Las sabrosas historias que dan vida a la Factoría Franklin
Una charcutería y una pastelería vegana -que conviven en uno de los pasillos de Franklin 741- son parte de este espacio que reúne los oficios de más de 20 emprendedores. Todos fabrican y venden sus productos aquí, mostrando al público el proceso de sus creaciones y desarrollando entre ellos un muy interesante modelo de colaboración.
Destilerías, cervecerías, chocolaterías y una charcutería son solo algunos de los emprendimientos que convergen a dos cuadras del Metro Bío Bío, específicamente en Franklin 741: un edificio de más de 80 años que acapara una manzana de casi 6.000 metros cuadrados en medio de uno de los barrios más vivos de Santiago.
Hace cuatro años este espacio estaba abandonado, hasta que un día Teresa Undurraga, fundadora del Emporio La Rosa, conoció el lugar e imaginó para él un nuevo comienzo. Entonces se reunió con el dueño, Carlos Montrone, de Propiedades Monpla, y le propuso agrupar distintos oficios en el lugar. Marcela Arias, gerenta de Desarrollo de Monpla, no le dio muchas vueltas. “Cuando terminó la reunión le dije a don Carlos: ‘¡Es súper buena esta idea!’”, cuenta con entusiasmo. Luego de insistir, sin estudio de mercado alguno, consiguió aprobar el proyecto.
A principios de 2019, Teresa Undurraga se instaló con una destilería y chocolatería y, de a poco, fueron llegando más emprendedores a instalarse al edificio para llevar a cabo sus procesos productivos. Hoy, con más de 20 emprendedores, la Factoría Franklin es una experiencia imperdible que se une al ya conocido y bullante comercio de la zona.
Detrás de un portal azul de fierro, abierto de par en par a entrar, se disponen a lo largo de los pasillos las pequeñas fábricas. Comenzar a recorrer el edificio es también el inicio de una ansiedad por no querer dejar ningún lugar sin visitar; cada espacio esconde a un emprendedor o emprendedora y sus potentes historias.
La charcutería que arrasó en pandemia
Mientras la tasa de desempleo subía y el mundo entero buscaba sobreponerse no solo a la crisis sanitaria, sino también a la económica, La Fiambrería, una de las fábricas más grandes en la factoría, tuvo números azules. Eso le permitió pasar de arrendar un espacio de 20 a 200 metros cuadrados en un año.
Su dueño es el venezolano Marcos Somana (30), un bioanalista especializado en tecnología de alimentos que llegó a Chile hace cuatro años. A partir de la experiencia que adquirió viendo cómo se trabajaba en la carnicería de su familia, se ha dedicado a diseñar y balancear fórmulas para el desarrollo de productos como embutidos y fiambres.
Parte de sus creaciones, dice, se han inspirado a partir de un viaje a España que le permitió probar distintos sabores. Incluso escribió un libro, llamado “La Charcutería”, que plasma el arte de la producción. “El jamón cocido, por ejemplo, es básicamente un gel estabilizado con proteínas y poca carne, bastante agua. Esas fórmulas, que son bastante rentables, se cotizan caro”, explica Somana. “Y más todavía en el caso de las personas que saben hacerlo bien”.
Es por esa experiencia que busca que sus productos no sean lo que se suele hacer en la fabricación industrial. “Quiero ofrecer algo con mucha más calidad”, afirma. En sus productos secos el valor agregado de la materia prima tiene mucha más importancia, como es el caso de las copas y prosciutto, mientras que en el caso de los jamones cocidos, dar en el clavo es encontrar una buena sazón y darle un sabor distintivo.
Al lado de su pequeña fábrica inicial, ahora están armando otra de 200 metros cuadrados con media docena de máquinas industriales para darles tratamiento a las carnes e instalar grandes frigoríficos metálicos. La inversión busca instalar un lugar de producción y también una academia del oficio de Somana. “Queremos un lugar que permita trabajar de manera cómoda, con buenas prácticas de manufactura, que podamos tener una calidad con una trazabilidad increíble y que este sea, ojalá, el primer centro de formación asociado a este rubro en toda América Latina, que no lo hay”, asegura.
Al entrar a la factoría, La Fiambrería es la primera puerta en el pasillo de la izquierda. Allí es donde los visitantes suelen partir llenando el vacío de sus estómagos con algunas degustaciones para así seguir tranquilos hacia otro rubro de la Factoría Franklin: las destilerías.
Del servicio público al vermut familiar
En el segundo piso, al final del pasillo, está Vermut Luther. Su dueño es Jaime Lavín (37), un ingeniero comercial que decidió emprender en el negocio de un trago olvidado en plena pandemia.
Durante el invierno de 2020, Lavín estaba a cargo del Plan de Invierno del Ministerio del Desarrollo Social. Trabajaba de 12 a 15 horas diarias, fines de semana, de domingo a domingo, recuerda. “Estaba con un hijo chico y empecé a encerrarme en la cocina para descansar, para despejar la cabeza”.
Se encerraba a las 11 de la noche, cuando todos dormían, a cocinar desde pickles hasta mermeladas. Una que otra vez hizo vermut, pero de una forma muy improvisada: “Agarraba una botella de vidrio, metía el vino, le ponía un poco de pisco, le ponía un par de hierbas y lo olvidaba dos meses en la despensa, al fondo. Después lo filtraba y tomábamos eso”, recuerda. Hasta que un día un amigo le pidió una botella.
Ahora, en su espacio de 40 metros cuadrados, se elaboran cientos de botellas de vermut y hay una repisa metálica con 41 frascos transparentes donde se distinguen los colores de las especias y hierbas que hay en su interior. Entre ellas, canela, clavos de olor, hierbaluisa y cardamomo, que forman parte de la receta.
Con un hijo recién nacido, su trabajo y este nuevo “hobby”, fue la esposa de Jaime Lavín, Sofía Rojas, quien tomó las riendas de la producción de vermut. También se sumó a la aventura Benjamín Arroyo (34), un amigo abogado —y ahora socio— que conoció trabajando en el Hogar de Cristo.
Partieron con 80 hierbas y todo fue prueba y error. Ahora, Vermut Luther tiene un rosso y un blanco con 41 y 39 hierbas, respectivamente, elegidas con la influencia de los inicios de la receta en la Antigua Grecia y la medicina herbolaria mapuche. Sofía y Jaime renunciaron a sus trabajos en 2021 para dedicarse por completo a la producción de este licor chileno y trabajan de martes a domingo en la factoría.
Alchimia Brewstillery: una jugada de laboratorio
Quienes hacen las cervezas en la Factoría Franklin son Juan Pablo Monrás (35) y Roberto Quiroz (44): dos bioquímicos, el primero con un doctorado en Biología y el segundo, en Química. Se conocieron hace cuatro años en un proyecto mientras trabajaban en un sensor de contaminantes. Un día, Juan Pablo Monrás llegó con un kit de cervezas al laboratorio y no encontraron nada mejor que matar los tiempos libres jugando con eso. Así, terminaron ganando un fondo Semilla Corfo y crearon Alchimia Brewstillery.
El lugar, de unos 100 metros cuadrados, divide sus espacios en una sala de ventas en la entrada y, atrás, la fábrica. Se mezclan en la decoración las pipetas, la barra para degustar y -en un rincón- el reactor en el que están partiendo con destilación a baja temperatura: una especie de botella transparente y ancha, del porte de un barril, en la que modifican la presión para que el punto de ebullición del alcohol sea más bajo.
Todo es en grande: las máquinas fermentadoras y sus perillas, los mesones y, por supuesto, la variedad de cervezas. El año pasado enviaron muestras de sus productos al los World Beer Awards y ganaron en cuatro categorías: tienen la mejor American-Style Pale Ale, Milk Stout y Amber de Chile (esta última también fue la ganadora en la categoría mundial).
“Siempre nos ha gustado la cerveza, pero meternos en el mundo ha sido un descubrimiento, porque cada una es un mundo”, explica Roberto Quiroz. “Uno puede jugar con los sabores, los aromas… Ahora, por ejemplo, tenemos en el fermentador una sour de frambuesa que va a salir esta semana”, adelanta. Esta se suma a otra de sus innovaciones con ají cacho de cabra. Todos los meses sacan nuevas cervezas y ya están comenzando con algunos prototipos de destilados.
22 buenos vecinos
Son 22 los emprendimientos que dan vida a la Factoría Franklin y, aunque se topan en los rubros, lejos de haber competencia, el ambiente es cooperativo. Por ejemplo: la pastelería vegana Green Heaven, fundada por Daniela Yarad, está por lanzar el Cupcake Hoppy Maracuyá, hecho con la cerveza Hoppy Times de Alchimia Brewstillery. Y la semana pasada lanzó el Cupcake Mocka Andariego, que incorpora café de Andariego, una tostaduría que también forma parte del espacio.
Andariego Café coquetea con varios. Ya ha hecho trabajos colaborativos con Chocolates Quintal y está en conversaciones con Alchimia Brewstillery para sacar una cerveza de café. Eduardo Labra, dueño de la Destilería Zunda, cuenta que también están trabajando en un licor de café con los colombianos de la tostaduría, en un chocolate con chupilca con Chocolates Quintal y ya hicieron un gin con los ingredientes de la fábrica de pickles y salsas By María.
Dos cabezas piensan mejor que una y 22 se ponen bastante creativas en el espacio común de la factoría.
Pero la “buena vecindad” no se extiende solo dentro del recinto. Desde Monpla, los dueños del edificio y quienes dieron vida al proyecto, tienen el objetivo de expandirlo a los habitantes del barrio este año. Marcela Arias cuenta que están trabajando en un incentivo para que las fábricas contraten a personas del sector y así se vaya creando una comunidad que prevalezca en el tiempo. “Estamos viendo la fórmula de que una de las alternativas pueda ser, por ejemplo, hacer un descuento en la renta. Decirles: ‘Si tú contratas a alguien que vive en el barrio, la renta va a ser equis porcentaje más barata’”, explica.
Desde sus inicios, la factoría da un fin sustentable a sus residuos: trabajan con una empresa de reciclaje y compost. Y, a pesar de que durante el verano todo permanece tranquilo con los emprendedores mostrando sus fábricas, desde marzo volverán los panoramas culturales. Exposiciones de arte y fotografía, actos culturales gratuitos y hasta la apertura de un galpón gastronómico, es un poco de lo que promete la particular Factoría Franklin.
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