Ni el terremoto del 27/F, ni los incendios de 2017, ni el estallido social, ni la pandemia: nada ha sido capaz de echar abajo las ganas inmensas de seguir adelante de estos tres emprendimientos en Constitución, Región del Maule.
Diversos han sido los orígenes de una legendaria bodega de vinos con restaurante, de un kiosko de desayunos en plena feria libre y de un hostal con galería de arte a la orilla del río Maule; sin embargo, todos confluyen en el mismo espíritu de superación y una devoción absoluta por la labor diaria. Aquí, sus (tremendas) historias.
Padre Adán: tradición inquebrantable
Por 85.000 pesos de la época, en 1978 Hilcer Jorquera adquirió el derecho a llaves de una antigua bodega de vinos, a pasos de la Estación del Ramal de Constitución –aún vigente– y de lo que es hoy el Terminal de Buses. “La bodega venía con 7 pipas, 300 garrafas, 15 chuicos y 20 javas de bebidas, de las antiguas”, cuenta Hilcer.
A poco de abrir y falto de personal, invitó a trabajar a su padre, don José Adán, que en ese entonces acarreaba una carretela transportando cargas desde los faluchos –antiguas embarcaciones del Maule– hasta el pueblo. Los carabineros “que en ese entonces podían tomar en las tardes” llegaban a pedir una o dos cañitas de sus ya famosos ponches, pero por discreción decían “que iban a ver al papá Adán; o al Padre Adán”. De ahí el nombre de este legendario local.
De a poco la bodega fue creciendo. A lo largo de los años y en cuatro tandas, Hilcer fue comprando los terrenos aledaños, botando bodegones antiguos y haciendo construcciones nuevas, hasta contar con una amplia bodega de venta de vinos y ponches con espacios privados para grupos; un espacioso restaurante de comida casera en el segundo piso; una bodega aledaña donde vende harina por sacos y frutos del país; más otros dos locales comerciales que arrienda a terceros.
Respecto de las razones de su éxito, Hilcer es categórico: “Yo soy solito, no tengo socios, pero sí tengo muy buena gente trabajando y hace mucho tiempo; hay que portarse bien con el trabajador, que ellos también ganen y que estén contentos”. Por eso, precisamente, fue que tras el terremoto y el tsunami –que inundó su local hasta el metro sesenta–, todos llegaron a ayudar.
“Si usted se porta mal, los trabajadores en un caso así lo abandonan no más”, dice. Más que daño estructural, pues las construcciones eran firmes, lo que le afectó fueron los saqueos: “Se llevaron hasta las ampolletas, no quedó nada aquí… fue tremendo, pero salimos adelante igual”.
“Con la pandemia, ahí la sufrimos otra vez; perdí harta mercadería, hubo que botar mucho”, recuerda. Logró salvarse de la quiebra gracias a los planes del gobierno y a que siguió vendiendo harina y sus famosos ponches, esta vez en formato para llevar. “Los ponches los pedían a domicilio o los venían a buscar al local, de a uno o de a dos bidones de cinco litro se los llevaban”.
Su ponche estrella es el de papaya, aunque durante el verano se roba la película –solo por los cuarenta días que dura la temporada– el ponche en frutilla blanca, que él mismo cultiva en su campo en Putú. El vino que usa es el mismo de toda la vida y que se sigue produciendo especialmente para el Padre Adán por el productor Sergio Sepúlveda en la zona de Melozal: “Para el ponche tiene que ser vino bueno, de uva italia con torontel; tiene que ser buena fruta, que tenga sabor a la uva y un poquito de aroma”. El tinto seco “Doña Norma” también es de ahí (y conviene llevarse un bidón, pues no tiene nada que envidiarle a cualquier embotellado que le triplique en precio).
En el restaurante, las estrellas son el chupe de guatitas, que “con agregado de plateada se pide harto”, la cazuela de pava de campo y el pescado frito con papas fritas “que tienen que ser caseras y hechas en buen aceite”. Por supuesto, es conveniente acompañar lo que sea con una jarra de los famosos ponches; sacrilegio sería ir y no probarlos.
“Yo almuerzo aquí todos los días así que siempre estoy probando; tiene que estar sabroso y abundante, no es como los restaurantes de por allá que le echan poquita comida al plato no más. Por eso, la gente aquí siempre vuelve”, dice Hilcer. Quien aquí escribe puede confirmarlo con la más absoluta certeza.
Rosas 157, Constitución. Instagram @padre.adan
Refugio Guanay: de tsunami personal a cálido hostal
Hasta su separación matrimonial –algunos meses antes del terremoto–, la santiaguina y licenciada en artes Magdalena Labbé había estado dedicada a la crianza de sus dos hijas y a la pintura.
El sismo la encontró en el piso 16 en calle Mosqueto, en Santiago. El tsunami devastó la casa familiar en Constitución, emplazada en plena ribera del Maule. Si bien la destrucción no fue total, la tragedia sí fue mayor para ella: su taller de pintura en el patio trasero simplemente desapareció con todo adentro: tesoros recogidos en las salitreras, 42 diarios de vida y 18 obras en gran formato –su capital artístico–. Reconoce que fue devastador, hoy reflexiona: “El tsunami se llevó todo y fue lo mejor que ha pasado, al final fue un regalo: aprender a andar liviana de equipaje por la vida”.
Magdalena vendió un par de cuadros que tenía en Santiago y se pagó los estudios de pedagogía: su primer trabajo fue en un liceo de Pudahuel. Luego, hasta 2017, trabajó en lo que pudo, desde haciendo aseo hasta como directora de arte en una productora de televisión. Pero las cosas no mejoraron: en esos años falleció su padre y cayó en una depresión.
“Ahí, la vida me empezó a poner a las personas correctas en el camino; empezaron a aparecer mujeres bacanas, feministas, que me abrieron los ojos”. Gracias a ellas, y con la ayuda de una gran amistad en Constitución, logró recuperar la casa del río. Volvió con la decisión firme de venderla: quería irse a viajar e invertir en otra propiedad. Sin embargo, al llegar, sintió la casa realmente suya por primera vez, y cuando a pesar de tener una oferta se decidió a no vender, cosas mágicas comenzaron a ocurrirle: vía sueños y señales sintió que el lugar le daba la bienvenida y que le decía: quédate, cuídame, y yo te voy a dar de comer.
Un día, por ejemplo, moviendo la tierra en las raíces de un arbolito, agarró algo que le llamó la atención: era un pedazo de su antiguo taller: una tabla color azul paquete de vela que ella había pintado con sus propias manos: “Lloré de alegría, sentí que el pasado salía a recibirme y a darme la bienvenida, fue una señal clarísima y emocionante”.
“Ahí supe que me tenía que quedar: miro la vista al río, tengo tres piezas vacías, qué hago, ¡un hostal!”. Tras una ardua restauración de la casa, que hizo ella misma, abrió en septiembre del 2018 y recibió visitantes con éxito hasta la pandemia. “Pero fue como tomarse un año sabático: un descanso, con mi jardín y mis animales” reflexiona, siempre positiva. “Igual ahora estoy feliz que la cosa se reactive, no iba a resistir tanto más sin trabajo”. Hoy, Magdalena tiene planes de abrir el Refugio Guanay a artistas locales que quieran usar sus paredes para exponer y vender su trabajo. Por el momento, sus originales cuadros visten –y dan carácter– al lugar.
Confiesa Magdalena: “Uno, aprendí a volar sola, sin miedo, porque el miedo bloquea todo…y también aprendí a rascármelas por mí misma, que ahora es algo tan natural para todos, sobre todo para los jóvenes, pero yo vine a aprenderlo recién a los 50 años, y es la sensación más hermosa: después de una vida de depender primero de mi familia y después de mi marido, ahora soy inmensamente feliz”.
Hostal Refugio Guanay está ubicado en Blanco 960, Constitución. Hay tres habitaciones dobles disponibles, dos baños compartidos y se permite el uso libre de una cómoda cocina, living comedor y sala de estar con terraza con vista al Maule. Alojar cuesta $40.000 o $55.000 diarios, dependiendo de la temporada. Por $6.000 adicionales, Magdalena prepara un desayuno campestre con productos locales, incluyendo tortillas al rescoldo, huevos de campo, queso fresco de la zona y fruta.
Reservas vía Whatsapp al +56 9 8435 0079. Su Instagram es @alojamiento.refugioguanay
Kiosko Santa Marta La Número 1: Fortuna que premia el esfuerzo
Marta Galdames lleva más de cuarenta años cocinando en la misma esquina de Bulnes con Infante, primero como vendedora ambulante y luego en su local propio. Ha vendido de todo: sánguches con longaniza guisada, pescadas fritas y unas empanadas de pino que la hicieron famosa pues no repetían, pero que eran “muy retrabajosas”, admite.
Aparte, cada verano para la Semana Maulina se iba con su pareja a la playa a vender manzanas acarameladas “con el caramelo delgadito y crujiente como vidrio, no de esos latiguos”, cuenta orgullosa. A fines de los noventa, por fin pudo instalarse con un amplio kiosko metálico de color turquesa –en plena feria libre– donde hasta el día de hoy ofrece un menú matutino estelar: gordas sopaipillas “de las de verdad, sin zapallo ni colorantes”; contundentes sánguches en churrasca –delicadamente cocinadas a parrilla por su pareja, Omar– con sabroso pebre, palta o quesos de Putú y, por supuesto, pailas de huevo, té y café. Así logró sacar adelante a sus cuatro hijos, hoy todos comerciantes también.
“Yo ya no me complico”, afirma Marta; “después de tantas pruebas me quedé con lo que más se vende”. Y vaya que se vende: desde las 6:30 de la mañana hasta la 1 de la tarde no paran llegar feriantes, compradores y comerciantes del barrio por un desayuno casero y delicioso. Tanto es el fervor que para el terremoto “nos fue mejor que nunca”, dice. Al principio se fueron a la Alameda junto con la feria completa, porque toda esa zona –al lado del río– estaba completamente destruida. Incluso, cuenta que justo al frente de su kiosko sacaron siete muertos de una construcción antigua.
A la semana regresó al kiosco, que de milagro y, quizá por ser completamente metálico, sobrevivió: solamente tuvo que reponer los electrodomésticos arruinados y limpiar la inmensa cantidad de fango y los pescados muertos que quedaron adentro. Había que seguir cocinando: los cientos de camiones y retroexcavadoras que trabajaban en limpiar la ciudad tenían choferes que alimentar.
Lo cierto es que la churrasca con pebre de la señora Marta debe ser uno de los bocados más perfectos que esta cronista jamás haya probado: se trata de una churrasca robusta, de costra crujiente y miga suave cual nube de los Cariñositos; dentro, una cantidad generosa de pebre hecho con tomates bien maduros –y, sin duda, mucho amor– va mojando de a poco aquella miga perfecta. Y todo en su justa sazón.
Tal bocado por sí solo justifica un viaje a una ciudad que será siempre, por lo resiliente y única, la Perla del Maule. Y es la mismísima Marta quien extiende la invitación: “Yo digo que vengan a Constitución: es un balneario bonito y con muchos paseos, donde se come rico y se come fresco”.
El kiosko Santa Marta la Número Uno está ubicado en Bulnes esquina Infante, justo al pasar la primera cuadra de la feria libre de Constitución, viniendo desde el río. Un desayuno completo cuesta $2.500.