"Hemos logrado ver lo que pensábamos que era invisible". Así se refería Shep Doeleman, astrónomo de la Universidad de Harvard, al logro científico que él y su equipo anunciaban el pasado 10 de abril en una conferencia de prensa simultánea alrededor del mundo. Luego de más de una década de trabajo, Doeleman y sus colaboradores habían logrado capturar la primera imagen de un agujero negro.

Predicha por la teoría de la relatividad hace más de cien años, la existencia de los agujeros negros fue materia de debate por más de ocho décadas. Desde el comienzo, muchos físicos y astrónomos dudaron de que pudieran realmente existir. El mismo Einstein se mostró reluctante a esa idea, aun cuando ya en los años 40 se tenía una idea aproximada de cómo podrían nacer tras la muerte de algunas estrellas. Fue en la década de los 70 que los primeros indicios indirectos de la existencia de los agujeros negros fueron observados.

Hoy, décadas después, ninguna duda queda acerca de que existen; la evidencia es abrumadora: emisiones de rayos X que no admiten otra explicación, películas de estrellas en el centro galáctico que orbitan en torno a un masivo punto oscuro, discos de materia incandescente en acreción y jets de materia que sólo pueden ser engendrados por uno de esos monstruos cósmicos; toda ésta, evidencia cabal de la presencia de estos astros. Aun así, había algo que no teníamos hasta la fecha: una fotografía de uno de ellos; la imagen de un agujero negro, de un ente que, por definición, es invisible.

Los agujeros negros son los objetos más extraños del universo: Astros silentes, fríos y oscuros, que, paradojalmente, son causa de los fenómenos más energéticos, calientes y brillantes del cosmos. Son una de las predicciones más sorprendentes de la teoría de la relatividad general, la cual lleva a repensar la interacción gravitatoria entre los cuerpos, ya no en términos de una fuerza en el sentido newtoniano, sino en términos de la curvatura del espacio-tiempo mismo: un astro no atrae a los otros porque actúen entre ellos fuerzas, sino porque cada uno curva el espacio en sus inmediaciones, obligando a los demás a ceñir sus trayectorias a dicha curvatura.

Ahora bien, esta curvatura tiene un límite: si la densidad del astro gravitante excede cierto valor, entonces el exceso de curvatura termina por desgarrar el tejido espacio-temporal. Se forma, así, un agujero negro, una reducida región del espacio de la cual nada puede salir, porque hacerlo requeriría violar el infranqueable límite de la velocidad de la luz. Como resultado de esto, el interior del agujero negro se desconecta causalmente del mundo exterior: ningún tipo de materia ni energía puede escapar de él, ni siquiera la luz. Por su propio gravitar, el astro se sume en una invisibilidad absoluta.

Pero su invisibilidad no logra ausentarlo. Por el contrario, el influjo de su campo gravitatorio sobre lo circundante sigue intacto, sometiendo a la materia y a la luz, arremolinándolas en torno a él y forzándolas a envolver con un halo luminoso su silueta severa, oscura, invisible.

Fue, precisamente, esa silueta lo que Doeleman y su equipo lograron fotografiar recientemente y por primera vez en la historia. La imagen proviene del centro de M87, una galaxia situada a 53.000.000 de años luz de la Tierra. En su centro, M87 aloja un enorme agujero negro cuya masa equivale a la de 6.500.000.000 de soles como el nuestro.

Debido a la enorme distancia a la que está el astro, la amplitud angular de su imagen es pequeñísima (observarla sería equivalente a fotografiar una manzana en la superficie lunar). Es por esa razón que la observación requirió de temple y de muchísimo ingenio: la luz es una onda y, debido a ello, la observación de una imagen tan pequeña conlleva efectos distorsivos. La única manera de sortear este problema es aumentar el tamaño del telescopio. Ahora bien, dada la extrema pequeñez de la imagen en este caso, el tamaño del telescopio requerido para ver la silueta del agujero negro de M87 debería ser igual al tamaño del planeta Tierra.

¿Cómo construir, pues, un telescopio tan grande? Doeleman y su equipo resolvieron el problema con ingenio: coordinaron una red mundial de radiotelescopios que, ubicados en California, Atacama, Hawái, Europa y el Polo Sur, funcionaron conjuntamente para transformar a nuestro planeta en un gran telescopio virtual de las dimensiones necesarias: el Event Horizon Telscope (EHT).

Durante unos días de abril de 2017, todos los radiotelescopios de la red EHT se encontraron en condiciones de operar y dirigieron su mirada hacia un modesto punto brillante en la constelación de Virgo, hacia el corazón de M87. El resultado, anunciado dos años después, fue asombroso: la silueta del agujero negro en el centro de aquella galaxia apareció nítidamente recortada sobre un fondo incandescente que lo envuelve. Por primera vez, la imagen de lo inmanentemente invisible.