La inspiradora historia del rey de las abejas
Hernán Chávez dedicó casi veinte años a su fábrica de textiles, hasta que un día conoció el fascinante mundo de las abejas. El declive del primer negocio y la pasión por el segundo hicieron cambiar el rumbo de su vida a los 40. Hoy, su meta es capacitar a quienes sienten que a los 50 ya no hay más oportunidades para empezar de nuevo.
Hernán Chávez (72) pasó gran parte de su vida entre telas, hilos, máquinas de coser y mucha ropa. Empezó arreglándole una máquina de coser a su hermana y luego aprendió a armar tejidos. Llegó a tener una fábrica de textiles y siete locales de venta, pero el panorama se fue oscureciendo al mismo tiempo que el vestuario traído desde Asia iluminaba las vitrinas de las multitiendas.
Eso fue a principios de la década de 1990. Por esos años, Chávez compró un palto para poner en su casa, pero no floreció ni menos dio paltas. Decepcionado, partió a reclamarle al vendedor. “Tiene que ponerle abejas”, le dijeron. Obstinado en su misión de comer los frutos de su árbol, buscó contactos, compró un núcleo y formó su primera colmena. La primera de cientos que maneja hoy y que dan vida a Apichavez, centro de apicultura y apiterapia ubicado en Los Quillayes 5074, Estación Central, donde se pasean centenares de abejas entre los cajones y las coloridas flores que adornan el sector.
Pero antes de ser un experto, Hernán Chávez no sabía nada de abejas. No sabía, por ejemplo, que desde octubre en adelante la colmena aumentaba considerablemente su población y eso hacía que por las noches quedara colgando una “barba” desde el cajón. La solución era llamar a un apicultor que le cobraba, en ese tiempo, unos $5 mil por “acomodarle” las abejas. Después de un par de veces con el mismo problema, se hastió y pensó que lo mejor era aprender cómo era el trabajo de la apicultura.
Así empezó: libro que veía, libro que compraba; curso que había, curso en el que se anotaba. En la semana seguía con las confecciones; los sábados y domingos eran sagrados para las abejas. Su fascinación por estos insectos fue creciendo al punto de entender de principio a fin la vida dentro de una colmena, cómo funcionaba, qué necesitaba. Todo.
“En los libros salía que no había apicultores con artritis ni artrosis, porque los componentes de la apitoxina eran muy buenos. Le pregunté después a un profesor de un curso y me dijo que no tenía idea, pero que le encantaba que le picaran las abejas porque se sentía muy bien. Yo veía que lo picaban, se raspaba y seguía trabajando. Pensaba que él estaba loco. Ahora resulta que yo estoy en la misma, me encanta”, dice Hernán Chávez sentado en su box donde aplica apiterapia a sus pacientes por las tardes.
Ese gusto por las picaduras de abeja tiene una razón: cuando tenía unos 35 años empezó con problemas en el nervio ciático que le impedían moverse con facilidad: le dolía al entrar o salir del auto y no encontraba un tratamiento médico que le solucionara su problema. “Pensaba que a los 50 años iba a estar en silla de ruedas, pero mírame ahora, tengo impecable las articulaciones gracias a la apiterapia”, subraya mientras se pone de pie, levanta las rodillas con vigor y se mueve con la energía de un veinteañero.
El cambio de rubro
Dejar el negocio de textil no fue una decisión. “No dejé las confecciones de lado, ellas me dejaron de lado a mí”, resalta. Mientras el sector empezaba a apagarse, él avanzaba a pasos gigantes con la apicultura. Mientras vendía las propiedades que había comprado fruto de su trabajo en la confección de textiles para poder pagar las indemnizaciones a los trabajadores que tenía que despedir, aprovechaba de comprar un par de cajones más de abejas. Así, hasta que finalmente tuvo que cerrar por completo la fábrica.
Tras horas de lectura, de talleres y cursos, y también de mucha práctica, se volvió poco a poco en un experto en la extracción de miel. Pasó de tener una colmena a tener unas veinte, luego una centena. Hoy asegura tener cerca de unas mil. “No estaba tan holgado económicamente, pero veía un anuncio, iba, veía las abejas y las compraba. Una vez les compré a unos curas de San Ramón que tenían una crianza muy buena pero el encargado se había ido, entonces para deshacerse me las vendieron baratas. Ahí aumenté harto”, rememora.
La producción de miel le servía como aporte económico y para pagar los gastos universitarios de sus hijos. “Tenía que echar un tambor de miel e ir a las exportadoras; era mal comprado, pero me servía para tener plata en efectivo”, narra ahora.
En 1995, como sus dolores se habían pasado con las picadas de abeja, comenzó a interiorizarse en la apiterapia. Realizó más cursos y se convirtió en uno de los pioneros en la actividad. “Trataba a amigos. Cuando aprendí, recuerdo que había un centro de apiterapia en Puerto Varas, otro en Buin y otro en la Reina, que era el doctor Vicente Ferrer (considerado el padre de la apiterapia en Chile)”, asegura.
Su primera consulta la instaló en su casa, en el paradero 8 de Pajaritos. Al principio, como las terapias eran incipientes, le costó un año ser autorizada por los servicios de salud. “Quería hacer las cosas formales, pero el inspector me decía que no había ley al respecto. Ofrecí tratarle una dolencia en la rodilla y volvió a los días. Le pregunté si venía como inspector o como paciente, porque los asientos eran distintos”, recuerda entre risas. “Como en ese tiempo me habían hecho varias entrevistas, él fue creando un archivo, y al llegar su jefe me pidieron una reunión. Finalmente autorizaron mi local. Esto ya fue en los 2000 y le puse Apisalud, pero me copiaron el nombre y pese a denunciarlos en tribunales lo siguieron usando, así que después le puse Apichavez”, dice el fundador.
La consolidación del negocio
Hernán Chávez dice que no se acuerda en qué momento creció tanto su negocio. Pasó de sacar la miel de las alzas (donde las abejas la almacenan) de forma artesanal a tener una centrífuga manual en la que puso a un ayudante, para luego tener una centrífuga eléctrica que tiene en el fondo de su local, donde en verano envasa decenas de recipientes con miel.
Aprovechó de reutilizar varios muebles que tenía en la fábrica de textiles para su local de apicultura, lo que ha significado un ahorro, y hace un par de años recibió una ayuda monetaria y logística de Sercotec. Una funcionaria lo ayudó a hacer los trámites para que recibiera un aporte para comprar equipamiento. También fue asesorado para que pudiera ampliarse a las plataformas digitales, tener su página web y redes sociales. “Con eso me ayuda Juan Francisco, uno de mis hijos. Yo me quedé en la parte antigua y, por eso, si uno tiene la posibilidad de que le ayuden, es mejor”, recomienda.
Además de producir miel ($5 mil el envase de 1 kg) y propóleo ($3.500), y de realizar apiterapias ($10 mil), también arrienda cajones de abejas. Tiene en Padre Hurtado, en El Bosque, Santo Domingo, en Pajaritos, en Linares y en Noviciado, donde le pidieron panales para polinizar zapallos.
A esos lugares va por las mañanas. Puede pasearse con destreza y energía entre los cerros, con una botella de agua, frutas y comida. Para él nunca es igual una jornada a la otra y eso lo mantiene motivado. Las tardes, en tanto, las destina para la apiterapia, aunque en verano deja los martes, miércoles y jueves exclusivamente para extraer miel.
“Las abejas son un aporte para el ecosistema, es lo más valioso”, repite. Por eso reclama contra quienes esparcen insecticidas sin control y dañan a estos insectos.
Aparte de eso, no hay muchas cosas que perturben a Hernán Chávez. Nada inmuta la cara de felicidad y regocijo que luce al pasearse entre la decena de cajones que tiene al frente de su local, y que ocupa para las apiterapias. Pasa las manos por los cajones y deja que estos pequeños insectos se posen encima y así pasa unos segundos admirándolos.
Ahora está amasando su siguiente idea: capacitar a nuevos apicultores y apiterapeutas, sobre todo a aquellos mayores de 50 años que quedan sin trabajo.
“Una vez me preguntaron hasta cuándo iba a ser emprendedor, y la verdad es que mientras mi cuerpo y mi mente estén bien, hay que darle. No quiero esperar la carroza al lado de la estufa, porque en una de esas puede llegar más rápido”, reflexiona con una sonrisa mientras suena el timbre y llegan un par de pacientes dispuestas a ser pinchadas con los aguijones de las abejas. “No sienta pena, las abejas viven unos 42 días, piquen o no, y las que ocupo están en su fase final”, enseña mientras toma una con las pinzas.
¿Y el palto que dio el puntapié inicial? Chávez responde orgulloso:
“Me daba tres o cuatro cajones. Me di cuenta de inmediato del poder de las abejas. Lástima que tuve que vender esa casa y creo que lo quitaron”.
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