En el plano político, 2017 será recordado como el año en que el candidato presidencial de la derecha logró ganar una segunda elección presidencial desde la vuelta a la democracia electiva en 1990. Piñera reunió eficazmente al electorado tradicional de su sector, aquel que vota por un candidato de sus ideas cualquiera éste sea, motivado por sus intereses, convicción ideológica y visión de mundo, electorado que no es menor a alrededor de un 40% de los votantes en el Chile de hoy, es decir los sectores de altos ingresos y buena parte de los sectores medios y populares conservadores. Y también logró la adhesión de cerca de un 15% adicional del electorado, constituido por aquel voto fluctuante que no encontró en la candidatura de Guillier una alternativa creíble y/o quiso expresar un voto de protesta frente al desempeño del gobierno en materia de empleo, educación, salud, seguridad y probidad, sin adscribir necesariamente a la derecha y habiendo votado en muchos casos por parlamentarios de otros sectores.
El curriculum de un presidente con amplios conflictos de interés, exministros encausados por cohecho y manejo de su fortuna desde paraísos fiscales, que suele no impresionar mucho al electorado de derecha, tampoco impactó al votante fluctuante. Este electorado sin grandes definiciones ideológicas al parecer privilegió la idea de que un gran empresario, aunque tenga eventuales conductas límites desde el punto de vista del interés público, está en mejores condiciones de empujar a la economía y sus intereses cotidianos que un senador independiente que proviene del periodismo con una coalición dividida. En efecto, el hecho que la Nueva Mayoría en el gobierno se presentara al electorado con dos candidaturas y sin primarias, proyectó una imagen de desorden que se agregó a la imagen de debilidad en la gestión de gobierno, más allá de los avances en diversas áreas. El contraste fue grande con una derecha que expresó su diversidad y divisiones, por momento rudas, pero también mostró capacidad de confluir alrededor del candidato común Piñera y del interés de volver al gobierno.
En materia económica, la política seguida por la actual administración no fue capaz de empujar el crecimiento, que fue sistemáticamente inferior al potencial de la economía, mostrando una notoria impericia en la conducción macroeconómica y en la capacidad de diseñar y explicar reformas en las que muchas de las autoridades simplemente no creían y que eran sin embargo indispensables para el propio crecimiento del país a largo plazo y para su cohesión básica. El Banco Central no colaboró mucho, pues como suele hacer reacciona tarde y poco frente al deterioro de la actividad, terminando el 2017 con apenas 1,5% de crecimiento del PIB y una inflación de 1,9% anual, muy por debajo de rango meta de 3%, lo que no tiene mucho sentido desde el punto de vista de su mandato legal, que no es enfriar sistemáticamente la economía en detrimento del empleo y de las condiciones de vida de las mayorías. La consecuencia de esta política deflacionista ha sido un estancamiento del empleo asalariado y crecimientos fluctuantes de las remuneraciones que enfriaron el primer motor de la economía, el consumo. El segundo motor, la inversión, experimentó una fuerte caída desde 2013, empujada por la inversión minera por razones externas y por la construcción por razones internas, la que inexplicablemente no fue compensada con aumentos contracíclicos de la inversión pública, que disminuyó en los dos últimos años. Un déficit fiscal algo más amplio, financiable a bajo costo, habría sostenido una mayor actividad y, con cierta probabilidad, evitado la rebaja de la nota crediticia chilena provocada por el bajo crecimiento. El tercer motor de la economía, las exportaciones netas, sufrió de un contexto externo que no mejoró hasta 2017. Se consagró así una morosidad económica que fue contrastando con una percepción de buen desempeño del empleo y de las remuneraciones en 2010-2013, lo que favoreció mucho a Piñera. Aunque ese desempeño fue empujado por altos precios del cobre y por las políticas fiscales expansivas post crisis de 2009, el ciudadano de a pie no tiene por qué hacer estas disquisiciones: la situación fue mejor en estos aspectos en 2010-2013 que en 2014-2017, sin discusión.
Estaban así reunidos todos los ingredientes para una nueva derrota de la presidenta Bachelet en la proyección de su campo político. Evitarlo requería una atención mayor de su parte hacia los partidos y la representación parlamentaria que en teoría debía apoyarla. Y nombrar ministros en los puestos claves que creyeran en una política fiscal contracíclica y en reformas estructurales de diversificación productiva, de sustentabilidad ambiental y de disminución de la desigualdad. No lo hizo ni en el plano político ni en el económico-social tanto en su primera (recordemos que el neoliberal Andrés Velasco hoy en la derecha fue su ministro de Hacienda) como su segunda administración.Increíblemente, tuvo que sacar del gobierno el año pasado a un ministro del Interior que la desafiaba abiertamente desde posiciones conservadoras y en agosto de este año a todo su equipo económico por una ortodoxia antiambiental inconducente que no daba para más. Por otro lado, pequeños cambios regulatorios demostraron que Chile puede enfrentar una rápida transición energética a bajos costos, en la que sus ministros no creían demasiado, obsesionados con políticas "procrecimiento" que siempre han confundido con políticas que favorezcan las utilidades rentistas de corto plazo de las grandes corporaciones. En política y en economía, en nombre de las astucias, no se puede señalizar para un lado y doblar para el otro sin consecuencias, porque eso termina en el rechazo de los ciudadanos al desorden y la incoherencia que inevitablemente provocan. El hecho que la presidenta no haya avanzado nada en materia constitucional, más allá de unos interesantes debates, y aún no se conozca su proyecto de nueva Constitución a pocas semanas de dejar el cargo, expresa bien esta situación de falta de coherencia entre los dichos y los hechos en temas cruciales de la agenda pública comprometidos por ella misma.
A pesar de la victoria contundente de Sebastián Piñera en la elección presidencial, fue electo por solo el 26,5% de los habilitados para votar, mientras la derecha no triunfó en la elección parlamentaria. Los chilenos que votaron (un 48% de los habilitados) le dieron a Piñera un voto de mayor confianza relativa, pero sin otorgarle los instrumentos legislativos para un gobierno que vuelva atrás, por ejemplo, en el aborto por tres causales, la reforma tributaria y la laboral, por limitadas que sean. O bien el nuevo gobierno de Piñera busca ampliar su arco parlamentario, lo que parece bastante difícil, o bien abandona esas promesas de campaña, como ya lo hizo en parte en materia de gratuidad educacional. Dicho sea de paso, esto no le resultó tan difícil pues la política del gobierno actual terminó en un gigantesco subsidio injustificado a universidades privadas e institutos de calidad cuestionable, con un alto costo fiscal, en vez de haber fortalecido la educación escolar y universitaria pública, que recibirán mucho menos dinero adicional que varias universidades de negocio.
El hecho es que hoy existe una nueva situación político-partidaria. La Fuerza de Mayoría (PS, PPD, PC, PR) obtuvo en la elección de diputados, dato que mide el estado de las adhesiones públicas a los partidos, un 24% de los votos. El Frente Amplio, un 16,5%. Los partidos Progresista y País, un 3,9%. El MAS e Izquierda Ciudadana un 0,4%. Estas expresiones políticas de izquierda sumaron el 45% del electorado participante. Cabe considerar, además, a la emergente Federación Regionalista Verde, con un 1,9% de los votos, y a la Democracia Cristiana, que reunió el 10,3% de los votos. La derecha tradicional (Chile Vamos) obtuvo el 38,7% de los mismos y la neoderecha (Amplitud y Ciudadanos) el 1,6%, sumando un poco más del 40% del voto expresado, con un premio en la representación parlamentaria por haber ido más unida que sus contendores y dada la mecánica levemente mayoritaria de la cifra repartidora con pocos escaños a repartir que es propia del nuevo sistema electoral. En resumen, entre los que participaron en el voto parlamentario, la izquierda es más que la derecha y bordea la mayoría absoluta. El centro tradicional es hoy muy minoritario. Y la abstención sigue siendo la mayoría absoluta...
La principal fuerza parlamentaria son los tres partidos conservadores agrupados en la coalición Chile Vamos, que obtuvieron 72 de los 155 escaños en disputa en la Cámara de Diputados, a 6 de la mayoría absoluta, y 12 senadores de los 23 en disputa. Pero como el Senado se renueva cada 4 años en la mitad de las 15 regiones, sumó 19 senadores de 43, no logrando tampoco la mayoría absoluta. Le sigue la Fuerza de la Mayoría, que eligió 43 diputados (19 de los cuales del Partido Socialista y 8 de cada uno de los tres partidos restantes, el PC, el PPD y el PR) y 7 senadores, sumando 15 miembros de la cámara alta
No está claro cómo evolucionará la oposición. Tal vez se constituya de modo permanente el bloque PS-PC-PPD-PR que apoyó a Guillier en primera vuelta, por razones prácticas de elegibilidad futura o bien adicionalmente buscando dotarse de una identidad de izquierda histórica y reformadora, especialmente si la Democracia Cristiana, con sus 14 diputados y 6 senadores, persiste en una proyección propia a la que es difícil que renuncie. Eventualmente este bloque podría llegar a acuerdos de oposición parlamentaria y social con el Frente Amplio, manteniendo una relación de colaboración parlamentaria y política con la DC, con la Federación Regionalista-Verde y el PRO-País. ¿Se unificará la oposición y avanzará a una renovada fuerza de cambio (un "bloque por los cambios") con un programa creíble de no retroceso en las reformas, de cambio constitucional y de cambios antineoliberales en educación, salud y pensiones y en cobre, litio y pesca? No lo sabemos, aunque en esta ocasión, gracias a las reformas del financiamiento de campañas aprobadas en el actual gobierno, el peso del poder económico tendrá, en teoría, menos capacidad de influir en la oposición como lo hizo en el primer gobierno de Piñera, y de manera bastante vergonzosa en el caso del royalty minero y la ley de pesca.
Si no se producen transformaciones de las prácticas políticas (con apego a una estricta probidad e independencia del poder económico, rechazo al clientelismo, vuelta a la sociedad para representar sus intereses mayoritarios, vuelta a la centralidad del proyecto de transformación igualitaria, progresista y sustentable), no habrá una renovada fuerza de cambio que prepare una alternancia en cuatro años, ahora sin figuras providenciales. Habrá tal vez acuerdos por arriba, pero sin proyección ni credibilidad. Seguir igual que siempre prolongaría, con alta probabilidad, el predominio de la derecha en los próximos gobiernos. Poner por delante nuevas prácticas políticas tomará un tiempo, pero, como dice un buen amigo, los buenos días se dan en la mañana. No habrá tiempo que perder para el campo progresista.