Todo lo que sube tiene que bajar, dicen. Y en mi caso, el costalazo fue grande. En enero de 2016 escribí en este suplemento lo bien que me había ido dejando el azúcar. Aquí un resumen de la temporada anterior: Después de ver un documental sobre la obesidad, la industria alimenticia y los peligros del azúcar (Fed up, 2014) comprendí que lo mío era una adicción. Empecé a informarme, vi más documentales, leí artículos y libros, y de a poco empecé a entender mejor qué me mantenía gordo. Y adicto.
En pocas semanas y como nunca en mi vida, bajé muchísimo de peso y el entusiasmo me hizo querer compartir mis hallazgos con el mundo. Mucha gente se motivó con mi testimonio, y hasta hoy me llegan mensajes de personas que me escucharon o me leyeron. Lo que yo no sabía en ese momento es que la adicción iba a volver a mi vida, lentamente, sin que yo me diera cuenta. Partió con un viaje y darme "permisos" con la clásica excusa del viajero hedonista. "¿Cuándo tendré la oportunidad de volver a probar estas exquisiteces?" "Filo, volviendo a la rutina retomaré la disciplina", "La vida es muy corta, venga otro milkshake", y así.
Fue muy fácil volver al azúcar. Por esos días seguía disfrutando los beneficios de haber bajado treinta y tantos kilos, y la incomodidad de la obesidad estaba lejos. "No se piensa en el verano cuando cae la nieve", decía Franco Simone, y eso funciona al revés también. Atrás habían quedado mis días de poca energía, de verme pésimo embutido en ropa que no me quedaba, de ponerme a sudar ante el más mínimo esfuerzo. Por un muy breve período tuve lo mejor de los dos mundos. Disfrutaba de los innegables placeres de la ingesta de azúcar, y seguía sintiéndome sano con un sobrepeso que se mantenía del otro lado de la obesidad mórbida. Pero la balanza no se mantuvo equilibrada mucho tiempo.
La adicción despertó. Empecé a retomar las viejas costumbres. Volvieron las cadenas de comida rápida, los atracones a altas horas de la noche y la necesidad de comer hasta que la respiración se hacía dificultosa. Esta vez era todo aún más dañino. No sólo estaba recuperando peso, además estaba viviendo en carne propia el proceso inverso que tan bien me había hecho. Notaba la falta de energía, la bicicleta empezó a juntar polvo de nuevo, y la comida saludable (libre de azúcar) me parecía aburrida. Las poleras gigantes y los polerones poncho vieron la luz de nuevo, y todos los días debía jubilar alguna prenda adquirida durante los días esbeltos.
Y a estas miserias debíamos sumarle otra: la vergüenza de haber fracasado tan monumentalmente. Trataba de no subir fotos mías a las redes sociales, pero cualquier aparición me valía mensajes al respecto. Algunos se contentaban con indicar que estaba "más gordito". Otros eran violentos. Recuerdo una persona que, después de transmitir por Facebook uno de mis podcasts, decidió hacerme ver que mi aspecto físico le daba ASCO (con mayúsculas), sobre todo después de haberme "creído todo" lo que dije del azúcar. No es grato leer estas cosas, pero lo cierto es que no necesitaba el cariño de desconocidos en internet para sentirme mal conmigo mismo. Yo solito estaba haciendo un excelente trabajo. Cada atracón de pizza, cada bocado de helado, cada combo agrandado tenía un impacto adicional al físico: saber exactamente qué me estaba pasando y por qué. Era un adicto volviendo a la droga con un conocimiento ampliado sobre dicha droga, y el impuesto agregado de la culpa y el autodesprecio. ¿Otro pedacito de torta? Claro.
La balanza no mentía. A pocos meses de volver a mi adicción, ya había recuperado veinticinco de los treinta y tantos kilos que había bajado. Estaba en el círculo vicioso de sentirme mal por comer, y sólo querer comer por sentirme mal. Fueron días deprimentes. ¿Era incapaz de ganarle a esta adicción? Todo indicaba que sí. Un médico que visité en esta época me aseguró que la única forma de ganarle a la adicción al azúcar era un bypass gástrico, ya que mi cuerpo "rechazaría" el azúcar una vez operado. Me dio una lista interminable de exámenes para iniciar el proceso, y yo le di las gracias y nunca más volví a su consulta. Llámenme ingenuo, pero todavía creía que podía ganarle al azúcar sin sacarme el estómago.
En esos días me entrevistaron en la revista "Sábado" de El Mercurio. Me preguntaron por el temita y yo dije la verdad. Que estaba perdiendo la guerra. A los pocos días me escribió la periodista para contarme que Pedro Grez le había pedido mi número. Le dije que se lo diera nomás. El "método Grez" estaba fuera de mi radar; sólo sabía que era un best-seller que mi mamá me había nombrado como algo que yo debía intentar. Me junté con él en un café, y me dijo que podía ayudarme. Yo estaba intrigado. ¿Acaso este señor sabía algo que yo no? Yo justo estaba buscando una excusa para retomar "el buen camino" y Grez apareció en el momento preciso. Me regaló su libro con una dedicatoria muy optimista, y me lancé a leerlo con ese mismo optimismo. Me sorprendió que su método era una guía muy bien diseñada para… dejar el azúcar. Pedro Grez había llegado a muchas de las conclusiones que yo había experimentado en carne propia (literalmente), y había puesto indicaciones que cualquiera podía seguir. Era mucho más drástico en algunos ámbitos (nada de fruta ni legumbres, por ejemplo), pero ofrecía opciones que ni se me habían ocurrido y que ofrecían alivio para cualquier adicto al azúcar luchando contra la abstinencia (café con crema ilimitado, huevos con tocino al desayuno, etc.). Lo que más aproveché del libro (y la ayuda) de Grez fue lo que pone como su plan de desintoxicación. Lo puse en práctica durante unas seis semanas.
En esta segunda renuncia al azúcar vi que volvían a pasar las mismas cosas. Los consejos de Grez hicieron varias cosas más fáciles, y aunque la baja de peso no fue tan rápida como la primera vez, decidí concentrarme esta vez en mi propio bienestar. Y sentir que le estaba ganando (de nuevo) a la adicción fue motivación suficiente.
Retomé libros, seguí informándome sobre el azúcar y ya con más experiencia fui mezclando todo. Con el tiempo descubrí también que el método Grez no era para mí, al menos tan al pie de la letra, por lo que fui modificándolo e inventando mi propio método. Ya desintoxicado y con más control sobre lo que comía, volví a las legumbres y la fruta, por ejemplo, esta vez sabiendo lo delicado que es para mí la ingesta de cualquier tipo de azúcar. Tuve largas conversaciones con mi sicóloga, que me ayudaron a cambiar un poco el foco de mi lucha. Ella me explicó que las terapias más exitosas para dejar adicciones son las que no buscan la abstinencia total, sino la "sana convivencia". Y ahora esto me hace sentido. El mismo Grez recomienda en su libro reservar un día cada cierto tiempo para comer lo que uno quiera (el "día chancho", en sus palabras), sin nunca dejar de "escuchar" al cuerpo. Esa es mi meta hoy. Convivir con esta adicción, sin que signifique mi ruina.
En julio de este año volví a renunciar al azúcar. Aún no pierdo el peso recuperado en mi "gran recaída", pero he bajado quince kilos, lo cual es un logro respetable. Pero para mí lo mejor de todo es que volvió ese bienestar. Ahí están de nuevo la energía, la calidad del sueño y la paz mental de no dejar que el azúcar me la gane. La bicicleta ya no junta polvo, y cada vez conozco más no sólo sobre esta droga que tan mal me hace, sino de los efectos que tiene sobre mi cuerpo y mi vida. Es muy gratificante volver yo a controlar la comida y no al revés. Esta vez fui más discreto también. De hecho, esta es la primera vez que vuelvo a referirme al tema. Ese es otro de los buenos consejos de Grez: que tu "lucha" sea privada y personal. ¿Quién necesita la carga adicional de andar rindiendo cuentas sobre tus logros o fracasos? En esta época donde todos compiten en redes sociales por ser más virtuosos y/o cultivados, lo último que necesita un adicto en plena pelea es a la fila de especialistas listos a golpear el mallete. Tengo suficiente peleando contra el azúcar.
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