Los secretos del mejor pan de pascua “anónimo” de Santiago
Hace tres años, un concurso organizado por el Fosis junto a chefs y cronistas gastronómicos eligió al pan de pascua de la repostera María Herrera como el más rico producido por un microemprendimiento. Uno que nada tiene que enviarle a los viejos conocidos que conforman cada año los rankings navideños, y que a María, literalmente, le cambió la vida.
Esta historia comienza hace casi 20 años, con un puñado de nueces, almendras y avellanas remojadas por varios días en aguardiente; con un poquito de cáscaras de naranja confitadas que estuvieron macerándose durante todo el invierno y una mezcla de harina, azúcar, cacao, huevos, canela y clavo, que luego de 50 minutos de horno se ha convertido, Navidad tras Navidad, en un dorado, húmedo y aromático pan de pascua.
Gracias a ese pan de pascua, María Herrera, una secretaria bilingüe de 49 años que hoy vive junto a su marido y sus dos hijos en Buin, ha podido tener su casa propia; gracias a él, también, pudo mantener a sus dos hijos cuando estos eran pequeños y ahora, además, puede dar empleo a dos trabajadores que la acompañan en la cocina de su amasandería, llamada Donde La Tía Maggi e instalada en el primer piso de su hogar, en calle Ramón Antonio Romero 772, Villa los Hidalgos.
Gracias a ese pan de pascua a María Herrera le cambió la vida. Fue en 2018, cuando las vueltas del destino –la adjudicación de un fondo del FOSIS– la llevaron a participar en un concurso organizado por ese organismo, en el que un jurado compuesto por chefs y críticos gastronómicos eligió al suyo como el mejor producido por un microemprendimiento.
–El premio me ayudó mucho, porque además de que recibí varios implementos para mi trabajo, también salí en la TV y en las redes sociales, y eso hizo que se dispararan las ventas. Gracias a eso pude aumentar mis ganancias y arreglar mi negocio, transformarlo en un local más establecido –cuenta María, una mujer que cada día termina su jornada laboral pasadas las 10 de la noche, y que hasta antes de la pandemia abría su panadería de lunes a domingo. Ahora comienza la semana los martes, para dejar un día para ella y su familia.
Difícil desligarse de un negocio que no solo es su vida, sino su sueño durante largos años. No de esos que uno tiene desde la niñez, eso sí; la repostería llegó a la vida de María Herrera cuando ya tenía 30 años, dos hijos y la necesidad de generar recursos ante la imposibilidad de trabajar a tiempo completo como secretaria, pues los niños eran muy chicos y no tenía con quién dejarlos.
No era particularmente buena en la cocina, pero quería aprender. Por eso, cuando un día le ofrecieron inscribirse en un curso de masas dictado en el colegio de su hija por la fundación María Ayuda, de inmediato dijo que sí. Allí aprendió a sobar masas, a fermentar panes, hornear bizcochos, freír berlines, hacer tortas y empanadas.
–”Tienes buena mano, María”; “Las masas te quieren” –le decía su profesora, una mujer mayor que fue quien le enseñó la receta que hasta hoy utiliza para hacer pan de pascua: una que lleva solo ingredientes y preservantes naturales y que María todavía hace a la antigua; quizá la única diferencia entre hoy y hace 20 años, cuando empezó, es que ahora tiene una batidora para mezclar. Cuando comenzó, en un diminuto rincón de la aún más diminuta cocina de la casa que arrendaba en Puente Alto, todo –todo– lo hacía a mano.
Empezó vendiendo panes de pascua, queques y empanadas a los papás y mamás de los compañeros de colegio de sus hijos. Luego, en el mismo establecimiento empezaron a encargarle pedidos para las festividades. María también salía a vender a la calle, a las micros, a donde fuera que encontrara una buena clientela que le permitiera vender sus dulces, guardar un poco de las ganancias y el resto reinvertirlas en insumos.
Así estuvo dándose vueltas por cuatro años, hasta que un día su marido sufrió un infarto. Fue operado de urgencia, su salud se complicó y durante varios meses tuvo que dejar de trabajar. María, entonces, supo que ya no podría seguir en su pequeño negocio: no le daba el dinero suficiente para mantener a la familia y tampoco tenía recursos para hacerlo crecer. Como dice ahora: no era viable tirarse a la piscina.
Entonces colgó el delantal y salió a la calle a buscar trabajo como secretaria.
La dulce fórmula del éxito
–Me creía el cuento y eso era un autoincentivo tremendo. Siempre me imaginaba trabajando en una gran panadería. Por eso fue muy desmotivante para mí volver a una oficina –recuerda María Herrera.
No volvió de lleno a la repostería después de unos meses, tampoco luego de pocos años. Por una década, de lunes a viernes, trabajó en una conocida empresa de alimentos. Mientras en su departamento llegó a convertirse en asistente de recursos humanos, el fin de semana lo dedicaba a sacar las decenas de encargos que le hacían sus jefes y compañeros de trabajo: que un pan de centeno como esos que solo tú haces, María; que ese quequito de limón tan aromático para la once, o una docena de empanadas de masa delgadita y crujiente para el 18 de septiembre. De domingo a domingo, por todos esos largos años, María juntó peso a peso con el fin de lograr su objetivo: dar el pie para una casa donde pudiera instalar un taller de cocina. En la tarea la ayudaba su marido, ya recuperado, contador de profesión.
Hace cuatro años, María y su marido pudieron comprarse una casa de dos pisos en Buin. Comenzaron instalando un taller muy básico en el primer piso y comenzaron a buscar fondos para consolidar su emprendimiento. Se ganaron uno del Fosis y otro del Sercotec, que les permitió mejorar la infraestructura del local y convertirlo en una amasandería hecha y derecha; también comprar maquinarias, aunque hasta el día de hoy María sigue preparando masas en el horno semiindustrial que compró de segunda mano cuando empezó a hacer masas.
Ambas ayudas, dicen, han sido claves para hacer despegar su emprendimiento, ya que no solo le han entregado dinero, sino que también conocimientos y orientación para administrar su negocio. Aunque el batatazo de su pan de pascua, sin duda, marcó un antes y un después en su historia.
En noviembre de 2018, cuando se realizó la elección del Mejor Pan de Pascua producido por un microemprendimiento –un concurso que no se ha vuelto a realizar, por lo que María se llama a sí misma “invicta” entre risas–, la primera fase de la competencia consistió en que las mismas personas que iban pasando por el lugar del evento –la Plaza de Armas– probaran distintas muestras y fueran entregando su opinión. Así fueron seleccionadas las cuatro finalistas; entre ellas, María, cuyo pan de pascua fue unánimemente alabado por todos quienes lo probaron.
Hoy su creación se agota rápido. Por ser de factura artesanal, tiene capacidad para generar hasta 200 al mismo tiempo, por lo que hace poco tuvo que rechazar un pedido de una fundación que le encargó 2.000 kilos. Lo vende durante todo el año, pero en estas fechas salen entre 20 y 30 diarios en la panadería, más los que reparte por delivery (los pedidos pueden hacerse al Whatsapp +56 97624 9631): si son sobre cinco panes puede ir a dejarlos, con un costo adicional, a cualquier parte de Santiago. También tiene varios encargos para regalos corporativos.
María cree que su receta tiene dos factores de éxito. Uno es secreto (al menos para los lectores de esta nota) y permite que la masa quede con una contextura húmeda y turgente. El otro es que el suyo es un pan de pascua, literalmente, hecho en casa, sin esencias artificiales, mucho cacao amargo, avellanas para darle un toque ahumado, cranberries y malta como preservante. Una delicia que vende a $7.000 (con fruta confitada) y $8.000 (con frutos secos) por kilo, aunque también tiene ediciones de 250 y 750 gramos.
“Un pan de pascua como el de la abuelita” dijeron de su creación cuando fue premiada. Ese reconocimiento le basta; sabe que es difícil que su producto llegue a los rankings famosos que cada año eligen el mejor ejemplar de Santiago. “Las grandes empresas, los supermercados, no trabajan con microempresarios, es un grupo bien cerrado. Pasa lo mismo con la elección de la marraqueta o la empanada. Si yo no hubiese ganado un fondo del Fosis jamás nadie hubiera sabido lo rico que era mi pan de pascua”, dice. “Son las mismas empresas las que compiten y siempre salen”.
El pan de pascua es su comodín, como las empanadas en diciembre o el pan de martes a domingo. Recientemente, durante la pandemia, cuando las personas dejaron de comprar pan y la opción de repartir por delivery no era viable económicamente (“porque me decían: Maggi, necesito cuatro pancitos, diez pancitos, no más”), ella y su familia se las ingeniaron para seguir generando recursos para ellos y para el sueldo de sus empleados: comenzaron a hacer pizzas que repartían a domicilio, y que se vendieron –se venden–como pan caliente.
–No me arrepiento de nada de lo que he hecho –dice hoy María Herrera. Aunque la vuelta para lograr su negocio haya sido larga. Aunque haya tenido que reinventarse en el camino. Aunque hoy la pista no esté fácil de recorrer: ha tenido que hacer malabares para no subirle el precio al pan a sus vecinos, muchos de ellos sin trabajo aún producto de la crisis sanitaria.
–Ojalá el próximo año sea mejor y estemos mejor apoyados por el gobierno, porque tampoco me puedo quejar porque he tenido mucho –dice.
Son las 10 y media de la noche. En poco rato más, María Herrera subirá al segundo piso de su casa, donde compartirá un rato con su marido y sus dos hijos, hoy adultos y estudiantes. Al día siguiente partirá su día con un café y algo dulce, porque no perdona no probar cada día algún engañito. Su favorito, eso sí, no es el pan de pascua, sino el colegial: ese típico dulce chileno humilde y sabroso, hecho de pan añejo remojado en leche y licor. Quizá, también, el mejor de Santiago.
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