Por fin logro divisar, a lo lejos, la estación de metro São Conrado. Llevo varios minutos bajando por estas empinadas calles, esquivando cientos de vendedores ambulantes, niños que improvisan pequeñas canchas de fútbol en cualquier espacio libre y cuadrillas de motos que aceleran fuerte, esquivando cuanto obstáculo se cruce en su camino. Es difícil avanzar y en cada paso me detengo a observar miles de movimientos simultáneos. Dâ, un robusto animador callejero con una ceñida camiseta del Botafogo, me invita a acercarme. En unas horas más, la selección brasileña saltará a la cancha para enfrentar a Perú en su último partido por la fase de grupos de la Copa América.
Dâ anuncia a través de su micrófono las ofertas de un improvisado supermercado. Me presenta ante los pocos que miran y me pregunta cuál será el resultado del duelo. Me la juego por un triunfo de los locales. "Dois a cero" afirmo, y caen algunos aplausos. Dâ me hace una propuesta difícil de rechazar: que me quede a ver el compromiso con él y unos amigos en una pequeña cantina no muy lejos de ahí. Me entusiasmo, pero miro el reloj. Son las 5 de la tarde, el sol ya se esconde. No me gustaría salir de noche de este lugar y no estoy seguro del horario de cierre del tren subterráneo que me llevará de vuelta al centro de Río de Janeiro. Es un gran dilema. No sé cuándo tendré nuevamente la oportunidad de ver a la verdeamarelha junto a una cerveza en la mitad de Rocinha, una de las favelas más grandes del mundo.
Café da amanhâ
Son casi las 10 de la mañana. Tomo un jugo de piña en un local cerca de la playa de São Conrado cuando lo veo aparecer. Sandalias, pantalones cortos más abajo de las rodillas y polera blanca. Además, una visera, también del club de fútbol del gran Garrincha, Botafogo. Macarrão, de unos 50 años y tez blanca, me saluda como si me conociera de niño. Llegué a él por Bibi, una amiga colombiana que lleva años en Río de Janeiro. Me contó que este personaje conoce Rocinha como la palma de su mano. Mientras termino el jugo, Macarrâo ordena un cafecinho, servido en un pequeño vaso de vidrio. Conversamos en portuñol de lo que se viene para esta jornada que será intensa. Como sólo el 15% de esta gran favela tiene calles para autos y motos, habrá que caminar. Y bastante.
Enfilamos por Gávea, la calle principal. La mañana está en su punto más alto, y hay que moverse con agilidad para no ser atropellado por una invasión de motos que van hacia el cerro. Compro un salgado de calabresa, una suave masa horneada rellena de salchichón y queso. Sigo rápido detrás de Macarrão, que recibe los saludos de cada persona que aparece en nuestra ruta.
Rocinha es la favela más populosa y conocida de Río de Janeiro. Tiene unos 200.000 habitantes y ocupa casi la totalidad del valle que surge entre dos grandes formaciones rocosas, la Pedra dois Hermãos y el morro Cochrane. Su nombre proviene de los pequeños ranchitos o "rocinhas" que había en ese lugar hace unos 70 años. Luego, llegó la fuerte migración de trabajadores del nordeste que se instaló en lo que era un denso bosque tropical. Actualmente, este asentamiento constituye un área oficial dentro del municipio de la ciudad y su superficie construida llega a los 800.000 metros cuadrados.
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Foto: Matías Fuenzalida
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Continúo junto a Macarrão recorriendo las sinuosas calles que se internan hacia la parte alta. Hasta esta parte llegan algunos autos y también recorridos de buses interurbanos, una clara señal de que Rocinha ha trabajado mucho para quitarse el estigma de comunidad peligrosa e impenetrable. Mi amigo también ha invertido mucho tiempo y dinero para fundar una escuela para guías de favela, pensando en los cada vez más turistas que se atreven a vivir esta experiencia. A pesar de todo esto y de que sus habitantes aseguran que Rocinha es mucho más segura que las calles de la popular Copacabana, el narcotráfico y los capos de la droga siguen existiendo y dominando algunas zonas.
Alcanzamos el punto medio de Rocinha. Miro el cielo despejado pero interrumpido por miles de cables negros que forman una gran telaraña entre los postes. Algunos de ellos inclinados por el peso de esta verdadera red de cordeles de caucho. Ante mí está la conocida curva de la "S", que fue parte de un circuito de carreras de autos entre las décadas del 30 y del 50. El mismísimo Juan Manuel Fangio, cinco veces campeón mundial, debió surcar con talento este complicado trayecto, ahora invadido por edificios de colores armados irregularmente con ladrillos y cemento.
Almoço
Las horas corren y estoy ansioso por saber dónde haremos una pausa para el almuerzo. Aparte del comercio, la gastronomía es la principal actividad económica de Rocinha. Macarrão me lleva directo al Bar do Geraldão y pide una cerveza bien helada a Lucía, su amiga de la infancia que está tras la barra.
Hoy es sábado y, como en todo Brasil, los restaurantes y boliches populares ofrecen feijõada, el centenario guiso de frijoles con cerdo acompañado de arroz y harina de mandioca. El puestecito está repleto y algunos toman cerveza en la calle sentados en los asientos de las motos mientras esperan sus platillos. Antes de decirle a Lucía qué vamos a comer, aparece en la mesa el criollo plato creado por los esclavos que llegaron hace siglos a esta parte del mundo.
Macarrão me cuenta que ha vivido siempre aquí, que las ha hecho todas. Fue cercano a los máximos capos de la droga y conoce de memoria cómo funciona el sistema. A veces, la favela rompe su paz y entra en estado de guerra, algo que puede durar meses. Pero a nadie, por lo menos acá, parece importarle demasiado.
Por la angosta vereda pasa mucha gente y todos le estrechan la mano a Macarrão. Hablamos de fútbol, hacemos fotos, salen más birras. "Así se vive en Rocinha", grita y alza su vaso.
Jantar
Es hora de continuar. Ahora, a través de las entrañas. Sin duda, lo más apasionante de este microestado enclavado en Río de Janeiro.
Diminutos pasillos nos llevan a lo que hay debajo de los edificios. Precarias y estrechísimas viviendas entre largas escaleras. Al circular, todos se dan el paso para no provocar choques entre vecinos. De pronto aparecen almacenes incrustados entre paredes y cañerías. En algunos hay que arrodillarse para solicitarle algo al vendedor. Reina la oscuridad, acompañada de un fuerte y penetrante olor a humedad. Estamos en lo más profundo de Rocinha.
Salimos a la luz cerca de la cumbre. El panorama es espectacular. Se puede ver parte de Copacabana y sus blancos edificios que limitan con la playa. El Pan de Azúcar también se asoma a lo lejos, entre bosques que albergan exclusivos barrios. Hacia el otro lado, las más de 17 mil casas de la favela, todas con sus estanques azules sobre los techos, que evidencian otro de los grandes problemas de Rocinha: la distribución de agua potable.
Junto a Macarrão bajamos hacia el plano en mototaxi. En una placita, nos despedimos largamente, pero sin demasiada emoción. Me asegura que nos volveremos a ver y que la próxima vez me invitará a conocer su escuelita de guías turísticos. Los que ven esta escena lo reconocen y él me presenta como su nuevo amigo chileno.
Es de noche y estoy instalado con Dâ en la pequeña cantina hecha con fierros y lonas. A mi lado un muchacho busca alguna sorpresa en un contenedor de basura. Algunos de los contertulios esperan el partido de Brasil ante Perú, otros duermen en sus sillas. La cerveza helada no falta, hace calor y viene como anillo al dedo. Dâ bromea y pregunta si estoy asustado. Entre risas le respondo que no, pero que no quiero perder el último tren del metro.
"Tranquilo, amigo, disfrute o jogo acá en Rocinha".
No me queda otra, y que gane el mejor.