La pareja que rescata caballos para criarlos con música y bajo la luna

Marcela Iriarte, corral Cuna del Sol
Marcela Iriarte comenzó Cuna del Sol con tres caballos rescatados. Hoy se mantiene realizando actividades de turismo rural.

En medio de la sequía y de la baja de turistas por la crisis sanitaria, Marcela Iriarte y Claudio Araya luchan por mantener a flote Cuna del Sol, un corral que rescata caballos destinados a morir. Bajo un sistema de amansadura respetuosa, estos animales forman parte de un premiado proyecto de turismo rural que hoy sale adelante gracias a la colaboración con sus vecinos: ellos les dan nueces y paltas; a cambio reciben guano para sus siembras.


La historia de Marcela Iriarte Pizarro (53) es una mezcla de amor por los animales, romance y resiliencia. Oriunda de Monte Patria, en la Región de Coquimbo, pasó gran parte de su vida a mil kilómetros de su tierra, en Constitución, Región del Maule, donde trabajó por dos décadas como prevencionista de riesgos. Allá sufrió el terremoto de 2010, la muerte de su padre, un cáncer, la cesantía y el divorcio. Un cóctel que detonó en su cabeza la idea de regresar a su tierra natal y volver a vivir en el campo.

En Chañaral de Carén, un recóndito paraje cordillerano ubicado 66 kilómetros al suroriente de Ovalle, instaló hace ya tres años un corral de amansadura de caballos llamado Cuna del Sol. Un lugar muy especial por dos razones: por el origen de sus animales y por la particular forma que tiene Claudio Araya, criador de caballos de pareja de Marcela, de trabajar con ellos.

En Cuna del Sol, los equinos tienen un origen común: han sido rescatados, en distintas circunstancias, de un futuro que los condenaba a ser sacrificados o a morir de hambre. Partieron con tres y hoy, entre rescates y animales que se han reproducido allí, tienen 14 caballos. Con todos ellos, Marcela Iriarte y Claudio Araya utilizan el método de amansa racional, es decir, una forma de domarlos sin violencia ni aparatos de tortura ni traumas. Pero el toque que le dan Iriarte y Araya es único: lo hacen en terrazas diaguitas, con arpa y bajo la luna llena.

Entremedio de los cerros de la localidad, bajo el esplendor de una noche iluminada por la luna y en medio de un corral circular, quedan el equino y Claudio Araya. El animal se desplaza con inquietud, mueve sus orejas en distintas direcciones y rodea a su amansador, quien lo dirige con su brazo de un lado a otro haciendo sonidos con su boca. El escenario se completa cuando Araya toma su arpa chilena y la instala en el centro. Las cuerdas comienzan a vibrar y suenan acordes y arpegios relajantes para el caballo, quien luego de unos instantes desorientado por la música se calma al escuchar que la armonía se repite. El ambiente genera que se sienta en confianza, pues nada malo le ha pasado. Entonces decide acercarse tímidamente al amansador, lo huele, lo observa y permite ser tocado.

Si eso no pasó inmediatamente, necesita más tiempo. Si no le está gustando el escenario, también. Pero tarde o temprano el caballo terminará junto a su amansador y le permitirá que este se mueva a su alrededor, que lo toque y que incluso lo monte. “Es una experiencia única, que hay que vivir, que es sanadora”, dice Marcela Iriarte, quien acota que lo mínimo que se ha demorado Araya son dos horas y 10 minutos. Hay veces, eso sí, que la amansa se hace de día.

Ese es el corazón de Cuna del Sol y la razón de su existencia.

Por las mañanas, es Claudio Araya quien parte muy temprano a las pesebreras y saluda a los 14 caballos que tienen actualmente. Les habla y recibe relinches de vuelta. Incluso las cabras que también tienen allí “saludan” todas las mañanas. Así parte la rutina, sirviéndoles agua en sus respectivos bebederos, dándoles su porción de alimento en seco, que es mínimo de 6kg de materia seca, principalmente pasto y alfalfa, que es complementado con pelón de almendra, maíz o cebada. Si hay alimentos frescos, como lechugas o zanahorias, se prioriza, y si no, se opta por pellet o algún pasto nutritivo. También se sacan sus residuos, que después servirán como abono. Luego los caballos se reparten en las terrazas, aunque divididos por hembras y machos, pues Iriarte dice que no pueden tener más caballos porque la mantención es muy cara.

Corral Cuna del Sol
Claudio Araya es el amansador del corral y aplica la técnica racional, que es sin violencia ni maltratos. El sello es que se hace con arpa y muchas veces bajo la luna llena.

“Parece simple, pero es muy demandante, es algo que Claudio hace en la semana y yo lo ayudo los fines de semana”, dice Iriarte.

Además de la amansa de caballos, Iriarte empezó a ofrecer servicios turísticos, aunque con algunas dudas al principio. “No quería mucho, pero entendí que hay una manera de hacer un turismo respetuoso con el entorno y con los animales, que sea cercano con el turista”, explica. Presenciar y participar de una amansa de caballos, por ejemplo, vale $45 mil.

Por eso empezó a ofrecer, primero, cabalgatas por la localidad. Rutas desde el corral hacia el cerro La Arena, disfrutando la vegetación y naturaleza del valle, o hacia el puente del Vado Hondo bordeando el río Grande. Marcela Iriarte detalla que “cuando el paseo es más extenso, le hacemos una pequeña charla de inducción en que les enseñamos que, por ejemplo, no es necesario pegarle al caballo para que camine, sino que basta con hacerle un sonido”. El valor ronda entre los $30 mil y $35 mil dependiendo de la extensión.

No solo eso. También aplicaban terapia con sus caballos, una manera de conectar a los animales con los visitantes; también reciben a niños y niñas con necesidades especiales. La fundadora del corral Cuna del Sol narra que hace un tiempo un padre llevó a su hijo de ocho años, ciego de nacimiento, para que aprendiera a andar a caballo. La experiencia en otras localidades no había sido satisfactoria y le había confiado a Marcela y Claudio esa tarea. Iriarte detalla que su pareja hizo que el niño pasara las manos por las piernas del equino, por las orejas, el anca, el lomo, los pelos, la cola, para conocerlo completo a través del tacto. Al rato se subió y empezó a andar con asistencia. “Después andaba solo un montón de rato. El caballo es confiable, no se va a tirar por un barranco ni a ponerse en peligro. Incluso para volver saben cómo devolverse”, dice.

Estar con los caballos y jugar con ellos, además de ordeñar a las cabras y beber su leche, tiene un valor de $15 mil.

Mil maneras de sobrevivir

Marcela Iriarte recuerda que su familia siempre fue de campo, que la casa donde vive tiene más de 200 años y que desde pequeña se paseaba entre las patas y la cola de la yegua de su padre. Que para instalar este corral necesitó un espacio abierto grande y que gracias a esa casa pudo hacerlo, aunque ahora tiene poco más de una hectárea. Allí partieron trabajando la tierra, cultivando alfalfa e instalando a tres caballos rescatados: uno que iban a castrar como castigo por haber preñado a unas potrillas; una yegua árabe pura sangre que se había quebrado una pata y que iban a sacrificar; y a un caballo que encontró mientras trabajaba en un bosque en Arauco, deshidratado y con parásitos.

Luego rescataron más, con infecciones, lastimados físicamente y abandonados. Mantenerlos nunca ha sido sencillo, dice Marcela Iriarte. Sus cuidados, alimentación e hidratación son aspectos que salen caro, más aún cuando son 14 animales.

“Es carísimo, porque comen mucho, y con la pandemia se hizo difícil”, acota. Por eso, la colaboración entre los habitantes del sector ha sido clave: en los momentos más duros, consiguieron que empresarios de La Serena les enviaran cientos de kilos de zanahorias que se repartieron entre el pueblo y los equinos; lo mismo hicieron con un camión de lechugas, que dividieron entre los vecinos y luego dieron a los caballos. Por su parte, el Corral del Sol reparte el guano de sus animales como fertilizantes y a cambio reciben nueces y paltas de los vecinos. La idea, subraya Iriarte, es potenciar esos círculos virtuosos entre los emprendedores de la zona. “Somos colaborativos, porque nos ha tocado difícil”, dice.

Corral Cuna del Sol
Los caballos de Marcela Iriarte se han reproducido y han aumentado el corral a 14 equinos. Sin embargo, el alto costo de mantención la obligaron a poner en venta a seis de ellos.

Una de las dificultades más grandes que han tenido que sortear es la sequía de la región. La escasez hídrica les impidió seguir cultivando alfalfa y poder alimentar sustentablemente a sus animales, además de limitarles la hidratación y darles agua potable, lo que aumenta los costos.

Por eso, hoy se ve en la obligación de poner en venta seis de sus caballos. Iriarte explica su decisión: “No puedo mantenerlos a todos, el turismo no está tan activo como quisiéramos y la mantención y alimentación es cara. No me gustaría, pero los tengo que vender”.

Pero los desafíos de su emprendimiento no alteran el espíritu de Marcela Iriarte. Tampoco su amor y pasión por los caballos y por su tierra. Por eso, por cierto, fue reconocida con el premio Mujer Empresaria Turística 2020, de Sernatur, y el premio al emprendimiento más innovador de la Región de Coquimbo, además de adjudicarse proyectos de la municipalidad que le han permitido solventar los gastos de los caballos.

“Todo es mérito compartido con Claudio. Él es un genio. Fuimos pololos a los 15 años, yo me fui lejos, nos reencontramos dos décadas después, me ayudó a sanar a través de los caballos de todo lo malo que venía y me enseñó la amansa racional tan especial”.

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