Misty Lovelace empezó a quedarse ciega cuando tenía tres meses de vida. Al entrar a la escuela, sus ojos aún le permitían distinguir las letras más pequeñas, pero al poco tiempo casi ya no podía leer. Tuvo que cambiar sus libros por enormes carpetas que contenían hojas con textos impresos en formato ultra grande. Su visión se volvió similar a la de alguien que usa lentes de sol en un túnel.
Un día alguien instaló en su sala un planetario móvil con luces que representaban estrellas. Misty, que tenía 10 años y cursaba quinto grado en una escuela de Kentucky, aparentó que las veía. "Los niños me preguntaron si las podía observar y dije 'sí', aunque no las veía. Los niños son crueles y en esa época ya me rechazaban", contó Misty en una entrevista publicada por la Fundación Sofia Sees Hope. Dos años después, los doctores determinaron qué le ocurría: tenía amaurosis congénita de Leber (LCA), una enfermedad de la retina de origen genético que afecta a uno de cada 35 mil nacidos vivos y provoca una pérdida progresiva de bastones y conos, las células sensibles a la luz que permiten la visión.
Para Misty, hoy de 19 años, el diagnóstico fue una sentencia: "Un día despertaré totalmente ciega; y eso va a ocurrir antes de que tenga 18 años. Para alguien de 12 años es muy duro escuchar eso. Fue muy triste", recuerda. Sin embargo, existía una esperanza. En la Universidad de Pennyslvania, el matrimonio de investigadores formado por Jean Bennett y Albert Maguire ya trabajaba en una potencial cura para la LCA.
Cuando los doctores de Misty le contaron de este tratamiento experimental, ella se presentó como voluntaria. Fue casi un salto de fe, porque era una técnica que entonces parecía ciencia ficción: la terapia génica; es decir, la introducción en el organismo de genes sanos para tratar enfermedades hereditarias.
Al día siguiente de someterse a una cirugía inicial en uno de sus ojos, y cuando los doctores le sacaron el parche, la vida de Misty no volvió a ser la misma. "Vi una explosión de color. Todo era mucho más brillante", dijo en una reciente entrevista con el Instituto Smithsoniano. Vio nítidamente la cara de su mamá y las costuras de sus animales de peluche. Una noche, ya de vuelta en su casa, se metió a la piscina, miró hacia arriba y empezó a gritar. Su madre salió corriendo porque creyó que el cloro del agua había dañado el ojo recién operado, pero los alaridos de Misty se debían a que finalmente pudo observar las estrellas: "Vi estas pequeñas luces y todas parpadeaban. Me volví loca", recuerda hoy.
"Ella era sólo una niña cuando la conocí. Una chica de la América rural, una niña muy dulce y centrada", cuenta Albert Maguire a Tendencias. Misty, cuyo segundo ojo también fue intervenido, no fue la única que se benefició de la terapia. Pacientes que fueron tratados hace 11 años por Maguire y su esposa todavía presentan una visión estable. Niños que no podían jugar en el patio o andar en bicicleta sin ayuda, hoy pueden hacerlo. Algunos adolescentes han podido obtener su licencia de conducir y otros se han integrado a equipos de fútbol o de porristas.
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Misty Lovelace es uno de los pacientes de la nueva terapia. (Crédito: Misty Lovelace)[/caption]
En 2017, esos éxitos llevaron a que la Administración de Alimentos y Medicamentos de Estados Unidos (FDA) autorizara el lanzamiento al público de la terapia. Se trata de Luxturna, una inyección que se aplica bajo la retina de cada ojo y que se convirtió en el primer tratamiento para una condición genética aprobado en la historia del país del norte. En septiembre pasado, la Fundación Champalimaud de Portugal les otorgó a Maguire, Bennett y su equipo el premio Vision Award, uno de los más cuantiosos en ciencia, con un total de un millón de euros.
"Este es el primer y único ejemplo hasta ahora de una terapia génica en humanos que corrige un defecto genético heredado y por lo tanto es un hito en la medicina terapéutica", aseguró en la ceremonia Alfred Sommer, decano emérito de la Escuela Pública de Salud Pública Johns Hopkins Bloomberg y director del jurado a cargo del premio. Para Maguire, de 58 años, este logro corona más de tres décadas de trabajo junto a su esposa: "Ambos queríamos hacer algo para ayudar a esa gente desesperada. Para nosotros fue un mandato moral. Es tan frustrante decirles a los pacientes 'hay personas trabajando en esto, quizás algún día exista una cura'. Queríamos hacer algo más que simplemente entregar palabras alentadoras".
Encuentro de dos mentes
Maguire y Bennett se conocieron cuando eran estudiantes de primer año de Medicina en Harvard. Ella ya tenía un doctorado en Zoología y él se sintió atraído casi de inmediato, por lo que en un taller en que examinaban un cerebro decidió hacer su jugada. Tomó la mano enguantada de Bennett y la hizo colocar su índice en la zona del hipotálamo, el centro del placer. "Ese es mi órgano favorito", murmuró Maguire. Ella lo miró, retorció un poco su dedo y respondió con un tono seductor: "Ese es mi segundo órgano favorito".
Se casaron cuando todavía eran estudiantes y sus nacientes carreras ya los conducían a Luxturna. A ella le fascinaba el potencial de tratar males genéticos reemplazando genes alterados de un paciente con copias sanas, una técnica que en los 80 ni siquiera existía; y él ya se preparaba para convertirse en cirujano oftalmológico. Durante ese entrenamiento, Maguire empezó a toparse con personas que perdían poco a poco su visión producto de genes defectuosos.
Tras conocer a varios pacientes, Maguire le preguntó a su esposa: "¿Crees que deberíamos desarrollar una terapia génica para curar formas heredadas de ceguera?". Ella respondió "sí", aunque hoy Maguire reconoce que en se entonces la misión era como haber pensado en ir a la Luna en los 50. Sin embargo, ambos se potenciaron mutuamente con distintas habilidades: "Mi esposa es la más paciente. Ve las cosas a largo plazo, años de ensayo y error. Ella es la científica. Yo me puedo enfocar intensamente por varias horas para realizar microcirugías y trabajar en áreas de apenas una fracción de milímetro. Ésa es mi fortaleza".
En los 90, los investigadores fueron reclutados por la Universidad de Pennsylvania. Primero demostraron que podían mejorar la visión de ratones con ceguera genética y a comienzos de la década pasada empezaron a trabajar con perros Briard que nacieron con copias defectuosas del RPE65, el gen afectado en la LCA.
Para testear su técnica, Maguire y Bennett tomaron un virus que no ataca a los mamíferos y lo modificaron para que funcionara como portador de ADN con RPE65 normal. Lo inyectaron en un ojo de cada perro ciego y el cambio fue inmediato. Unos días después, los canes caminaban de manera rápida y sin tropezar con ningún obstáculo.
"Pasaron de ser muy tímidos y dubitativos a jugar con sus compañeros del canil. También les robaban la comida a otros canes, meneaban sus colas y jugaban a atrapar la pelota", explica Maguire. Fue una prueba exitosa. Y como ambos científicos son amantes de los perros, hoy Mercury y su madre Venus viven con ellos: "Los adoptamos hace nueve años y todavía ven y corren por el patio. Mercury ve un poco mejor que Venus porque fue tratado a una edad mucho más temprana".
Nace Luxturna
En 2007 llegó la hora de empezar las pruebas con humanos. Pero todavía persistía el recuerdo de Jesse Gelsinger, la primera persona que murió durante una prueba clínica de una terapia génica. El adolescente falleció en 1999 mientras otros científicos de la Universidad de Pennsylvania buscaban un tratamiento para un mal hereditario del hígado. "La gente estaba muy reacia a respaldar cualquier estudio de terapia génica, aunque teníamos resultados de seguridad y eficacia muy sólidos en animales", cuenta Maguire.
Él y su esposa lograron vencer los temores de sus colegas y superiores porque su investigación tenía ciertas ventajas y diferencias: el ojo es mucho más accesible que el hígado, sólo necesitaban cubrir una diminuta área de tejido en lugar de todo el órgano y podían probar en un ojo y analizar cómo reaccionaba antes de pasar al segundo. Junto con un hospital de Filadelfia, empezaron a aplicar una dosis baja de su tratamiento en tres adultos jóvenes que portaban mutaciones del gen RPE65. Maguire inyectó una gota del tamaño de una arveja en un ojo de cada individuo: a las pocas horas los sujetos ya podían leer símbolos y letras en un cartel. Luego comprobaron que funcionaba en ambos ojos.
El siguiente paso fue buscar la aprobación de la FDA. Para ello, en 2013 fundaron Spark Therapeuticas, una firma de biotecnología para desarrollar estudios a mayor escala. En octubre de 2017, los expertos del organismo estadounidense realizaron una audiencia para escuchar testimonios de doctores, padres de niños afectados por LCA y pacientes como Misty Lovelace.
La votación a favor de la terapia fue de 16 contra cero y en diciembre de 2017 Luxturna era una realidad. Desde entonces, varios niños han recibido el tratamiento, aunque su costo es altísimo: 850 mil dólares por ambos ojos. Ni Maguire ni su esposa reciben dinero por la terapia, pero admiten que el sistema de salud no está diseñado para solventar tratamientos costosos. "No tenemos injerencia en el precio ni tampoco un interés financiero. Pero esperamos que con el tiempo el precio baje, como ocurre con cualquier otra tecnología", admite Maguire.
Hoy Misty Lovelace espera abrir un negocio de entrenamiento de caballos y la pareja de investigadores sueña con poder retirarse y explorar otros intereses. En el intertanto, ambos confían en que el mecanismo tras Luxturna pueda aplicarse a otras enfermedades. Dice Maguire: "Estamos estudiando otras patologías genéticas, además de ser consultores de compañías. También hemos entrenado a gente que comparte nuestra pasión y esperamos que algún día puedan asumir esta labor. A ambos nos gustan otras cosas, como la apicultura, la agricultura y la pintura. Tener una granja no es comparable con diseñar un cohete… es mucho más difícil".