La semana que remeció a la Iglesia chilena
Fotografía tomada el 15 de mayo.
"Este Papa acostumbra a hacer cosas imprevistas". Cuando habló tras aterrizar en el aeropuerto Fuimicino de Roma, el 12 de mayo, había cierto desconcierto en el tono del cardenal Francisco Javier Errázuriz. Inicialmente no tenía previsto asistir a la convocatoria hecha por el Papa a todos los obispos chilenos. En su calidad de emérito, parecía considerar innecesaria su presencia. Pero un llamado de último minuto lo obligó a embarcarse de urgencia. El Papa quería que estuviera todo el episcopado chileno. Errázuriz, como varios obispos, no parecían entender por qué. "Esto que llame a todos los obispos es muy raro", comentó algo más relajado al llegar a Roma. "Da la idea de que la Iglesia chilena está muy mal".
Los cinco días siguientes dejarían clara la razón. Y de paso convertirían la cita en Roma de los obispos chilenos en un hito clave de la estrategia del Papa para abordar la crisis de los abusos en la Iglesia universal. "Los obispos chilenos visitan Roma para una corrección fraterna", escribía el periódico católico francés La Croix, mientras otros vaticanistas comentaban que los prelados venían a ser "reprendidos" por el Papa. Era inédito. Nunca antes un episcopado completo había sido citado en esas condiciones; los únicos antecedentes eran la convocatoria a los cardenales de EE.UU., en 2002, y a la cúpula del episcopado irlandés, en 2010. Antes de la primera reunión, los obispos seguían desconcertados: "Venimos a escuchar al Papa", decían casi al unísono.
El primer día partieron con entusiasmo. Un par de horas estimaban que duraría el encuentro. Sin embargo, todo terminó en menos de una. El Papa los recibió y los mandó a leer un texto de 10 páginas escrito por él. Les pidió reflexionar. La cortesía vaticana no disimuló la reprimenda que se ocultaba detrás. Y con la misma cortesía, algunos obispos en privado no ocultarían luego su molestia por un gesto imprevisto. "Al Papa le gusta sorprender", decían con una sonrisa algo forzada. Alojados en la Casa del Clero, a cinco cuadras del Vaticano, la mayoría de los obispos evitaba salir: afuera, un grupo de periodistas chilenos, instalados en un improvisado "campamento", los estaban esperando. Los pocos que lo hacían, caminaban rápido para evitar las grabadoras.
El episcopado chileno se había convertido en el símbolo de la crisis. "Estamos haciendo historia", decía el sacerdote español Jordi Bertomeu. "De esto se sale en comunión, no se salvará nadie solo", agregaba. Y sus palabras cobraron muy luego sentido. Dentro de la auletta Paulo VI en el Vaticano, el Papa había hecho un descarnado análisis del episcopado chileno, había hablado de una Iglesia que había perdido el rumbo. Y pese a que algunos, en privado, estimaron excesiva la crítica, sólo quedaba un camino: la renuncia. Hubo reticencias de algunos en privado, pero fueron superadas. Y en un hecho inédito, dimitieron en bloque. Como había adelantado Bertomeu, que conocía bien lo que se gestaba en el Vaticano, terminaron haciendo historia.
*Editor jefe de La Tercera
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