Hace seis años, Daniela Lagos llegó junto al bar The Shamrock y no se fue más. La perfecta ubicación del lugar -en la Torres de Tajamar, en pleno Providencia, a medio camino entre su trabajo y su casa-, sus influencias irlandesas, la calidad de sus cervezas y su ambiente relajado bastaron para empezar a frecuentarlo al punto de ir varias veces durante la semana, sola y sin apuros.
“No era un bar pretencioso”, recuerda la periodista, quien, como todo comensal que a punta de costumbre se convierte en parroquiano, comenzó poco a poco a relacionarse con los trabajadores del local. Un día, mientras bebía una cerveza, notó que el ambiente estaba apagado, había poco público y los garzones estaban sin nada que hacer. “¿Quieres venir a jugar cartas?”, le preguntaron.
Daniela Lagos no lo dudó. Se instaló junto a ellos y una especie de amistad se fue dando naturalmente. “Cuando pasaban dos días que no venía, al llegar me bromeaban con que estaban preocupados”, relata. La confianza era tanta que incluso había ocasiones en que ella se servía su propia cerveza.
Con Diego González, también periodista, se conocieron e hicieron amistad en un canal de televisión. Él también iba a The Shamrock solo o con amigos, y muchas veces coincidían en el lugar. Disfrutar el atardecer mirando el cerro San Cristóbal y la calma que muchas veces reinaba en la tarde eran las razones de González para ir. “Yo venía por pega, pero la Dani venía mucho más. Cuando quería verla, sabía que la encontraría en el bar”, cuenta.
Con el tiempo, entre ambos amigos comenzó a crecer una fantasía: convertirse en dueños del bar. De ese bar. La ubicación en las Torres de Tajamar, Providencia, el ambiente y público los motivó. Los dos querían tener un negocio propio y, por otro lado, mejorar las cosas que no les gustaban del recinto. “¿Y si tuviéramos este local?”, se preguntaban de vez en cuando.
Pero la idea pronto se derrumbó. Aunque el dueño tenía intención de venderlo, el valor estaba fuera de su alcance. Sin embargo, el estallido social y la pandemia cambiaron el panorama.
“El administrador me contó que el dueño estaba reactivando la historia de vender el local, en junio de 2020. No había ni vacuna y había que sacar permisos para salir. Empezamos a negociar por correos, entonces yo sacaba un permiso, me iba a la casa de Diego y redactábamos los e-mails”, detalla Daniela Lagos.
Pasaron meses, hasta que en noviembre de ese año se destrabó todo y la fantasía se hizo realidad.
La navegación hacia La Isla
Son las 13:00 horas de un jueves y Daniela Lagos y Diego González se pasean por el bar. Su bar: La Isla. Las sillas están sobre las mesas, pues las puertas abren recién a las 17:30 horas, y en las líneas de cerveza está Marcos, quien realiza la mantención de los surtidores. “Fue la primera persona que conocimos”, dicen ambos. Luego llega otro técnico para ver las ventanas y Diego se levanta para orientarlo.
Ahora no hay tréboles irlandeses, ni decoraciones con verde o naranja. Tampoco hay letreros en inglés ni la televisión muestra alguna competencia deportiva estadounidense, y las letras escritas en los vidrios del antiguo recinto desaparecieron. Ahora hay plantas, un ventilador de techo, paredes simulando el mar y un letrero de neón que muestra una isla y una palmera.
De todas formas, ambos reconocen que la remodelación ha sido gradual, porque no querían endeudarse más de lo necesario. Lo esencial, primero, era poner en marcha el bar como estaba y así generar dinero.
Ahora Daniela Lagos ya no se sirve la cerveza para sí misma, sino para sus clientes. Y aunque ya tenía experiencia, recuerda que el primer día fue una locura. Cuando abrieron, en marzo de 2021, lo primero que pasó por su cabeza, más allá de la emoción evidente de cumplir un sueño, fue “que ojalá llegue gente y que esto funcione”. Reconoce que la sensación de inseguridad estuvo presente, sobre todo porque “no queríamos que este fuera uno de los bares que mueren en un año. No queríamos perder plata. Seguimos tomándolo muy paso a paso”.
Así pasó el día uno: se llenó de clientes. Partieron sirviendo una cerveza, pero de un momento a otro había diez pedidos pendientes. Al poco rato se acabó el tanque de CO2 –necesario para servir esta bebida– y se complicaron. “Ha sido un aprendizaje que continúa, pero ya sabemos harto más. Hemos logrado mantener clientes antiguos, aunque cada vez menos. Hemos conseguido que esto sea La Isla, tener un público renovado, con los vecinos de acá. Hay gente que viene casi toda la semana también”, dice Lagos.
Además, decidieron poner la cerveza como la principal oferta, y no tener ni coctelera ni juguera para preparar tragos muy elaborados. Sí tienen cortos o combinados con bebidas, cócteles como negroni y otros elaborados con aperol y ramazzotti. Poco a poco han ido aprendiendo, ya sea gracias a YouTube o por recomendaciones de amigos. Incluyeron micheladas, aunque con concentrado de jugo de tomate y limón sutil.
Como La Isla era un bar nuevo, a pesar de estar ocupando las dependencias de uno antiguo, los socios debieron realizar todos los trámites para poder abrir, incluyendo la obtención de su propia patente comercial. “Se veía muy abrumador; nos repartimos las tareas: buscar contador, preguntar a amigos y conocidos, ir a la notaria, al registro civil, a la municipalidad, al Servicio de Impuestos Internos. Bueno, un poco nos divertíamos”, dice Lagos. González, por su parte, subraya que también les sirvió para aprender los detalles de un negocio y así tener todo en orden.
Es una fantasía cumplida, asegura. Pero “también es una pega bastante concreta: cada día tenemos que abrir, cerrar y pagar los impuestos”.
Entre trámites y permisos pasaron unos seis meses. Cuando comenzaron, en marzo, justo cuando las restricciones sanitarias y el toque de queda volvían a limitar los horarios. Empezaron abriendo entre las 15:00 y 20:00 horas. “Me sentía muy raro, porque llegaba a las 10 de la noche a mi casa, muy temprano, y en ese lapso había pasado de todo”, relata González.
El negocio siempre ha sido una mitad de cada uno. Ambos pusieron la misma cantidad de dinero, proveniente de ahorros y préstamos. Con esa inversión inicial se han desarrollado durante un año; no han tenido que poner un peso más. Si bien no recibieron un salario durante los cinco primeros meses, porque lo principal era pagar al cocinero y a los garzones, ya ven números azules. “Cobrábamos en cerveza”, dicen entre risas.
Las tareas, eso sí, son distintas. Como Diego González trabaja en una editorial, Daniela Lagos ha dedicado más tiempo al bar. Se hace cargo de la administración diaria, de organizar los turnos, de ir a comprar cuando es necesario, de recibir a los proveedores cuando llegan y también de atender la barra. Diego, en tanto, se encarga de las reparaciones y de otros proyectos. Lagos acota: “Si algo se echó a perder, yo le aviso y listo; él se encarga”.
Desde el otro lado de la barra, los primeros habitantes de La Isla reflexionan sobre este año de vida. Se sienten dichosos de cómo han armado el recinto y del toque relajado que le han dado al, donde buscan que la gente llegue a disfrutar sin prisa de una cerveza y de comida. “Hay público que se ha mantenido, pero también grupos que han llegado por nosotros. Gracias a Diego, que viene del mundo de la literatura, llega mucha gente de las editoriales. Yo soy lesbiana, mi pareja trabaja aquí y es súper importante para nosotros que este sea un espacio en donde las diversidades y las disidencias se sientan cómodas y bienvenidas. Es un espacio que hemos ido construyendo”, acota Lagos.
Por eso, independientemente de la hora en la que termine su turno, muchas veces ambos se quedan compartiendo con amigos en alguna mesa hasta el cierre.
Desde el otro lado del bar, ahora a ellos les ha tocado hacerse amigos de sus clientes. “Me gusta más estar en la barra, con un poquito menos de interacción, la verdad”, dice Daniela Lagos. González, en cambio, es más sociable: siempre hay amigos de él en alguna mesa y si no, los hace.