía con la del hallazgo de un cadáver.
Más adelante, se descubrió que ninguno de los dos estaba relacionado a estas conductas criminales.
Las presiones por encontrar a un culpable eran más que latentes y aquello contribuía a que se cometieran errores en los peritajes de distintas zonas.
Arenas era consciente de aquello y supo que su unidad no era la única que estaba buscando.
Pasaba su tiempo mirando, analizando y rayando las planillas de Excel impresas y pegadas en las paredes. Centraba todos sus esfuerzos en meterse en la mente del agresor.
El tiempo avanzaba y el asesino seguía suelto, buscando nuevas víctimas para sumar a su abultado historial.
Garavito en el radar: una detención, una identidad falsa y las maletas con información
La primera atención hacia Luis Alfredo Garavito —aunque aún solo en calidad de sospechoso— se dio después de que una unidad de Boyacá descubriera que él había tenido contacto con uno de los niños que terminó siendo asesinado, específicamente en Tunja.
Según contaron los investigadores a Arenas, en esa interacción llevaba un cuello ortopédico y le había pedido ayuda al pequeño para llevar una caja hasta un hotel.
Por ese favor, le había dado un par de pesos colombianos.
En una entrevista con los detectives, Garavito aseguró que efectivamente le dio dinero por esa ayuda, pero que después lo vio regresar a su vivienda y no supo más de él.
Después de que entregara su versión, fue liberado. Sus papeles estaban limpios y no tenía antecedentes penales previos en su hoja de vida.
También determinaron que tenía una hermana en Trujillo y que no manejaba cuentas bancarias ni propiedades.
En el artículo de dos partes que escribió para Relatto, Arenas cuenta en detalle, paso a paso, cómo continuó la investigación.
Dentro de ese texto, explica cómo sus colegas de Armenia (Quindío) se acercaron a la hermana de Garavito para obtener una maleta que Luis Alfredo le había pedido que guardara.
Esa fue la primera que consiguieron y ahí había una serie de fotografías, boletos de autobús y ejemplares de diarios y revistas.
Como es usual, esos archivos tenían fechas, por lo que podían esbozar un listado con los lugares en los que había estado y en qué tiempos específicos.
Analizaron lo que tenían, pero todavía faltaba información para vincularlo con otras localidades en las que se hallaron cuerpos y restos óseos.
Ya con ese nombre más concreto como centro de sus sospechas, organizaron una segunda reunión de investigadores y sumaron nuevos miembros para que estudiaran el caso.
Después de dicha instancia y tras consultar a los testigos correspondientes, descubrieron que Garavito se había camuflado con el nombre falso de Bonifacio Morera para ejercer como vendedor de arepas en una esquina.
En dicho puesto que tuvo por un tiempo acotado, destacó por su amabilidad y por recibir a numerosos clientes.
Por otro lado, vieron que bajo esa identidad también había tratado de atrapar sin éxito a un niño que huyó de él.
Si bien, en ese entonces estaba detenido por una causa distinta a las muertes, el escenario sugería que pronto sería liberado, por falta de pruebas contundentes para llevarlo a tribunales.
A esto se le sumaba que no eran suficientes como para vincularlo con la oleada de crudos asesinatos hacia menores.
—Los asesinos seriales son de sangre fría. Son personas calculadoras, manipuladoras, seductoras, carismáticas, supremamente sociables y muy inteligentes. Son egocéntricos, aunque tienen una muy baja autoestima. Socialmente no resaltan por sus características, digamos, ‘de loco’, sino por su amabilidad con todo el mundo —enfatiza Arenas a LT.
Garavito se posicionaba cada vez más como el presunto culpable de los ataques, por lo que el detective le pidió a dos investigadores que fueran a una de las direcciones que encontraron en la maleta del sospechoso.
Resultó ser la residencia de Graciela Zabaleta, quien tenía un hijo llamado Rodolfo y dijo que era pareja del mencionado individuo, aunque sin tener relaciones sexuales ni mayor contacto con él.
De hecho, hace ya tiempo que ni siquiera sabía de su paradero, a pesar de que Garavito le seguía enviando dinero desde distintos puntos del territorio colombiano.
A través de ella consiguieron una segunda maleta con archivos como los que encontraron en la anterior, mientras que Rodolfo —quien era hijo de otro hombre— comentó que Garavito solía beber licores de la marca La Corte.
Esa era precisamente la etiqueta tenían las botellas que hallaron en las escenas de los crímenes.
Luego, consultaron a más testigos que podían aportar información de utilidad y pudieron fortalecer la teoría de que él era el presunto autor de los delitos.
Más adelante, los colegas de Arenas consiguieron la tercera maleta con una amiga de Garavito llamada Amparo, a quien había conocido en un grupo de Alcohólicos Anónimos y quien fue mencionada por Graciela durante las conversaciones que tuvieron con ella.
Ninguna de las dos tenía conocimiento de que el hombre era sospechoso de cometer asesinatos y violaciones contra menores de edad.
Más bien, los investigadores le dijeron a la primera que estaban indagando un caso de hurto y a la segunda no le dieron mayores detalles.
Durante el diálogo con Amparo, la mujer mencionó que estaba preocupada porque no sabía nada de su amigo y les dijo que guardaba la maleta que él le entregó.
Ahí figuraba parte de los datos que faltaban para completar los cuadros de Excel.
Todo cobraba aún más sentido y el cruce de información permitió corroborar que en cada lugar en donde Garavito había estado, había crímenes de este tipo.
Así, le pidieron a Amparo que fuese a visitar a su amigo en una cárcel de Villavicencio, en donde estaba recluido por una presunta violación.
Le dijeron que su conversación con él podría ayudar a que fuese absuelto y declarado inocente, una convicción en la que ella realmente creía.
Es decir, Amparo todavía no sabía los motivos reales de por qué era buscado por Arenas y sus colegas.
El equipo tenía claro que ese era el siguiente paso a seguir, pero había un problema crucial: no tenían dinero para trasladarla hasta Villavicencio y sus superiores les manifestaron que había ausencia de fondos como para costearlo.
Para resolver ese inconveniente, decidieron organizar una rifa. No podían retrasarse.
—Teníamos que trasladarla a ella y a dos compañeros desde Pereira (...) Era imposible pensar en un boleto de avión, era muy caro. Lo mismo con un bus de ocho horas de viaje, también había que pagarles comida y alojamiento. No teníamos suficiente dinero, ganábamos muy poco, así que imprimimos unas boletas y vendimos 500.000 pesos, que en ese momento eran como unos 100 o 150 dólares. Cada boleta valía un dólar. Pasamos de ser investigadores a vender boletas.
De esa manera, iban donde los fiscales y les decían: “Por favor, cómpreme una boleta, porque necesitamos hacer una rifa para poder adoptar una técnica de investigación, para llevar a alguien a Villavicencio”.
—Fue la única forma de conseguir recursos. Y bueno, sirvió, porque finalmente se obtuvo un resultado positivo, pero no fue fácil, no lo fue.
Antes de su encuentro con Garavito, le dieron una serie de lineamientos a Amparo, como que no podía decir que había llegado con ellos y que se enteró de su detención por otra fuente.
También le dijeron que la conversación sería grabada. Sin embargo, era falso y bajo el propósito de que no pudieran manipular la información entre ellos.
Tras salir de su visita, Amparo le contó a los investigadores que su amigo le dijo que tenía otra maleta en un hotel y que le pidió que fuera a buscarla, para que luego esconderla.
Rápidamente, los investigadores fueron hacia esa locación y efectivamente la encontraron.
Tenían la información que les faltaba para completar los cuadros de Excel, por lo que alertaron a la fiscal que llevaba su caso por presunta violación y le detallaron los hallazgos que tenían para que lo retuviera.
A finales de octubre de 1999 iniciaron los interrogatorios. Y pese a que Garavito admitió haber cometido asesinatos tras una primera instancia, todavía quedaba lo más pesado.
—Muchas personas, familiares e incluso compañeros de trabajo nos dijeron que estábamos equivocados. “Ha sido un buen padre de familia, un buen amigo, un buen vecino, un buen trabajador. No pudo haber sido él”. Pero de eso se trata. Los asesinos seriales se camuflan. Si pudiera ponerle un nombre, serían como unos camaleones, que se adaptan a las diferentes situaciones. Simplemente tienen una fachada frente a unas personas, pero cuando cometen un acto criminal, cambian, son diferentes. Con Garavito pasó igual.
Puedes leer la continuación de este artículo con los detalles sobre la mentalidad del asesino y cómo Arenas interactuó con él en los interrogatorios haciendo click en este enlace.
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