Los sueños son algo que me ha seguido por muchos años. Son mi mayor tesoro. Hace 25 años que los anoto, ya son más de 4.600 sueños los que tengo escritos. Es una locura. Pero contienen mi interior más profundo.
Escribo mis sueños en cuadernos de composición de 60 hojas. Cuando tengo tres cuadernos listos, los llevo a una imprenta para que me los empasten juntos. A esos tomos empastados yo les llamo mis diarios. Ya tengo 18, ordenados en una repisa especial en mi casa.
Recuerdo que a principios de los 80 tuve un sueño que me marcó y no supe qué significaba. Un día conversando con un colega profesor le conté esto y me dijo que en su escuela había una mujer que sabía de sueños y que quizás podría ayudarme. Entusiasmado, escribí mi sueño para que él se lo pasara, pero a mi amigo se le perdió y no pasó nada.
Comencé a escribir algunos sueños, pero sólo eran hojas sueltas. Hasta que en 1994 llegó la oportunidad que cambió mi vida. En esa época yo colaboraba con una ONG que funcionaba en la población Robert Kennedy, donde vivo con mi familia, y siempre buscábamos personas para que fueran a dar charlas o talleres. Alguien dijo que podía conseguir a una analista de sueños para un taller.
Yo me interesé de inmediato. Venía hace tiempo dándole vueltas a esto. La analista de sueños ofreció dos becas para hacer el taller en su casa. Fui el único que pudo asistir. En la primera sesión la profesora pasó materia y después cada uno debía leer un sueño para analizarlo. Nos teníamos que presentar y contar cómo estábamos. Yo dije que tenía mucho dolor porque había fallecido mi madre y justo elegí un sueño que tenía que ver con ella sin saberlo. El sueño era así: estaba en mi población caminando por una calle donde todo estaba cerrado, era una soledad espantosa que me angustiaba; entonces planté carrera a mi casa y se hizo de día, aparecieron personas, vehículos, perritos, de todo. El fin del sueño era que yo llegaba a mi casa y mi señora estaba despidiendo a unos jóvenes de una empresa de computación, que le daban unas indicaciones.
La profesora me preguntó qué interpretación le daba a ese sueño. Respondí que era lo mucho que necesitaba a mi señora. Pero ella me dijo que no, que el sueño significaba que la etapa más dura de mi duelo había terminado. Me puse a llorar, y entendí que los sueños vienen en símbolos.
Después de eso nunca paré de escribir mis sueños. Soy una persona que sueña mucho, hasta en la siesta tengo algunos. Le pongo fecha y número a cada uno. Aunque a veces no sueño nada y lo tomo como un descanso.
Escribo mis sueños con lápiz azul. Con lápiz negro anoto los hechos más importantes que me están pasando. Porque hay una relación entre ellos y los sueños. Los nombres de los personajes los pongo en rojo y hago un recuento de quiénes aparecen.
Para escribir un sueño, éste debe tener inicio, desarrollo y desenlace. Hay algunos que no he alcanzado a escribir porque se me han pasado los días y se me olvidan. Lamento cuando eso ocurre; es algo mío que se perdió.
Pero los sueños no sólo los anoto, también hago collages con recortes de palabras que me hacen sentido e incluso agrego dibujos. De a poco se transforma en un diario de vida donde muestras tu debilidad y tu riqueza. También analizo algunos.
Me he metido en serio en el tema. No sólo asistí al taller que mencioné, sino que no he cesado de leer a diversos autores, partiendo por los dos pilares en esta materia: Sigmund Freud y Carl Gustav Jung, luego seguí con Artemidoro, Fritz Perls, Edgar Cayce, Marie-Louise von Franz y, por cierto, a la gran Lola Hoffmann.
En más de 4.600 sueños, es difícil decir cuál ha sido el más raro. Extraños hay muchos, pero el énfasis lo pongo en los maravillosos. Como cuando soñé que era de noche, que salía al patio de mi casa y frente a mí había un campo maravilloso, en medio del cual estaba el planeta Júpiter. Lo veía suspendido en el cielo y me transmitía su energía. Fue fantástico.
También he tenido pesadillas, como una vez que estaba acostado y comencé a sentir una sombra oscura encima de mí. Era el mismo demonio, una fuerza que me quería atrapar y yo luchaba desesperadamente para soltarme.
Para mí, esto es mucho más que un hobby. Es una pasión, una vocación, es una terapia para estar bien. Los valoro, los quiero y los anoto. Quiero crear un círculo de sueños para compartirlos. ¿Por qué quedarse con estos tesoros adentro? Quizás haya personas que los han escrito y no saben cómo canalizarlos: podríamos compartir lecturas, autores, sueños y ayudarnos.
Ahora que soy un profesor jubilado (tengo 71 años), voy todos los días al Hospital del Profesor a tomarme un café y a escribir mis sueños. La cafetería se ha convertido en mi oficina y todos me conocen. Mientras trabajo, pongo un cartel que dice "Escribo mis sueños". Voy a seguir escribiéndolos hasta el fin de mi vida, porque no concibo la vida sin soñar.