De Chile no sabía nada. Soy venezolano, ingeniero de diseño electrónico y, hasta hace ocho años, trabajaba para una transnacional americana. Me la pasaba viajando por todo el mundo porque la empresa tenía filiales en más de cien países. Era el encargado de la ingeniería de los celulares que fabricábamos: desde la idea hasta la creación del equipo. Era uno de los padres de la criatura, por así decirlo. Y fue en ese tiempo cuando vino la mala decisión que transformó mi vida.

En ese entonces, la vida se me iba arriba de un avión. Estaba meses en otros lugares que no eran mi casa en Barquisimeto, el pequeño pueblo en Venezuela donde vive mi familia. Anhelaba compartir todos esos triunfos, pero estaba solo. Tenía éxito profesional, pero no a nivel familiar. Así que quise echar marcha atrás, volver a mi país, acercarme a mi familia, a mis hijos. Quise llenar ese espacio de mi vida, pero no funcionó. Era 2009 y en Venezuela ya estaba empezando a venir el estallido económico, político, social.

Renuncié a mi trabajo y con el dinero que había ahorrado monté una empresa en Caracas. Lamentablemente -hoy diría, quizás, afortunadamente- tuve tanto trabajo que tuve que buscar un socio. No podía ser nadie de mi familia porque yo era el único que había estudiado y no había nadie preparado. Entonces, en una reunión de trabajo, conocí a alguien que se convirtió en mi socio. Tiempo después me pidieron que participara en un proyecto en Libia, cuando todavía estaba Gadafi, y tuve que partir cuatro meses. Ese viaje me abrió los ojos.

De Libia yo sólo sabía que era el país más rico en petróleo de esa región y eso me recordaba mucho a Venezuela. Pero yo veía los edificios abandonados, con muebles adentro, y no entendía por qué. No me explicaba cómo alguien deja todo: sus casas, sus propiedades, todo lo que le había costado tanto esfuerzo y, simplemente, abandona su país. Nunca lo entendí. Hasta este año, en que tuve que hacerlo yo: dejar todo en Venezuela; mi casa, mis hijos, y venir a Santiago, en Chile.

Cuando volví de Libia ya sabía lo que iba a pasar, que era sólo cuestión de tiempo. Mi socio me había estafado y lo perdí todo. Me tocó empezar de cero. Vi la desidia, vi cómo nos íbamos convirtiendo en una sociedad de cómplices, donde se dejaba robar a todo el mundo. En ese tiempo yo estaba preñado de sueños, de ideas, de proyectos factibles, pero no podía ejecutar nada. El sistema político, y la política que estaba imperando, simplemente hacían al país cada vez más dependiente del gobierno. Te daban ellos la comida, pero te pedían fidelidad a cambio.

Hay cosas que no se pueden olvidar, que se recuerdan todos los días: una tarde, delante de mis ojos, un guardia nacional le metió un tiro en la cabeza a un muchacho que protestaba en una marcha. Agarraron el cuerpo y se lo llevaron. Para mí él era un desconocido, yo no sé si es parte de las cifras de muertos que dan. Todo el mundo agarró miedo. Pero no fue la violencia lo que me terminó por alejar de Venezuela. No esa violencia. Yo salí por la decepción de querer trabajar, de querer producir y no poder.

Mi sobrino fue el que me propuso venir a Chile a trabajar. La primera vez que vine, en agosto del año pasado, tardé ocho días en llegar. Pasé por Colombia, por Ecuador, por Perú. Allí te engañan, te ofrecen pasajes, lugares para reposar, para que te bañes, para que uses los baños, para comer. Pero todo es mentira. El día que salimos éramos 400 personas. Parecíamos desplazados de guerra.

En Chile esa vez estuve dos meses. Yo soy ingeniero, con tres posgrados y mi primer trabajo acá fue barriendo. Al tercer día me dijeron que no podía seguir porque los podían multar por no tener papeles. Me habían dicho que los papeles tardaban un mes y medio, pero después me dijeron que podían ser seis meses. Después, por las redes sociales, logré un trabajo trapeando: desde las seis de la tarde hasta las seis de la mañana en una remodelación. Me demoré una semana en que me pagaran, persiguiendo a la persona. Cuando trapeaba pensaba en todo lo que había hecho antes y en lo que estaba ahora. Pensaba en que después de estar alojándome en hoteles cinco estrellas, reuniéndome con presidentes de compañías, ahora lo que hacía era trapear de noche. Pensé en que Dios quería enseñarme algo.

Mi tercer trabajo fue como ayudante de camiones: salí a las 7 de la mañana y volví a las 2 de la mañana del día siguiente. Me dieron $ 20 mil pesos y una manzana. Ahí dije que no, que esto pintaba feo. Pero encontré un trabajo en mi área. Alcancé a estar tres semanas, después me di cuenta de que no me iban a pagar porque legalmente yo no podía exigir nada. Sin trabajo, sin dinero, tuve que volver a Venezuela. Traté de ser optimista, pero la economía de un país te avasalla. En ese tiempo bajé 22 kilos. ¡Chamo, tú sí que estás flaco!, me decían. Las calles eran como en The Walking Dead, parecíamos zombis. Traté de trabajar pero los clientes se iban, la gente se iba, los costos subían, los precios eran absurdos. No se podía ni vivir ni trabajar.

Mi permiso para trabajar en Chile salió en noviembre. Yo no quería regresar porque me había ido muy mal y traté de aguantarme. Pero tuve que volver. Tardé 11 días en llegar. Si la primera vez eran 400 personas tratando de salir, en ese tiempo eran tres mil. Pensé que la única opción de trabajar legal era acá porque en mi país ya no se podía.

Este 17 de mayo volví. Hoy tengo permiso de trabajo, tengo rut, pero no tengo trabajo estable. He ido a entrevistas donde me dicen que tengo mucho currículum y yo sólo les digo que quiero trabajar. Tengo 25 años de experiencia en la electrónica que pongo a la orden de la economía, al progreso de Chile. Hace un tiempo, a unas personas que me estaban entrevistando les hizo gracia el nombre de mi pueblo, Barquisimeto: me dijeron, riendo, que parecía ser que todos los de allá se habían venido para acá, que ya habían hablado con tres otras personas de ese lugar. No supe qué decirles.

Unas semanas atrás logré un empleo en un almacén. Tengo que cargar cajas, pero es sólo hasta que pase el 18 de septiembre. Me he encontrado con muchos venezolanos que hacen lo mismo. Ellos no se quieren ir porque le tienen miedo a Venezuela, pero yo no: si tuviera un pasaje de vuelta, probablemente me iría.

Yo solía ser de las personas que planificaba el futuro. Pero en esta etapa de mi vida me doy cuenta de que estoy a las buenas de Dios. Estoy viviendo por fe. No sé qué va a pasar mañana.

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