El protagonista de mi historia soy yo, pero todo lo que aprendí y desarrollé fue gracias a mis papás. Soy hijo de una madre que finalizó cuarto medio, que por una negligencia médica perdió un ojo y terminó trabajando como nana; y de un papá que llegó hasta sexto básico porque decidió trabajar en lo que fuese para ayudar en su casa.

Cuando mi mamá quedó embarazada de mí se fueron a vivir a una pieza y los dueños de la casa les prestaron todo, porque no tenían nada. Mi papá se las ingeniaba para sacarnos adelante con distintos oficios. Recuerdo un día en que yo estaba comiendo arroz con huevo y mi papá sólo té y pan; le pregunté por qué y dijo que no le gustaba mi plato. Después supe que muchas veces había comida sólo para mí.

Entré a un colegio particular subvencionado de Puerto Montt. Mi paso por ahí tuvo cosas buenas y malas. Hice amigos que mantengo hasta hoy, pero también mentí sobre mi situación económica y lo que hacía mi papá, por temor a ser discriminado. Mis papás habían querido que estudiara ahí porque lo único que me podían dejar era educación. Siempre me repitieron que debía ser honesto, estudiar y ser tolerante a la frustración. Pero en octavo básico todo me hacía demasiado ruido en este colegio y me cambié a un liceo técnico profesional.

Ese mismo año nos mudamos a una vivienda social definitiva tras deambular por distintos hogares. Quedaba en la zona emergente de Los Alerces, en las afueras de Puerto Montt. Hoy vive allí mucha gente, pero antes eran cinco calles y las casas. Pasaba una micro cada una hora y se demoraba otra más en recorrer los ocho kilómetros hasta la ciudad. Tenía que levantarme a las cinco para llegar cerca de las ocho al colegio.

En uno de esos largos viajes escuché a dos señoras conversando sobre unas enciclopedias que habían pasado vendiendo. Una dijo que no las había comprado porque eran caras y para qué "si el que nace pobre, muere pobre". Esa frase me quedó grabada. Me dieron ganas de decirle que no era verdad. Me determiné a hacer todo lo posible para demostrarlo.

En el liceo estudié Contabilidad, estaba dentro de los 10 mejores. Por eso me ofrecieron una beca para dar la Prueba de Aptitud Académica. No estaba en mis planes, pero acepté. Me preparé con los facsímiles que me regalaba un vecino que compraba el diario. Ponderé 680 y mis papás me dijeron que estudiara. Me decidí por Ingeniería Comercial en la Universidad de Los Lagos, y me dieron una beca del 85% por mi puntaje y otra por un apellido indígena de mi mamá.

Para costear la matrícula trabajé todos los veranos. Fui garzón, auxiliar de micro, monitor de fútbol, encuestador, empaquetador en Navidad, bodeguero, vendedor de apio picado, ayudante de construcción. Me fue bien. Y el mismo día que egresé, me enteré de que iba a tener una hija. Mis papás no tenían cómo ayudarme y sabía que tenía que conseguir un trabajo para hacerme cargo. Hice mi práctica en una empresa en Puerto Montt y me quedé trabajando, vendiendo tecnología de la compañía sueca Alfa Laval. Un año después postulé a esa empresa europea y quedé. Me vine a trabajar a Santiago.

Pasé por varios cargos y ciudades en esa empresa, siguiendo a mi hija. Hasta que me casé, tuve otro hijo y decidí quedarme en Santiago. Antes de cumplir 30 llegué a ser gerente comercial para Chile y Perú. Pero a esa edad algo me hizo clic. Justo en la oficina comenzamos a discutir un libro que se llama Los siete hábitos de una persona exitosa, y uno era tener un propósito en la vida. Así definí que quería que más gente contara la misma historia que yo. Pero era difícil hacerlo desde donde estaba.

Renuncié y el 2015 partí con un proyecto enfocado en escolares vulnerables. Mientras hacía un máster en Marketing, me ofrecieron desarrollar ese proyecto en el centro de emprendimiento IF. Así partí con Haedus, emprendimiento social que hoy ya es una fundación, y donde les intento enseñar a los niños las habilidades que me permitieron romper la brecha de pobreza.

Cuando dejé la gerencia y partí con esto, todos me decían que estaba loco. Pero hice mis cálculos y me aseguré de que podía vivir de mis ahorros en ese momento. Después me di cuenta de que no podría vivir de esto y fue lo mejor: cuando acepté eso, mi emprendimiento mejoró y ahora vivo de consultorías, capacitaciones y talleres a empresas.

Yo venía de una tremenda compañía y salté a un área en que no sabía nada; así que debía escuchar a cabros que sí sabían. Esto me obligó a reinventarme, a ser humilde, a guardar el título pomposo de gerente internacional porque aquí no me servía. No me arrepiento. Renuncié a ser gerente para ayudar a otros niños vulnerables como yo también fui, y eso ha sido el mejor posgrado en mi vida.