Las protestas estudiantiles de 2011 y las actuales manifestaciones organizadas contra el sistema previsional no son una novedad en la historia de Chile. Desde fines del siglo XIX hasta hoy, las protestas sociales han ocupado un lugar relevante en nuestra trayectoria republicana, influyendo en muchas ocasiones en el desarrollo de los acontecimientos.
En el último siglo, prácticamente todos los Presidentes han debido afrontar las demandas expresadas por las masas organizadas, las que han tenido motivos plurales para manifestarse. Huelgas, marchas, protestas y tomas han sido realizadas con el fin de conseguir alguna reivindicación laboral, reclamar por el alza de precios de la carne y la locomoción colectiva, o demandar gratuidad en los estudios universitarios. También hay otras relacionadas con el orden político del país, como aquella oposición gremial contra el gobierno de Salvador Allende o las manifestaciones en los 80 contra el régimen de Pinochet.
Hace exactamente sesenta años, el 2 de abril de 1957, Chile vivió una de las jornadas de manifestaciones más espectaculares de su historia, en lo que fue conocido como "la Batalla de Santiago". Para entonces, según ha mostrado el primer tomo de la Historia de Chile 1960-2010 (obra colectiva, bajo la dirección general Alejandro San Francisco), el país vivía tres años decisivos de su historia. Entre 1956 y 1958 una serie de acontecimientos mostraban las tensiones y contradicciones del subdesarrollo político y económico. Eran los últimos años del gobierno de Carlos Ibáñez del Campo y el contexto de pobreza generalizada e inflación alta, sumado a la incapacidad política para resolver esos problemas, establecían un terreno fértil para el surgimiento de movimientos reivindicativos.
A finales de marzo de 1957, el gobierno decretó un alza en las tarifas de la locomoción colectiva, afectando a la ciudadanía en general y especialmente a los estudiantes, que incluso vieron quintuplicarse el valor del pasaje.
Las protestas no tardaron en llegar. A las movilizaciones en Valparaíso y Concepción, que se prolongaron por varios días, se sumaron las de Santiago. La violencia callejera aumentó sostenidamente y, como apunta Pedro Milos en Historia y memoria. 2 de abril de 1957, incluyó llamados a no utilizar el transporte público e impedir el tránsito en las calles, y también apedreos y volcamientos de buses. En Santiago, las protestas contaron con el apoyo del FRAP, la CUT y la FECH.
Los hechos de mayor dramatismo llegaron con la muerte en las calles de la estudiante Alicia Ramírez Patiño, que marcó un punto de inflexión definitivo en las protestas. Tras esto, se desencadenaron hechos de violencia en la capital, que incluyeron asaltos, saqueos a armerías, barricadas, incendios, apedreos masivos y ataques a las sedes de los tres poderes del Estado. El historiador Gabriel Salazar, en La violencia política popular en las "Grandes Alamedas" sostiene que se desencadenó un movimiento de "metódica destrucción" tras el cual "nada quedó entero". Las fuerzas policiales eran sobrepasadas por los manifestantes, siendo retiradas de las calles, quedando la ciudad sin custodia y a merced de quienes protestaban, hasta que se decretó el Estado de Sitio y con ello la intervención de los militares para resguardar el orden público.
El gobierno consideraba que el movimiento social había sido instrumentalizado por las corrientes de izquierda para crear un levantamiento revolucionario; así también lo pensaba la derecha política. Por el contrario, la izquierda señalaba que éste se trataba de un movimiento espontáneo y que la violencia provenía de "elementos policiales incrustados en las manifestaciones callejeras". El senador Salvador Allende responsabilizó al Gobierno y al presidente Ibáñez, "a quien el pueblo, por desgracia, dio el Poder legítimo que, a mi juicio, ha sido convertido en ilegítimo, porque es ilegítimo el poder que, no obstante haberse conquistado en las urnas, representa el olvido de las voluntades mayoritarias que lo eligieron".
Finalmente, el gobierno constituyó una comisión que revisaría las tarifas, las que quedaron congeladas. Numerosos muertos y cientos de heridos fueron el triste saldo de las intensas jornadas de manifestaciones que nuevamente evidenciaron la fragilidad de aquella democracia, en la que los chilenos situaban sus esperanzas, pero también era motivo de frustraciones.