Hay vida, y vinos, más allá del Valle Central
Viñas grandes y pequeñas. Aventuras individuales de enólogos y hasta proyectos que involucran a pequeñas comunidades de agricultores. Todo eso y más se puede encontrar en los nuevos viñedos que ya hace un rato vienen apareciendo en altas montañas, riberas de lagos y hasta australes islas; bien lejos del tradicional valle central.
Aunque desde tiempos de la colonia hubo en Chile viñedos plantados en zonas como el valle de Limarí por el norte e Itata por el sur, la industria del vino se forjó a lo largo del siglo veinte -y hasta no hace mucho- casi exclusivamente en la zona central. Valles como los de Aconcagua, Maipo, Colchagua, Curicó y Maule más San Antonio y Casablanca estructuraron un territorio que a estas alturas cualquier ciudadano de a pie asocia a la producción de vino en Chile. Incluso más. No eran pocas las personas -incluso relacionadas con la industria- que hasta hace unos pocos años aseguraban que fuera del valle central no se podían hacer buenos vinos. De alguna manera, esta larga etapa del vino chileno en que la producción se concentró en la zona central del país transformó a esta casi en un paradigma para la industria. O, derechamente, en una zona de confort que nadie estaba dispuesto a abandonar.
Peter Richards es un Master of Wine inglés que vivió varios años en Chile y que constantemente visita el país para probar sus vinos que luego comentará en diversos medios ingleses. Hace un par de años conversamos con él y fue enfático: “Para el vino chileno el futuro está en su diversidad. Durante años se ha dicho que no hay una imagen clara del vino chileno y lo cierto que su imagen es justamente esa, lo diverso de sus vinos. Porque ningún otro país productor de vinos tiene la diversidad geográfica que ustedes tienen. Tantos viñedos tan variados, en distintos puntos del país, con distintos climas, alturas, cepas y obviamente resultados es algo natural para ustedes. Por eso pienso que hay que escribir un nuevo mapa de Chile a través de sus diferentes vinos”. Afortunadamente, aunque lentamente, esta suerte de reescritura del mapa del vino chileno ya se ha iniciado.
A moverse
”Más o menos a mediados de la década del 80 la exportación de vinos comenzó a subir, lo que hizo a las viñas darse cuenta que afuera la diversidad y competencia son feroces. Entonces, muy lentamente, comenzaron a cambiar su visión y forma de trabajar, dejando de mirarse el ombligo y empezando a mirar otros valles más allá de los en que históricamente venían trabajando”, cuenta Felipe Müller, enólogo de la Viña Tabalí, que concentra la mayor parte de sus viñedos en el Valle del Limarí, bien al norte de la zona central y agrega que “primero aparecieron valles como Casablanca, Leyda y San Antonio, aún bien en el centro, para luego llegar a lugares como Limarí, que llevaba años concentrado solamente en la producción de uvas pisquera y de mesa. Así, poco a poco se comenzó a tener esta nueva diversidad de cepas y estilos que hoy estamos viendo en el vino chileno”.
”Más o menos a mediados de la década del 80 la exportación de vinos comenzó a subir, lo que hizo a las viñas darse cuenta que afuera la diversidad y competencia son feroces”, cuenta Felipe Müller, enólogo de la Viña Tabalí, que concentra la mayor parte de sus viñedos en el Valle del Limarí.
La viña Miguel Torres está asociada desde su llegada a Chile a fines de la década del setenta con el Valle de Curicó. Sin embargo, hace unos años ya que decidieron salir a mirar viñedos fuera de su tradicional área de operaciones. “Esta compañía siempre ha buscado innovar en el mundo del vino, por eso es que se decidió también a salir a buscar nuevos viñedos y así fue que dimos con Limarí y Osorno”, explica Eduardo Jordán, enólogo a cargo de la línea Cordillera de Miguel Torres, que produce cepas como chardonnay y sauvignon blanc en estos terruños, agregando que “nuestra idea era ir un poco más allá en la producción de este tipo de vinos, por lo cual se hacía necesario explorar nuevos terrenos, con otras características, para dar así con otras complejidades”.
Otra viña muy asociada a un único valle, en este caso Colchagua, es Casa Silva. Sin embargo, ellos también han buscado nuevos horizontes -o mejor dicho terrenos- y se han instalado nada menos que a orillas del lago Ranco para desarrollar cepas como riesling, pinot noir y sauvignon blanc; además de una línea de espumantes. “Lago Ranco nos ha permitido experimentar e ir viendo qué cosas se dan mejor en ese lugar y la verdad es que estamos muy contentos con los resultados ya que los vinos han tenido gran aceptación”, cuenta René Vásquez, enólogo y gerente agrícola de la viña, agregando que “hemos clavado una bandera en Ranco, una zona considerada límite para hacer vinos, demostrando que sí se puede”.
Más al sur aún, hasta el archipiélago de Chiloé, llegó hace un tiempo Viña Montes. “Hace años que mi padre (Aurelio Montes Baseden) venía diseñando un proyecto fuera de los límites vitivinícolas establecidos en Chile y en latitudes similares a las islas más australes de Nueva Zelanda y Tasmania”, cuenta Aurelio Montes del Campo, actual enólogo jefe de la viña, explicando que así fue como “se incubó la idea de plantar uvas viníferas en la pequeña isla de Mechuque, para así dar vida a vinos tranquilos y espumantes, complementando así el amplio portafolio de vinos de Montes”. Esto se hizo en 2017 con variedades como sauvignon blanc, riesling y pinot gris; entre otras, las que se plantaron en esta isla y ahora están en etapa de estudios y prueba. “Sin duda alguna, se trata de una aventura extrema”, sostiene Montes del Campo.
Aventura, diversificación y la búsqueda de nuevos vinos es lo que tiene a la industria nacional moviéndose. Sin embargo, hay otra razón no menor para mirar a hacia nuevas latitudes: el agua, que en la zona central hace rato que es un tema, porque cada vez llueve menos. Y tal como dice Felipe Müller, “ese es un tema que actualmente afecta a la agricultura chilena en general y no solo al vino”. Así las cosas, todo indica que las viñas sigan mirando hacia el sur y la montaña, donde la falta de agua aún no es tema de conversación.
Un nuevo escenario
Marcelo Retamal es uno de los enólogos más reconocidos del país y por estos días divide su tiempo entre su trabajo en la Viña De Martino -donde han desarrollado un trabajo en diferentes valles como Itata, Choapa y Limarí- y su proyecto más personal, junto a la familia Flaño, de Viñedos de Alcohuaz en el Valle del Elqui. Ahí produce diferentes vinos provenientes de parras cultivadas entre los 1.750 y 2.206 metros sobre el nivel del mar, lo que se traduce en mucha luminosidad para las uvas durante el día y noches frías gran parte del año, pero también hielo y nieve en invierno. “Es extremo”, dice Retamal, y ejemplifica esto con lo que les pasó en la primavera de 2015, “cuando el 14 de octubre tuvimos veinte centímetros de nieve en un viñedo que ya estaba con brotes verdes”.
¿Por qué hacerse la vida tan difícil entonces y desplazarse a zonas tan extremas para producir vino? Retamal lo tiene claro: “Los grandes vinos del mundo provienen de lugares extremos y donde nosotros estamos en Elqui lo es. De hecho, yo al menos no conozco nada parecido a esto en otra parte”. Y Retamal sí que conoce viñedos en el mundo. Gracias a la gran altura, el clima extremo y los suelos de granito altamente minerales en que se desenvuelven estos viñedos, este enólogo ha logrado desarrollar premiados vinos de cepas como syrah o garnacha -entre varias más- con un alto potencial de guarda. “Son vinos más frescos, con más acidez que da la altura y sin ese dulzor empalagoso que te impide seguir disfrutando una buena botella. Por lo mismo tienen un espectro mucho más amplio de posibilidades a la hora de acompañar diversos tipos de comidas”, cuenta Retamal, y asegura que estos vinos “pueden soportar unos veinte años de guarda sin problema”.
Francisco Baettig es otro destacadísimo enólogo chileno (ha alcanzado dos veces los 100 puntos otorgados por el crítico James Suckling por su trabajo en Viñedo Chadwick) que se ha embarcado -esta vez en una aventura personal junto a su socio Carlos de Carlos- en un proyecto que sale de la llamada zona de confort de los vinos chilenos. En 2013 plantaron poco más de quince de hectáreas con las cepas pinot noir y chardonnay en el sector La Esperanza, a poco más de tres kilómetros de Traiguén. Baettig conoce bien la zona porque su bisabuelo suizo llegó como colono a esa área, pero más allá de eso, su decisión por hacer vinos ahí es netamente técnica. “Traiguén tiene unas condiciones únicas y buenísimas para producir estas dos cepas. Clima fresco y menos radiación que permiten que se conserve bien la acidez, color e intensidad frutal, con alcoholes moderados, así como lluvias abundantes para producir en secano (sin riego) y conseguir una mejor adaptación de las plantas a las condiciones ambientales, además de suelos antiguos de origen volcánico no excesivamente fértiles, que permiten a las plantas crecer muy equilibradamente”, detalla Baettig, concluyendo que aquí estamos ante un terroir (la combinación ideal de clima, suelo y hombre) “único e ideal para producir estas variedades”. Las primeras cosechas de este proyecto aparecieron en 2016 y la verdad es que la crítica ha sido unánime en señalar que Baettig está haciendo grandes vinos en el sur. De hecho, hace pocos días el experto inglés Tim Atkin calificaba su chardonnay 2019 como “maravilloso” en su cuenta de Instagram.
“Los grandes vinos del mundo provienen de lugares extremos y donde nosotros estamos en Elqui lo es. De hecho, yo al menos no conozco nada parecido a esto en otra parte”, Marcelo Retamal, de Viña De Martino.
Los problemas
Las viñas, enólogos, personal técnico y en general todas las personas que llevan años produciendo vino en la zona central chilena saben cómo se hacen las cosas y cuáles son las problemáticas asociadas a esta actividad. Sin embargo, al buscar nuevos terruños también se encuentran nuevas dificultades. “Una de las principales dificultades o desafíos es la poca experiencia que hay en la zona, lo que justamente nos llevó a ser muy cuidadosos y prolijos, aumentando el nivel de observación en todo el proceso del vino”, comenta Viviana Navarrete, enóloga de Tayu 1865, un pinot noir elaborado por Viña San Pedro en conjunto con familias de la comunidad mapuche Buchahueico en la zona de Purén, Valle del Malleco; agregando que “el clima en esta zona es más frío por latitud, presentando una primavera muy lluviosa y fría, por lo tanto todas las etapas fenológicas de la vid son más lentas y atrasadas. Se trata de un clima extremo y por lo mismo los viñedos deben trabajarse con baja producción para permitir que la fruta logre la madurez deseada”.
Algo parecido relata René Vásquez en relación a lo que le ha tocado experimentar en Lago Ranco con Casa Silva: “Obviamente acá los rendimientos son menores y hay que aprender a convivir con las bajas temperaturas, la humedad y las precipitaciones todo el año. Por eso es muy importante la capacidad técnica de tu equipo de trabajo y el aprendizaje cultural que se pueda hacer de la zona”. Aurelio Montes en Chiloé suma a la lluvia y el frío propios del sur otros problemas más prácticos, pero no por eso menos importantes: “Las dificultades son infinitas. Basta imaginarse que hay que tomar un bote desde la isla de Chiloé por 45 minutos hasta la isla de Mechuque, donde uno llega a un lugar que es como volver varias décadas atrás en Chile. Además, allá las facilidades son muy básicas, tanto que para conseguir un tractor hay que esperar la marea baja para que éste pueda cruzar de una isla a otra y finalmente poder llegar al viñedo”.
¿Valdrá la pena tanto esfuerzo? Todo indica que sí, porque los nuevos vinos que se pueden hacer en estas otras zonas son una gran oportunidad para la industria vitivinícola chilena en general. “La uva de calidad se da normalmente en condiciones un poco más adversas, extremas o marginales”, sostiene Francisco Baettig. Así las cosas, tras décadas de un sostenido apogeo de las exportaciones de vinos producidos mayoritariamente en la zona central de Chile, pareciera ser que la industria por fin está dando el paso hacia producciones un poco más complejas, pero al mismo tiempo de mejor calidad y con una potencialidad cierta de hacerse un nombre -y un alto valor comercial- en el extranjero. Porque si en algo concuerdan prácticamente todos en la industria del vino chileno, es que la fama de ser un país productor de vinos “buenos, bonitos y baratos”, debe quedar atrás.
Aún más extremo
Aunque en una etapa más bien experimental, en sitios tan disímiles como Pozo Almonte y la isla de Rapa Nui también se están desarrollando proyectos vitivinícolas. El primero corresponde al programa Vino del Desierto, de la Universidad Arturo Prat de Iquique, que en el año 2003 inició un proceso de recuperación de antiguas cepas que se habían plantado en la región hace más de cien años. Así se logró identificar la presencia de las cepas Gros Colman (originaria de Georgia), Ahmeur bou Ahmeur (Argelia), Torrontés Riojano (Argentina) y una que se considera originaria y que fue denominada Tamarugal. Junto a los propietarios de estas parras se fueron haciendo mejoras en las mismas, gracias a lo cual desde el año pasado se está comercializando un vino de la cepa Tamarugal, además del incipiente desarrollo de un proyecto de enoturismo en la misma zona.El segundo proyecto se desarrolla en Rapa Nui de la mano de Fernando Almeda (ex enólogo de la viña Miguel Torres), más sus socios Álvaro Arriagada y Poky Tane Haoa; quienes durante los últimos meses del año pasado plantaron alrededor de dos hectáreas de parras en la isla, correspondientes a las cepas chardonnay, pinot noir más unas vides antiguas que crecieron en Rapa Nui. La idea es en un futuro cercano poder producir vinos de calidad en la isla y también relacionar esta actividad con el turismo y la gastronomía de ese lugar.
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